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– Dígale a Jeremy que se corte el pelo y lleve ropa deportiva cuando yo le llame a la oficina. No le recordarán.

El señor Hiller pareció vacilar.

– A Jeremy le fastidiará mucho -dijo.

– Pues entonces que no lo haga -dije-. No me gusta decir a la gente que haga lo que no le gusta hacer. Yo me cuidaré de todo.

Me sentía algo impaciente.

– De acuerdo -dijo el señor Hiller-. Lo dejo en sus manos.

Cuando volví a casa con el coche nuevo, Vallie se puso contentísima y la llevé a dar una vuelta con los críos. El Dodge andaba como la seda y pusimos la radio. Mi viejo Ford no tenía radio. Paramos a tomar pizza y soda, lo cual se había convertido en costumbre, aunque pocas veces lo habíamos hecho antes desde que estábamos casados, porque teníamos que controlar los gastos al céntimo. Luego paramos en una confitería y tomamos helado y compré una muñeca para mi hija y juguetes de guerra para los dos chicos. A Vallie le compré una caja de bombones. Me sentía muy bien así, gastando dinero como un príncipe. Fui cantando en el coche a la vuelta, y cuando los críos se acostaron, Vallie hizo el amor conmigo como si yo fuese el Aga Khan y acabase de regalarle un diamante tan grande como el Ritz.

Recordé los tiempos en que tenía que empeñar la máquina de escribir para terminar la semana. Pero aquello había sido antes de escaparme a Las Vegas. Desde entonces, mi suerte había cambiado. Se había acabado el pluriempleo, los dos trabajos. Tenía veinte grandes en reserva en las carpetas de mi viejo manuscrito al fondo del armario. Era un magnífico negocio con el que podía hacerme rico, a menos que el asunto explotase o hubiese un acuerdo a escala mundial por el que las grandes potencias dejasen de gastar tanto dinero en sus ejércitos. Comprendí por primera vez lo que sentían los grandes capitostes de la industria bélica y los generales del ejército. La amenaza de un mundo estabilizado podía arrojarme de nuevo a la pobreza. No era que yo deseara otra guerra, pero no podía evitar reír a carcajadas cuando comprendía que todas mis supuestas actitudes liberales se disolvían en la esperanza de que Rusia y Estados Unidos no llegasen a establecer relaciones cordiales, al menos por un tiempo.

Vallie roncaba un poco, cosa que no me molestaba. Trabajaba mucho con los críos y se cuidaba de la casa y de mí. Pero era curioso que yo tardase tanto en dormirme por muy cansado que estuviese. Ella siempre se dormía antes que yo. A veces, llegaba incluso a levantarme y ponerme a trabajar en mi novela en la cocina y prepararme algo de comer y no volver a la cama hasta las tres o las cuatro. Pero ya no trabajaba en una novela, así que no tenía nada que hacer. Pensé vagamente que debería empezar a escribir otra vez. Después de todo, tenía el tiempo y el dinero necesarios. Pero la verdad es que mi vida me resultaba demasiado emocionante, fingiendo y engañando y aceptando sobornos y, por primera vez en mi vida, gastando dinero en tonterías.

Pero el gran problema era el de encontrar un sitio donde guardar mi dinero de modo permanente. No podía tenerlo en casa. Pensé en mi hermano Artie. Él podía ingresarlo en el banco. Y lo haría si se lo pedía. Pero no podía hacerlo. Era tan puntilloso y honrado. Me preguntaría de dónde había sacado la pasta y tendría que decírselo. Él jamás había hecho nada deshonroso en beneficio propio o de su mujer y sus hijos. Era un hombre verdaderamente íntegro. Lo haría por mí, pero nunca volvería a considerarme igual. Y yo no podía soportarlo. Hay cosas que puedes hacer y cosas que no. Y pedirle a Artie que guardase mi dinero era una de las que no. No sería propio de un hermano ni de un amigo.

Por supuesto, a algunos hermanos no se lo pedirías por la sencilla razón de que te lo robarían. Y eso me hizo recordar a Cully. La próxima vez que viniese a la ciudad, le preguntaría cuál era el mejor modo de guardar el dinero. Ésa era mi solución. Cully lo sabría, era su campo. Y tenía que resolver el problema, tenía el presentimiento de que el dinero iba a empezar a llegar cada vez más deprisa.

A la semana siguiente, incluí a Jeremy Hiller en la reserva sin el menor problema, y el señor Hiller quedó tan agradecido que me invitó a pasar por su agencia para poner neumáticos nuevos a mi Dodge azul. Naturalmente, pensé que era un gesto de gratitud, y quedé encantado de que fuese tan buena persona. Olvidaba que era un hombre de negocios. Mientras el mecánico me cambiaba las ruedas, el señor Hiller me hizo una nueva proposición en su oficina.

Empezó dándome un poco de coba. Comentó con admirada sonrisa lo listo que yo era, lo honrado, lo absolutamente de fiar. Era un placer hacer negocios conmigo, y si alguna vez dejaba mi puesto en el gobierno, me proporcionaría un buen trabajo. Me lo tragué todo, me habían dado coba muy pocas veces en mi vida, y casi siempre mi hermano. Mi hermano, Artie, y algunos críticos de libros prácticamente desconocidos. Ni siquiera sospeché lo que se avecinaba.

– Tengo un amigo que necesita muchísimo que usted le ayude -dijo el señor Hiller-. Tiene un hijo que necesita desesperadamente que le incluyan en el programa de seis meses de la reserva.

– Bueno, no hay problema -dije-. Mande al chico a verme y que diga que va de parte de usted.

– El problema es más grave -dijo el señor Hiller-. Este joven ha recibido ya la notificación de reclutamiento.

Me encogí de hombros.

– Entonces, mala suerte. Dígale a sus padres que se despidan de él por dos años.

Entonces el señor Hiller sonrió y dijo:

– ¿Está seguro de que un joven listo como usted no puede hacer algo? Sería mucho dinero. El padre es un hombre muy importante.

– Imposible -dije-. Las ordenanzas del ejército son muy concretas. Una vez recibida la notificación de reclutamiento, ya no puede entrar en el programa de seis meses de la reserva. Esos tipos de Washington no son tan tontos. Si no, todo el mundo esperaría a recibir la notificación antes de alistarse.

– A ese hombre le gustaría verle a usted -dijo el señor Hiller-. Está dispuesto a hacer lo que sea. ¿Me comprende?

– Es inútil -dije-, no puedo ayudarle.

Entonces, el señor Hiller se acercó más a mí.

– Vaya a verle sólo por mí -dijo.

Y entendí. Si iba a ver a aquel tipo, aunque no hiciese nada, el señor Hiller quedaba como un héroe. En fin, por cuatro neumáticos nuevos, podía pasar media hora con un hombre rico.

– De acuerdo -dije.

El señor Hiller escribió en un papel y me lo entregó. Lo miré. El nombre era Eli Hemsi, y había un número de teléfono. Reconocí el nombre. Eli Hemsi era el tipo más importante de la industria de la confección, siempre con problemas con los sindicatos, relacionado con el hampa, pero también una de las luminarias sociales de la ciudad. Compraba políticos, apoyaba las campañas benéficas, etc. Siendo tan importante, ¿por qué tenía que recurrir a mí? Le hice esta pregunta al señor Hiller.

– Porque es listo -dijo el señor Hiller-. Es un judío sefardí. Son los judíos más listos. Tienen sangre italiana, española y árabe, y esta mezcla les convierte en tipos implacables, además de listos. No quiere entregar a su hijo como rehén a un político que pueda pedirle un gran favor. Le resulta mucho más barato y mucho menos peligroso acudir a usted. Y además, ya le he explicado lo buena persona que es usted. Para ser absolutamente sincero, le diré que en este momento es usted la única persona que puede ayudarle. Esos peces gordos no se atreven a exponerse a un tropiezo en algo como el reclutamiento. Es demasiado delicado. Los políticos tienen muchísimo miedo a estas cosas.

Pensé en el congresista que había acudido a mi oficina. Había tenido mucho valor, entonces. O quizás estuviese al final de su carrera política y le importase un bledo. El señor Hiller me observaba atentamente.

– No me interprete mal -dijo-. No soy judío. Pero el sefardí… Tendrá usted que tener cuidado con él, porque si no le engañará, así que cuando trate con él use la cabeza -hizo una pausa y preguntó, nervioso-: Usted no es judío, ¿verdad?