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La página uno de esa sección de crítica dominical era el máximo a que podía aspirar un escritor. Osano lo sabía. Ocupaba automáticamente la primera página de todas las secciones de crítica del país cuando publicaba un libro. Pero odiaba a la mayoría de los escritores de ficción, les envidiaba. O podía estar enfadado con el editor del libro. Así que cogía una biografía de Napoleón o de Catalina de Rusia, escrita por un sesudo profesor universitario, y la colocaba en la página uno. Libro y crítica solían ser igualmente ilegibles. Pero Osano se sentía feliz. Había fastidiado a todo el mundo.

La primera vez que le vi, encarnaba todos los chismorreos de fiestas literarias, todas las murmuraciones, todas las imágenes públicas que él había creado. Jugó ante mí el papel del gran escritor, con verdadera satisfacción. Y tenía las condiciones adecuadas para ajustarse a la leyenda.

Me fui a los Hamptons, donde Osano tenía una casa de verano, y le encontré instalado como un viejo sultán. Con sus cincuenta años, tenía seis hijos de cuatro matrimonios distintos, y por entonces aún no había pasado por el quinto, el sexto y el séptimo y último. Llevaba puestos unos pantalones azules largos de tenis y chaqueta de tenis azul especialmente cortada para ocultar su abultada barriga cervecera. Tenía ya grandes arrugas en la cara, como correspondía al próximo ganador del premio Nobel de literatura. Pese a sus malévolos ojillos verdes, podía ser cordial y agradable. Aquel día lo fue. Como era el director de la sección literaria dominical más importante del país, todo el mundo le adulaba con la mayor devoción cada vez que publicaba algo. No sabía que yo me proponía liquidarle porque era un escritor sin éxito con una novela publicada sin la menor trascendencia y que se debatía con la segunda. Desde luego, él había escrito casi una gran novela. Pero el resto de su obra era basura, y yo, si Everyday Life me dejaba, mostraría al mundo lo que realmente era aquel tipo.

Escribí el artículo enseguida, atacándole directamente. Pero Eddie Lancer lo rechazó. Querían que Osano les escribiese un artículo político y no querían enemistarse con él. Fue, por tanto, un día perdido. Aunque en realidad no. Porque dos años después Osano me llamó y me ofreció un puesto para trabajar con él como asesor en una nueva e importante revista literaria. Osano me recordaba, había leído el artículo que la revista no había querido aceptar, y le había gustado muchísimo, o eso me dijo. Dijo que le había gustado porque yo era un buen escritor y me gustaban las mismas cosas de su obra que le gustaban a él.

Aquel primer día, estuvimos sentados en su jardín viendo jugar al tenis a sus hijos. He de decir en su favor que amaba realmente a sus hijos y se entendía con ellos. Quizás porque fuese muy infantil también él. Lo cierto es que le llevé a hablar de las mujeres, del movimiento de liberación femenina y de la sexualidad. Y el tema le encantó. Estuvo muy divertido. Y aunque en sus escritos era el mayor izquierdista que se pueda imaginar, podía también ser todo un tejano patriotero. Hablando del amor, dijo que en cuanto se enamoraba de una chica dejaba de sentir celos de su mujer. Luego adoptó su expresión de gran escritor-estadista y dijo:

– A ningún hombre le está permitido estar celoso de más de una mujer a la vez… salvo que sea portorriqueño.

Como sus credenciales de izquierdista eran impecables, creía tener derecho a hacer chistes sobre los portorriqueños.

Entonces apareció el ama de llaves diciendo a voces que los niños se estaban peleando por una discusión en el juego. El ama de llaves era bastante mandona y muy severa con los niños, como si fuese su madre. Además, era una mujer guapa para su edad, más o menos la de Osano. Por un momento, tuve ciertas sospechas. Sobre todo cuando nos dirigió una mirada despectiva antes de volver a entrar en la casa.

Conseguir que hablara de las mujeres no me fue difícil. Adoptó la actitud cínica, que es siempre una actitud magnífica cuando no estás loco por ninguna dama concreta. Se mostró muy autoritario, como correspondía a un escritor sobre el que se había escrito más que sobre ningún otro novelista desde Hemingway.

– Mira, muchacho -dijo-, el amor es como esa carretilla roja de juguete que te regalan por Navidad cuando tienes seis años. Te hace tremendamente feliz y no puedes separarte de ella. Pero tarde o temprano se le caen las ruedas. Entonces, la dejas en un rincón y la olvidas. Enamorarse es magnífico, pero estar enamorado es un desastre.

Le pregunté entonces, quedamente, y con el respeto que él creía merecer:

– ¿Y qué me dice de las mujeres, cree que sienten lo mismo cuando aseguran que piensan lo mismo que piensan los hombres?

Me lanzó una rápida mirada con aquellos ojos sorprendentemente verdes. Captó mis intenciones. Pero no hubo problema. Ésta era una de las grandes virtudes de Osano, incluso entonces. Así pues, continuó:

– El movimiento de liberación de las mujeres cree que nosotros tenemos poder y control sobre sus vidas. En ese sentido, se trata de algo tan estúpido como lo del tipo que cree que las mujeres son sexualmente más puras que los hombres. Las mujeres son capaces de joder con cualquiera, en cualquier momento y en cualquier lugar. Lo único que pasa es que tienen miedo a hablar. El movimiento de liberación femenina habla y perora sobre el pequeño porcentaje de hombres que tienen el poder. Esos tipos no son hombres. Ni siquiera son humanos. Y es el puesto que ocupan ellos el que las mujeres tendrían que ocupar. No saben que para conseguirlo tendrán que matar.

Entonces le interrumpí.

– Usted es uno de esos hombres.

Osano asintió con un gesto.

– Sí. Y, metafóricamente, tuve que matar. Lo que las mujeres conseguirán es lo que tienen los hombres, es decir, basura, úlceras y ataques al corazón. Más un montón de trabajos de mierda que a los hombres les resulta odioso hacer. Pero yo soy decidido partidario de la igualdad. Claro que cuando se logre les ajustaré las cuentas. Mira, estoy pagando gastos de manutención de cuatro mujeres perfectamente sanas que pueden ganarse la vida sin el menor problema. Todo porque no hay igualdad.

– Sus aventuras con mujeres son casi tan famosas como sus libros -dije-. ¿Cómo trata usted a las mujeres?

Osano sonrió.

– No parece interesarte cómo escribo libros.

Entonces dije con la mayor suavidad posible:

– Sus libros hablan por sí solos.

Me lanzó otra larga mirada cavilosa y luego continuó.

– Nunca trates demasiado bien a una mujer. Las mujeres se quedan con los borrachos, los jugadores, los chulos e incluso con los que les pegan. No pueden soportar a un tipo bueno y amable. ¿Sabes por qué? Se aburren. No quieren ser felices. Es aburrido.

– ¿Cree usted en la fidelidad? -pregunté.

– Claro. Escucha, estar enamorado significa convertir a otra persona en el objeto central de tu vida. Cuando eso ya no existe, ya no hay amor. Es otra cosa. Puede que sea mejor, más práctico. El amor, en el fondo, es una relación injusta, inestable y paranoica. En eso los hombres son peor que las mujeres. Una mujer puede joder cien veces, no apetecerle una, y él no se lo perdona. Pero no hay duda de que el primer paso cuesta abajo es cuando ella no quiere hacer el amor cuando tú quieres. No hay excusa posible, sabes. No hay dolor de cabeza. Todo eso son cuentos. En cuanto una tía empieza a rechazarte en la cama, todo ha terminado. Puedes empezar a buscar otra cosa. No creas en ninguna excusa.

Le pregunté sobre las mujeres orgásmicas que podían tener diez orgasmos por cada uno de un hombre. Lo rechazó.

– Las mujeres no se corren como los hombres -dijo-. Para ellas es un pifffff pequeñito. No es como los hombres, los hombres realmente se vuelan los sesos al correrse. Freud se acercó, pero erró el tiro. Los hombres joden de verdad. Las mujeres no.

Él no se creía todo aquello, en realidad, pero yo sabía lo que quería decir. Su estilo era la exageración.