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Penetramos en un corredor amplio, de techo bajo, donde escuchábamos el ruido de los pasos, no ya bajo nuestros pies, sino sobre nuestras cabezas. Aquí las palabras de los dos hombres comenzaron a deformarse, a hincharse y estirarse fuera de toda medida. No se entendía nada. Así continuamos un buen rato, mientras atravesábamos el pasadizo.

Desembocamos en una gran cavidad rematada por una bóveda. Nos vieron. Volvieron sus cabezas y nos miraron largo rato con sus ojos de color ceniza. Nosotros continuábamos temblando. Después, uno señaló con la mano los hierros oxidados que colgaban de los muros y ambos apartaron los ojos de nosotros.

– Aquí estuvo encarcelado Gur Cherchiz. Ahí están las cadenas. Las terceras por la derecha. Estuvo encadenado ahí mucho tiempo después de muerto. Cuando retiraron el cuerpo, la mitad se lo habían comido las ratas.

– ¿Y Karafil? ¿Los encarcelaron juntos, no?

– Las cadenas de Karafil son las quintas. Vivió hasta la llegada del decreto magnánimo que lo perdonaba. Cuando lo subieron al patio de la fortaleza, caminaba como aturdido y todos creyeron que era a causa de la alegría. Cuando comenzó a avanzar en dirección al muro, uno dijo: «Me parece que no ve», pero los demás desoyeron sus palabras. Karafil se acercó al muro y, cuando llegó al borde del precipicio, justo cuando todos esperaban que se detuviera y admirando la vista que se aprecia desde lo alto pronunciara una breve declaración o simplemente alguna loa al sultán que lo había perdonado, dio un paso más hacia delante y cayó. Sólo entonces se convencieron todos de que estaba ciego.

Subíamos ahora unos escalones. La piedra estaba pulida.

– Por esta escalera rodó la cabeza de Hurxid bajá. Durante la caída se reventó el ojo derecho, así que se abrió un proceso judicial contra el oficial encargado de llevarla a la capital. Lo acusaron de no haber velado por la cabeza durante el trayecto y de no respetar las reglas en la dosificación de la sal.

– Las reglas sobre la administración de la sal a las cabezas cortadas las formuló, si no me equivoco, el jefe médico Bugrahan, tras los malentendidos que se produjeron en relación con la cabeza de Timurtax, ¿no es así?

– Los malentendidos surgieron con la cabeza de Gelldrem. Había cambiado tanto después de cortada que había dudas de que fuera en verdad la suya. Fue entonces cuando se decretaron las reglas.

Hablaron largamente sobre las cabezas. Nosotros, definitivamente presos, caminábamos tras ellos. Sus cuellos estaban bien cubiertos por las bufandas. Llegó un momento en que me pareció que aquellas bufandas negras no hacían sino sostener sus cabezas (cortadas hacía tiempo) para que no cayeran al suelo.

Sentí ganas de vomitar. Ahora estaban subiendo. El aire se volvió más fresco. Salimos.

– ¡Cacahuetes! ¡Cacahuetes!

Estábamos salvados. Corrimos alocadamente entre la multitud que abarrotaba las enormes galerías, buscando a los nuestros.

– ¿Dónde estabais? ¿Por qué estáis tan pálidos? -nos preguntaron casi a un tiempo mi madre y la de Ilir.

– ¿Por qué tembláis? -dijo doña Pino.

– Tenemos frío.

– Tenemos mucho frío.

Mamá nos cubrió con una manta. La madre de Ilir nos dio a cada uno un pedazo de pan untado con mermelada. Allí, entre la gente, se estaba caliente. Habían venido a visitarnos algunas mujeres. Papá y Bido Sherif hablaban de algo. La nuera de Nazo tenía la barbilla apoyada en el puño y miraba tristemente. Doña Pino hacía algo con la cartera amarilla de sus instrumentos. «Bodas habrá siempre, en todo tiempo y en todo lugar, hasta el día del juicio», había dicho el primer día de nuestra permanencia en la fortaleza, cuando alguien le preguntó por qué llevaba la cartera consigo. La nuera de Nazo suspiró. La vida era hermosa entre la gente.

Ilir y yo no nos movimos de allí durante toda aquella tarde y el día siguiente. Escuchábamos las conversaciones de las mujeres que venían de visita. Temíamos encontrarnos a los dos desconocidos de los cuellos envueltos en bufandas negras. Habíamos decidido que, aunque los viéramos por casualidad entre el gentío, nos taparíamos los oídos inmediatamente para no escucharlos.

Por la noche hubo un fuerte bombardeo. Pensaba constantemente en la abuela. Sus pasos se sentirían allá en la gran casa. Subir y bajar de escaleras. Murmullos de la madera y de la vejez y aquel «reventad» que ella decía a los Estados, a los gobiernos y a sus aviones.

Estaba con Ilir en un rincón, tapados ambos con una manta. El ruido quedo nos estaba adormeciendo cuando, de pronto, atravesándolo, como un breve movimiento enérgico -una serpiente que se arrastra junto a tus pies y tú aún no la ves- se oyó la palabra «arresto». Era una tensión de cuellos, concentración de ojos, algo que se alinea, que camina con botas hacia ti, trac-truc, trac-truc. Arresto. Trac-truc, a-rres-to. Uno de los carabineros sacó las esposas del bolsillo. El hombre alto, sobre cuyo cuerpo hervían ahora por todas partes, como hormigas, miles de letras que componían velozmente las palabras «arrestado, arrestado, arrestado, arrestado», en su cara, en su cabello y sus manos, miraba cómo le ponían las esposas.

– Mira, se las cierran con llave -me dijo Ilir en voz alta.

– Ya lo veo.

Una mujer, la del detenido, al parecer, lanzó un leve grito.

– No te preocupes -dijo él.

Uno de los carabineros le puso la mano en el hombro y el pequeño grupo se alejó.

– Asquerosos fascistas -dijo alguien.

– Calla, no vaya a haber chivatos.

– Que los haya. Fascistas asquerosos.

– Están llenando las cárceles.

La gente, arremolinada durante la detención, se dispersaba en silencio. A mediodía hubo nuevamente un fuerte bombardeo.

Al día siguiente, entre la gente que pasaba continuamente junto a nosotros, mis ojos distinguieron una cara que me resultó conocida y que me miraba con insistencia. ¿Dónde habría visto yo aquellos cabellos claros y aquellos ojos turbios? Por fin me acordé. Era aquel muchacho que había besado a la hija de Aqif Kaxahu en nuestra bodega, durante un bombardeo.

Después de merodear alrededor durante buen rato, me hizo una seña. Me encogí de hombros. Me indicó con la mano que lo siguiera. No debía de querer acercarse. Me levanté y fui tras él. Salimos a la gran explanada. Hacía frío.

– ¿Cómo te llamas? -habló por fin el muchacho que había besado a la hija de Aqif Kaxahu.

Se lo dije. Nos habíamos detenido junto a una almena donde el viento cortaba. Al fondo del precipicio estaba la ciudad.

– ¿Me conoces?

– Sí.

– Muy bien, entonces. Aquello sucedió precisamente en la bodega de tu casa. Tú sabes lo que pasó -me agarró con fuerza de los hombros-. Habla, ¿lo sabes o no?

– Lo sé.

– El muchacho que había besado a la hija de Aqif Kaxahu aspiró profundamente.

– ¿La has visto?

– No.

Apretó las mandíbulas.

– En esta ciudad se prohibe el amor -dijo en voz baja-. Ya crecerás y te enterarás algún día.

(… rgarita).

Golpeaba sin parar la almena con la punta del zapato.

– Escucha -dijo-. Temo que la hayan hecho desaparecer. ¿Tú qué dices?

Me encogí de hombros.

– En esta ciudad hay dos modos de hacer desaparecer a las jóvenes embarazadas: ahogarlas con juku o ahogarlas en un pozo. ¿Qué dices tú?

Volví a encogerme de hombros. Hacía mucho frío.

– ¿Así que no la has visto en el barrio por ninguna parte?

– Por ninguna parte.

– ¿Nadie la ha visto?

– Nadie.

– ¿Hay muchos pozos en tu barrio?

– Unos cuantos.

Se mordisqueó los labios.

– Si al menos encontrara su cuerpo… -dijo con voz sorda.

Hacía viento. Me estaba helando…

– La buscaré sea donde sea…

Tenía los dedos extraordinariamente largos. Miró durante un rato la lejanía gris. Los incontables tejados de la ciudad apenas se distinguían entre la niebla.

– Si es preciso, bajaré al mismo infierno para encontrarla -dijo en tono quedo.