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El dinero de los artículos pasó a aportarme unos cuatrocientos dólares por mes, y con mi trabajo regular para el gobierno reunía unos doscientos pavos por semana. Y como si trabajar despertase en mí mayor energía, me vi de pronto empezando mi segunda novela. Eddie Lancer estaba también trabajando en un libro nuevo, y pasábamos la mayor parte de nuestra jornada de trabajo juntos hablando de nuestras novelas en vez de preparar artículos para la revista.

Por último, nos hicimos tan buenos amigos que, tras seis meses de trabajo por libre, me ofreció un puesto de dirección en la revista. Pero no quería dejar los dos o tres mil por mes que seguía sacándome en mi oficina de la reserva. Los sobornos habían seguido funcionando durante casi dos años sin ningún problema. Mantenía ya la misma actitud que Frank. No pensaba que pudiese pasar nada. Además, la verdad era que me encantaba la emoción y la intriga de ser un ladrón.

Mi vida se asentó en una feliz rutina. Escribía a gusto y con regularidad, y llevaba todos los domingos a Vallie y a los niños a pasear por Long Island, donde brotaban las casas unifamiliares como hongos, a inspeccionar modelos. Habíamos elegido ya nuestra casa. Cuatro dormitorios, dos baños y sólo un pago de un diez por ciento del precio de veintiséis mil dólares con una espera de doce meses. De hecho, era el momento de pedirle a Eddie Lancer un pequeño favor.

– Siempre me ha gustado mucho Las Vegas -le dije a Eddie-. Me gustaría escribir algo sobre aquello.

– Claro, cuando quieras -dijo-. Pero escribe a ser posible sobre las putas.

Él se encargó de conseguir dinero para los gastos. Luego hablamos de las ilustraciones en color del artículo. Siempre hacíamos esto juntos porque era muy divertido y nos reíamos mucho. Al final Eddie dio como siempre con la mejor idea. Una opulenta chica con escasa ropa en una desaforada danza pélvica. Y de su ombligo salían unos dados rojos con el once de la suerte. El titular decía: «Suerte con las chicas de Las Vegas».

Antes había recibido un encargo. Era una perita en dulce. Iba a entrevistar al escritor más famoso de Norteamérica: Osano.

Eddie Lancer me lo encargó para su revista principal, Everyday Life, la revista de calidad de la cadena. Después de esto, podría hacer el viaje a Las Vegas y el artículo correspondiente.

Eddie Lancer consideraba a Osano el mejor escritor de Norteamérica, pero le asustaba un poco hacer él mismo la entrevista. Yo era el único del equipo al que la tarea no le impresionaba. Osano no me parecía tan bueno. Además, desconfiaba de todo escritor que fuese extrovertido y Osano había aparecido centenares de veces en televisión, había sido jurado del festival cinematográfico de Cannes, le habían detenido por encabezar manifestaciones de protesta, cuyo motivo exacto no recuerdo, y hacía críticas entusiastas de toda nueva novela que escribía uno de sus amigos.

Además, había seguido el camino fácil. Su primera novela, publicada a los veinticinco años, le dio fama mundial. Sus padres eran ricos y se había licenciado en derecho en Yale. Nunca había sabido lo que era luchar por su arte. Y, sobre todo, yo le había enviado mi primera novela publicada esperando una crítica encomiástica, y ni siquiera me había dado las gracias.

Cuando fui a entrevistar a Osano, su cotización como escritor empezaba a bajar entre los editores. Aún podía conseguir un sustancioso adelanto por un libro, aún tenía encandilados a los críticos. Pero la mayoría de sus libros no eran ya de ficción. Llevaba diez años sin poder terminar una novela. Estaba trabajando en su obra maestra, una novela larga que sería lo mejor desde Guerra y Paz. En eso todos los críticos estaban de acuerdo. Y también Osano. Una editorial le adelantó cien grandes y aún seguía esperando su dinero y el libro diez años después. Entretanto, escribía libros que no eran de ficción sobre temas candentes que, para algunos críticos, eran mejores que la mayoría de sus novelas. Tardaba un par de meses en hacerlos y se embolsaba un sustancioso cheque. Pero cada vez vendía menos. Había agotado a su público. Por fin aceptó la oferta de ser director jefe de la sección dominical de crítica de los libros de mayor influencia del país.

El director anterior había estado veinte años en aquel puesto. Un tipo con grandes credenciales. Toda clase de títulos, las mejores universidades, intelectual, buena familia. Clase. Y de izquierdas de toda la vida. Lo cual estaba muy bien salvo por el hecho de que al envejecer se volvió algo más extravagante. Una lánguida y soleada tarde le cazaron con el chico de la oficina detrás de una pila de libros que llegaba hasta el techo, que había colocado a modo de pantalla en su despacho. Si el chico de la oficina hubiese sido un famoso autor inglés, quizás no hubiese pasado nada. Y si los libros utilizados para construir aquella pared hubiesen estado revisados, no habría sido tan grave. Pero los libros utilizados para construir aquella pared nunca llegaron a su equipo de lectores y críticos autónomos. Así que le retiraron como director honorífico.

Con Osano, el personal se dio cuenta de que no había ningún problema, Osano era absolutamente normal. Le gustaban las mujeres, de todos los tamaños, formas y edades. El olor a coño le conectaba como a un heroinómano. Se tiraba a las tías con la misma devoción con la que el heroinómano se inyecta. Si Osano no conseguía su polvo diario o una mamada por lo menos, se ponía frenético. Pero no era un exhibicionista. Siempre cerraba la puerta de la oficina. A veces era una falsa hippie. Otras una tía de la buena sociedad que le consideraba el mejor escritor de Norteamérica. O una novelista hambrienta que necesitaba hacer informes de libros como único medio de mantener en pie alma, cuerpo y ego. No le daba la menor vergüenza utilizar su posición como editor, su fama como novelista de renombre mundial y, lo que resultaba su mejor baza, la posibilidad de que le concediesen el premio Nobel de literatura. Según decía él, el premio Nobel era lo que encandilaba a las damas realmente intelectuales. En los últimos años había montado una activa campaña para conseguir el Nobel con ayuda de todos sus amigos literatos, y, en consecuencia, podía enseñar a aquellas damas artículos de revistas prestigiosas en apoyo de su candidatura.

Curiosamente, Osano no tenía presunción alguna respecto a sus encantos físicos, a su magnetismo personal. Vestía bien, gastaba bastante dinero en ropa, pero sin embargo no era físicamente atractivo. Tenía la cara huesuda y los ojos de un verde pálido y malévolo. Pero olvidaba su vibrante vitalidad, que magnetizaba a todos. En realidad, gran parte de su fama no se basaba en sus méritos literarios sino en su personalidad, que incluía una inteligencia ágil y brillante que atraía tanto a hombres como a mujeres.

En particular las mujeres se volvían locas por él: inteligentes universitarias y cultas matronas de la alta sociedad, luchadoras del movimiento de liberación femenina que le atacaban y luego intentaban llevárselo a la cama con el fin de humillarlo, decían, lo mismo que solían hacer los hombres a las mujeres en los tiempos Victorianos. Uno de los trucos de Osano era dirigirse a las mujeres en sus libros.

A mí nunca me había gustado su obra y no esperaba que me gustase él. La obra es el hombre. Salvo que resultó no ser cierto. Después de todo, hay algunos médicos compasivos, hay profesores curiosos, abogados honrados, políticos idealistas, mujeres virtuosas, actores cuerdos, escritores sabios. Y así, Osano, pese a su estilo de pescadera, pese a su obra, era en realidad un gran tipo y no resultaba tan fastidioso escucharle, aunque hablase de lo que escribía.

De cualquier modo, disponía de un verdadero imperio como director de aquella sección dominical de crítica literaria. Dos secretarias, veinte lectores fijos. Gran cantidad de críticos autónomos, desde autores de renombre a poetas muertos de hambre, novelistas fracasados, profesores universitarios e intelectuales de la buena soledad. A todos los utilizaba y a todos los odiaba. Y dirigía la revista como un lunático.