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XIII

Como cada año, la tierra que rodeaba la casa de babazoti había vuelto a moverse. A primera vista, parecía que el paisaje no hubiera variado, pero si se observaba con cuidado se comprobaba que algunos senderos ya no existían, que otros estaban agonizando, mientras que entre el polvo y la hierba habían nacido otros senderos nuevos, aún estrechos y débiles, pero notablemente obstinados.

Como siempre, babazoti descansaba en su hamaca y leía. La abuela tendía las sábanas en una cuerda. Las blancas telas se agitaban con el viento fresco, que soplaba de la dirección en que se encontraba la casa de Susana. En derredor habían aumentado los matorrales. Aprovechando los bombardeos de la primavera, habían realizado un ataque desesperado contra la casa.

La hilera de sábanas blancas, que oponían mil pequeñas resistencias al viento, resultaba tranquilizadora. El ataque del aire contra las sábanas era débil. Recordaba el juego de un gato que aparenta querer arañarte, pero mantiene las uñas retraídas.

El aire fresco soplaba siempre en la misma dirección. Quizá trajera a Susana.

La abuela mayor terminó de tender las sábanas.

– ¿Y cómo están mamá y papá? ¿Cómo le va a Selfixe? -preguntaba mientras prendía las últimas pinzas en la cuerda.

– Están bien.

Distinguí algo más entre el frufrú de las sábanas.

– Estás atolondrado -dijo la abuela-. Pero tienes razón, hijo, con todas esas bombas y esos aviones…

Una pequeña sirena dio la alarma. Era ella la que revoloteaba. Sus alas blancas brillaron sobre el cielo. Apareció un instante entre las sábanas, como si fueran nubes, y volvió a esfumarse.

Salí al patio y estaba allí, con la cabeza ladeada. Llevaba una falda gris clara, del color del aluminio.

– Susana.

Ella volvió la cabeza.

– ¿Has venido?

– Sí.

Había crecido.

– ¿Cuándo?

– Hoy.

Sus piernas eran más delgadas y más largas.

– ¿Dónde estuviste durante los bombardeos? -le pregunté.

– Allá, en aquella cueva de allá…

– Nosotros estuvimos en la fortaleza. Te estuve buscando un día.

– ¿De verdad? Creí que no te acordabas de mí…

– Sí que me acuerdo.

Movió la cabeza a un lado y se ajustó con la mano un prendedor de su cabello.

– Me importa mucho que te acuerdes de mí -dijo de pronto y se fue.

Entre los árboles, por el sendero que ascendía hacia su casa, apareció una vez más la falda de color de aluminio. Después dio la vuelta y volvió a acercarse.

– ¿Me lo vas a contar? -preguntó con severidad…

– Te lo contaré.

Sus ojos brillaron de felicidad.

– ¿Tienes mucho que contar?

– Mucho.

– Empieza. Empieza ya.

Nos sentamos en la hierba, al borde del camino, y yo me puse a contarle cosas. No era fácil. Tenía tanto que contar que mi cabeza estaba sumida en un auténtico desbarajuste. Ella me escuchaba concentrada, con los ojos extraordinariamente abiertos, frunciendo la frente, como si sintiera dolor cuando yo confundía los acontecimientos, su sucesión o su importancia. Varias veces, enardecido yo mismo con el relato, le deformaba osadamente los hechos. Así, por ejemplo, cuando le hablé del brazo cortado del inglés le conté que Aqif Kaxahu lo mordía iracundo una y otra vez y tras cada mordisco el pueblo lo aclamaba. Ella lo escuchaba todo con la mayor atención y sólo cuando empecé a contarle cómo un hombre al que llamaban Macbeth había invitado a cenar a otro del que no recordaba el nombre y cómo este Macbeth, después de cortarle la cabeza a su invitado, recordó que no conocía las reglas de la administración de la sal a una cabeza cortada ella me puso la mano en la boca y con voz implorante me dijo:

– Cuéntame algo menos violento, por favor.

Entonces le hablé de la señora Majnur, que aullaba por las calles el día que se quemó el ayuntamiento y de Vasiliki y de la abuela, que dijo «cómo no me habré muerto el invierno pasado», cuando se enteró de la llegada de Vasiliki. Le estaba contando algo sobre la última visita de la tía Xemo y sobre la derrota de Grecia, cuando oí la voz de la mayor de mis tías, que me llamaba para comer.

Estaban ya a la mesa. Los restos de una disputa se apreciaban en el ambiente. La menor de mis tías tenía la cabeza gacha.

– Que no te vea más con ese tarambana, ¿te enteras? -dijo la abuela, sirviendo la comida en los platos.

– Es amigo mío, me deja libros -respondió ella con terquedad.

– Libros. ¡Vergüenza te debería dar! Libros de enamoramientos que te confunden la mente.

– No son de enamoramientos, sino de política…

– Tanto peor. Un día nos traerás a casa los carabineros.

– ¡Basta ya! -dijo el abuelo.

El silencio no duró mucho.

– Ya eres toda una mujer -la emprendió de nuevo la abuela-. Tus amigas no levantan la cabeza del bordado. Mañana irás a ver a tu prometido.

La tía sacó la lengua, como siempre que le hablaban del asunto.

Al día siguiente, Susana estaba pensativa.

– ¿Cómo era el anillo del dedo del inglés? -me preguntó.

– Muy bonito, brillaba con el sol.

– ¿Qué crees tú? ¿Quién le habría dado el anillo?

Me encogí de hombros.

– A lo mejor se lo había regalado su novia -dijo.

– Quizá.

Me cogió del brazo.

– Escucha -me dijo, acercando su boca a mi oído-. De todo lo que me has contado, lo que me ha hecho más impresión es lo de la hija de Aqif Kaxahu. ¿Me lo cuentas otra vez?

Yo dije que sí con la cabeza.

– Pero, por favor, recuerda bien cómo sucedió y no confundas las cosas.

Estuve un rato pensando.

– No te apresures -insistió-, recuérdalo bien.

Fruncí el ceño para darle a entender que estaba repasando todos los detalles, cuando en realidad me venían a la memoria, sin pretenderlo, otras cosas embarulladas y sin ninguna relación.

– Ahora, cuéntamelo -dijo.

Ella escuchaba atentamente. Sus ojos, su pelo, sus brazos ligeros, todo su ser estaba expectante y escuchaba.

Cuando acabé, respiró profundamente.

– ¡Qué cosas tan extrañas suceden en el mundo! -dijo.

– Un amigo mío tiene un mundo pequeño de cartón. Puedes moverlo con el dedo.

Pero ella ya no me escuchaba. Su pensamiento estaba en otra parte.

– ¿Vamos a la cueva?

Yo no tenía ningún deseo de ir a la cueva; estaba harto de bodegas y de lugares húmedos, pero no quise contrariarla.

En la cueva hacía fresco. Nos sentamos en unas piedras y permanecimos en silencio.

– ¿Sabes? -dijo repentinamente-. Hagamos como que vienen los aeroplanos y tiran bombas. Tú haces como aquel chico y yo como la hija de Aqif Kaxahu.

No sabía qué decir.

– Ya vienen -siguió diciendo y bajando la voz-. ¿Los oyes? Son muchos. Suena la sirena. Ahora están bajando. Las bombas caen cerca de nosotros. ¿Cuándo se apaga la lámpara?

– Ahora.

Extendió los brazos y me los echó alrededor del cuello. Su mejilla suave rozó la mía.

– ¿Así? -me preguntó.

– Sí.

Sus brazos eran tran fríos como el aluminio. Su cuello despedía un agradable olor a jabón.

– Alguien enciende la lámpara -dijo poco después-. Ahora él nos verá.

Yo mantenía el cuello estirado. Susana apartó los brazos con arrebato.

– Me llevan arrastrando de los pelos, ¿lo ves? ¿Qué harás tú ahora?

– Bajaré a los infiernos -dije en tono solemne.

Ella rompió a reír.

Ese día y el siguiente repetimos muchas veces aquello. Me gustaba permanecer inmóvil mientras sus brazos envolvían mi cuello. Del suyo emanaba aquel agradable olor a jabón. Un día (allí no había jueves ni martes como en nuestro barrio; sólo existían mañanas, mediodías y tardes) estábamos abrazados a nuestro modo, contando las bombas que caían con creciente furor, cuando en la entrada de la cueva se detuvo una sombra. Yo la vi primero, pero no pude impedir lo que sucedió entonces.

– ¡Susana! -gritó su madre.