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Y así, lo único que deseaba era escribir un libro que hiciese a la gente sentir lo que yo sentí aquel día. Para mí era el ejercicio máximo de poder. Y el más puro. Y así, cuando se publicó mi primera novela, en la que trabajé cinco años, que me había costado gran trabajo publicar sin ceder a las presiones, sin compromisos artísticos, la primera crítica que leí la calificaba de sucia, degenerada, decía que era un libro que jamás debería haberse escrito y una vez escrito jamás debería haberse publicado.

El libro dio muy poco dinero. Tuvo algunas críticas muy elogiosas. Se aceptaba que yo había creado una verdadera obra de arte, y realmente había colmado en cierta medida mi ambición. Algunas personas me escribieron cartas diciéndome que escribía como Dostoievsky. Encontré que el consuelo de esas cartas no compensaba la sensación de rechazo que me producía el fracaso comercial.

Tenía otra idea para una novela verdaderamente grande, mi Crimen y castigo. Mi editor no estaba dispuesto a darme un adelanto. Ningún editor lo haría. Dejé de escribir. Las deudas se amontonaban. Mi familia vivía en la pobreza. Mis hijos no tenían nada de lo que tenían los otros niños. Mi mujer, que era responsabilidad mía, estaba privada de todas las alegrías materiales de la sociedad, etc. etc. Yo me había ido a Las Vegas. Y así no podía escribir. Y entonces lo entendía claramente. Para convertirme en el artista y en el hombre honrado que anhelaba ser, tenía que coger propinas y aceptar sobornos durante un breve período. Uno puede convencerse a sí mismo de cualquier cosa.

Aun así, Frank Alcore tardó seis meses en convencerme, y entonces tuvo que tener suerte. Me intrigaba Frank porque era el perfecto jugador. Cuando le compraba un regalo a su mujer, siempre era algo que pudiese llevar a empeñar si andaba escaso de pasta. Y lo que me encantaba era cómo utilizaba su cuenta corriente.

Los sábados, Frank salía a hacer la compra de la familia. Todos los comerciantes del barrio le conocían y aceptaban sus cheques. En la carnicería compraba la mejor carne de ternera y de buey y se gastaba sus buenos cuarenta dólares. Le daba al carnicero un talón de cien y se embolsaba los sesenta del cambio. La misma historia en la tienda de ultramarinos y en la verdulería. Hasta en la bodega. El sábado por la tarde tenía unos doscientos pavos del cambio de sus compras, y lo usaba para hacer sus apuestas en los partidos de béisbol. No tenía ni un céntimo en la cuenta corriente. Si perdía aquel dinero el sábado, conseguía crédito de su corredor de apuestas para apostar en los partidos del domingo, doblando la apuesta. Si ganaba, corría al banco el lunes por la mañana para cubrir los cheques. Si perdía, dejaba que los devolvieran. Luego, durante la semana, conseguía dinero por reclutar a jóvenes que querían eludir el ejército en el programa de seis meses para cubrir los cheques cuando llegasen por segunda vez.

Frank solía llevarme a los partidos nocturnos de béisbol y lo pagaba todo, hasta los bocadillos. Era un tipo generoso por naturaleza, y cuando yo intentaba pagar, me apartaba la mano y decía algo así como: «Los hombres honrados no pueden permitirse esas cosas». Yo siempre lo pasaba bien con él, hasta en el trabajo. Durante la hora de comer jugábamos al gin y yo normalmente le ganaba algunos dólares, no porque jugase mejor a las cartas sino porque su pensamiento estaba en otra parte.

Todo el mundo tiene una excusa para dejar de ser honrado. La verdad es que dejas de serlo cuando estás preparado para dejar de serlo.

Una mañana, llegué a trabajar y el vestíbulo exterior de mi oficina estaba lleno de jóvenes que querían alistarse en el programa de seis meses del ejército. En realidad, estaba lleno todo el edificio. Todas las unidades alistaban afanosamente en las ocho plantas. Y era uno de esos viejos edificios construidos para albergar batallones enteros que podían entrar desfilando en él. Sólo que ahora, la mitad de cada planta estaba dividida en almacenes, aulas y nuestras oficinas administrativas.

Mi primer cliente era un viejecito que había traído a un joven de unos veintiuno a alistarse. Figuraba casi último en mi lista.

– Lo siento, no se le llamará por lo menos hasta dentro de seis meses -dije.

El viejo tenía unos asombrosos ojos azules que irradiaban energía y confianza.

– Sería mejor que comprobase usted con su superior -dijo.

En aquel momento, vi a mi jefe, el comandante del ejército regular, que me hacía señas frenéticamente a través del cristal de partición. Me levanté y entré en su despacho. El comandante había luchado en la guerra de Corea y en la Segunda Guerra Mundial y tenía condecoraciones por todo el pecho, pero estaba nervioso y sudaba.

– Escuche -dije-, ese viejo me ha explicado que debo hablar con usted. Quiere que ponga a su chico el primero de la lista. Ya le dije que no podía hacerlo.

– Haz lo que te pida -dijo furioso el comandante-. Ese viejo es congresista.

– ¿Y la lista? -dije yo.

– A la mierda la lista -dijo el comandante.

Volví a mi mesa, donde estaban sentados el congresista y su joven protegido. Empecé a rellenar los impresos de alistamiento. Reconocí entonces el apellido del chico. Tendría unos cien millones de billetes algún día. Su familia era una de las historias de triunfo y éxito de la mitología norteamericana. Y allí estaba, en mi oficina alistándose en el programa de seis meses para evitar tener que hacer dos años completos de servicio activo.

El congresista se comportaba perfectamente. No se me impuso, no machacó el hecho de que su poder me obligase a alterar las reglas. Habló tranquila y amistosamente, aplicando justo la nota correcta. Era admirable, sin duda, cómo manejaba el asunto. Intentaba hacerme creer que yo estaba haciéndole un favor y mencionó que llamase a su oficina si alguna vez necesitaba algo de él. El chico mantuvo la boca cerrada, salvo para contestar a las preguntas que le hice cuando rellené a máquina el impreso de alistamiento.

Pero yo estaba furioso. No sabía por qué. No tenía ninguna objeción moral al uso del poder y a su injusticia. Era sólo que me habían pisoteado y yo no podía hacer nada. O quizás fuese porque el chico era tan jodidamente rico. ¿Por qué no podía él cumplir sus dos años en el ejército por un país que tanto había hecho por su familia?

En consecuencia, hice una pequeña trampa en la que ellos, no podían caer. Le di al muchacho una recomendación crítica de EOM. EOM significa especialidad ocupacional militar, la tarea concreta del ejército en que se le instruiría. Le recomendé para una de las pocas especialidades electrónicas de nuestras unidades.

Con esto, me aseguraba de que el chico sería uno de los primeros soldados que pasarían al servicio activo en caso de emergencia nacional. Era un tiro largo, pero qué demonios.

El comandante vino y tomó el juramento al chico, haciéndole repetir el texto que incluía el hecho de que no pertenecía al partido comunista ni a ninguna de sus organizaciones subsidiarias. Luego, todos nos dimos la mano. El chico se controló hasta que él y su congresista salieron de mi oficina. Entonces, el chico dirigió una sonrisita al congresista.

Aquella sonrisa era la sonrisa del niño cuando se impone a sus padres o a otros adultos. Es desagradable ver esa expresión en las caras de los niños. Y lo era aún más en aquel caso. Comprendí que en realidad la sonrisa no le hacía un mal muchacho, pero al menos me absolvía de cualquier culpa que pudiese caberme por prepararle la trampa de la EOM.

Frank Alcore había estado observándolo todo desde su mesa. No perdió el tiempo:

– ¿Hasta cuándo vas a seguir siendo un imbécil? -me dijo-. Ese congresista se sacó del bolsillo cien billetes. Y Dios sabe lo que recibiría él. Miles. Si ese chico hubiese venido a nosotros, le habría sacado por lo menos quinientos.

Estaba claramente indignado, lo cual me hizo reír.