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– Y tú no te tomas las cosas en serio -dijo Frank-. Podrías conseguir mucho dinero, podrías resolver muchos de tus problemas si me hicieses caso.

– Eso no va conmigo -dije.

– De acuerdo, como quieras -dijo Frank-. Pero tienes que hacerme un favor. Necesito muchísimo una plaza. ¿Te fijaste en aquel chico pelirrojo de mi mesa? Me dará quinientos dólares. Está esperando que le recluten cualquier día. En cuanto reciba el comunicado, no podrá alistarse en el programa de seis meses. Lo prohíben las ordenanzas. Así que tengo que alistarle hoy. Y no tengo un sitio libre en mis unidades. Quiero que le metas en las tuyas y repartiré la pasta contigo. Sólo esta vez.

Su tono era desesperado, así que le dije:

– Vale, mándame al chico. Pero quédate tú el dinero, yo no lo quiero.

Frank asintió con un gesto.

– Gracias. Te guardaré tu parte por si cambias de opinión.

Aquella noche, cuando fui a casa, Vallie me sirvió la cena y jugué con los niños antes de que se fueran a la cama. Luego Vallie dijo que necesitaba cien dólares para la ropa y los zapatos de Pascua de los niños. No dijo nada de ropa para ella, aunque, como todos los católicos, consideraba casi una obligación religiosa comprar ropa nueva para Pascua.

A la mañana siguiente, entré en la oficina y le dije a Frank:

– Mira, cambié de opinión, dame mi parte.

Frank me dio una palmada en el hombro.

– Muy bien, muchacho -dijo.

Me llevó a la intimidad del servicio de caballeros y contó cinco billetes de cincuenta dólares y me los entregó.

– Antes del fin de semana tendré otro cliente -me dijo. No le contesté.

Era la única vez en toda mi vida que había hecho algo realmente deshonroso. Y no me sentía mal. Para mi sorpresa, me sentía magníficamente. Estaba muy alegre y camino de casa compré regalos para Vallie y los niños. Cuando llegué allí y le di a Vallie cien dólares para la ropa de los niños, vi que se sentía muy aliviada al no tener que pedirle a su padre el dinero. Aquella noche dormí como hacía años que no dormía.

E inicié el negocio por mi cuenta, sin Frank. Toda mi personalidad empezó a cambiar. Era fascinante ser estafador. Despertaba lo mejor de mí. Dejé el juego e incluso dejé de escribir; de hecho, perdí todo interés por la nueva novela en la que estaba trabajando. Por primera vez en mi vida, me concentré en mi trabajo de funcionario.

Empecé a estudiar los gruesos volúmenes de ordenanzas del ejército, buscando todos los subterfugios legales que pudiesen servir a las víctimas del reclutamiento para escapar de éste. Una de las primeras cosas que aprendí fue que las regulaciones médicas podían interpretarse de modo bastante arbitrario. Un chico que no podía pasar el examen físico un mes y al que se rechazaba como recluta, podía muy fácilmente ser aceptado seis meses más tarde. Todo dependía de las cuotas de alistamiento que se marcasen en Washington. Podía depender incluso de cuestiones presupuestarias. Había cláusulas que especificaban que nadie que hubiera sido tratado con electroshock por trastornos mentales podía pasar el examen físico y ser reclutado. Tampoco los homosexuales. Tampoco quien tuviese algún tipo de trabajo técnico en la industria privada que le hiciese demasiado valioso para ser utilizado como un simple soldado.

Luego estudié a mis clientes. Su edad variaba de los dieciocho a los veinticinco, y los mejores solían ser los de veintidós y veintitrés, que acababan de salir de la universidad y les aterraba perder dos años en el ejército de Estados Unidos. Deseaban desesperadamente alistarse en la reserva y cumplir sólo seis meses de servicio activo.

Todos estos muchachos tenían dinero o procedían de familias con dinero. Tenían todos la formación necesaria para ejercer una profesión. Algún día pertenecerían a la clase media alta, los ricos, al grupo que dirigiría las actividades del país. En época de guerra habrían procurado por todos los medios ingresar en la Escuela de Cadetes para hacerse oficiales. Ahora deseaban ser panaderos y especialistas en reparación de uniformes o mecánicos. Uno de ellos, de veinticinco años, ocupaba un puesto en la bolsa de Nueva York; otro, era especialista en valores. Por entonces, Wall Street rebosaba nuevos valores que subían diez puntos en cuanto los emitían, y aquellos muchachos estaban haciéndose ricos. Llovía el dinero. Me pagaron y yo pagué a mi hermano Artie el dinero que le debía. Artie se sorprendió un poco y sintió cierta curiosidad. Le dije que había tenido suerte en el juego. Me daba vergüenza contarle la verdad, y fue una de las pocas veces que le mentí.

Frank se convirtió en mi asesor.

– Cuidado con esos chicos -decía-. Son de temer. Mantenles a raya y te respetarán más.

Me encogí de hombros. No entendía sus delicadas instrucciones morales.

– Son todos una pandilla de niños llorones -decía Frank-. ¿Por qué demonios no pueden ir y hacer dos años de servicio al país en vez de este cuento de los seis meses? Tú y yo luchamos en la guerra, combatimos por nuestro país y no tenemos un dólar. Somos pobres. En cambio a esos tipos el país les ha tratado magníficamente. Sus familias son todas ricas. Tienen buenos trabajos, grandes futuros. Y los muy cabrones ni siquiera hacen el servicio. Me sorprendía su furia, normalmente era un tipo muy tranquilo, no hablaba mal de nadie. Y me di cuenta de que su patriotismo era auténtico. Como sargento de la reserva, era terriblemente honrado, sólo como funcionario civil era un sinvergüenza.

En los meses siguientes, no tuve problema para crearme una clientela. Hice dos listas: una era la lista de espera oficial; la otra era mi lista particular. Procuraba no ser codicioso. Utilizaba diez plazas para los clientes de pago y otras diez para la lista oficial. Y me ganaba tranquilamente mi billete de mil al mes. De hecho, mis clientes empezaron a pujar y pronto el precio pasó a ser de trescientos dólares. Me sentía culpable cuando llegaba un pobre chico que yo sabía que jamás se abriría paso en la lista oficial antes de que le reclutaran. Tanto me fastidiaba esto, que al final deseché por completo la lista oficial. Incluía diez de pago y diez afortunados que no pagaban nada. En suma, ejercitaba el poder, algo que siempre había pensado que nunca haría. Y no era malo aquello, no.

Yo no lo sabía, pero estaba creando un cuerpo de amigos en mis unidades que más tarde me ayudarían a salvar el pellejo. Establecí además otra regla. Todo el que fuese artista, escritor, actor, o director teatral, pasaba gratis. Era una especie de compensación porque yo ya no escribía, no sentía deseos de escribir y también por ello me sentía culpable. En realidad, estaba amontonando culpa al mismo ritmo que amontonaba dinero. E intentaba expiar mi culpa al modo norteamericano típico: haciendo buenas obras.

Frank me reñía por mi falta de instinto comercial. Era demasiado buen chico, tenía que ser más duro porque si no todos se aprovecharían de mí. Pero se equivocaba. No era tan buen chico como él y los demás creían.

Porque yo miraba al futuro. Bastaba utilizar un mínimo de inteligencia para saber que aquel asunto acabaría descubriéndose algún día. Había demasiada gente implicada. Cientos de civiles con trabajos como el mío estaban recibiendo sobornos. Miles de reservistas quedaban alistados en el programa de seis meses tras pagar una cuota sustancial. Esto era algo que aún me divertía, todo el mundo pagando para entrar en el ejército.

Un día, vino un hombre de unos cincuenta años con su hijo. Era un próspero hombre de negocios y su hijo un abogado que empezaba entonces a ejercer como tal. El padre tenía un montón de cartas de políticos. Habló con el comandante y luego vino otra vez la noche de la reunión de la unidad y se entrevistó con el coronel de la reserva. Todos fueron muy correctos con él, pero me lo enviaron a mí con la mierda habitual de la cuota. Así que el padre vino con su hijo a mi despacho a poner el nombre del chico al final de la lista de espera oficial. Se llamaba Hiller y su hijo Jeremy.