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Los dos hombres estaban sombríos. La señora Majnur había salido a la ventana con una rama de orégano en la mano. Las casas de las otras señoras, que se alineaban a continuación, tenían las ventanas cerradas. La casa de los Karllashe, con su gran puerta de hierro (el llamador en forma de mano humana me recordaba el brazo cortado del inglés), estaba silenciosa.

– ¿Vamos a la plaza a ver el agujero de la estatua? -dijo Ilir.

– Vamos.

– Mira, los griegos.

– Los soldados estaban de pie delante de las carteleras del cine. Eran cetrinos.

– ¿Son gitanos los griegos? -me preguntó en voz baja Ilir.

– No lo sé. No creo que sean gitanos, porque ninguno lleva violín ni clarinete.

– Mira, ahí está Vasiliki -Ilir señaló con la mano la casa amarilla de Paxá Kaur, en cuya puerta había varios gendarmes.

– No señales con la mano.

– No pasa nada -respondió él-. Su tiempo ya pasó.

La taberna «Addis Abeba» estaba cerrada. Las barberías también. Un poco más y pasaríamos por el centro de la plaza. Los carteles rasgados por el viento se veían desde lejos a los pies de la estatua. Sss-zzz. Me detuve.

– Escucha.

Ilir abrió la boca.

De lejos llegaba un fragor apagado. Alguien levantó la cabeza hacia el cielo. Un soldado griego se llevó la mano a la frente y miraba.

– Aviones -dijo Ilir.

Estábamos en medio de la plaza. El fragor se volvía más intenso. La plaza empezó a vaciarse. El soldado griego lanzó un grito y echó a correr a continuación.

El cielo temblaba como si fuera a desplomarse.

Sí, era él. Su sonido. Su estruendo.

– ¡Rápido! -gritó Ilir tirándome de la manga-. ¡Rápido!

Pero yo estaba paralizado.

– El aeroplano grande -dije con un hilo de voz.

– Resguardaos -aulló alguien en tono severo.

El estruendo aumentó. Bruscamente devoró todo el cielo junto con el estampido del viejo antiaéreo, cuyo proyectil se perdió en aquel caos.

– ¡Resguarda… a… a…!

Un girón de alarido llegó roto desde lejos y vi de pronto en el cielo, exactamente sobre nuestras cabezas, tres bombarderos surgiendo de entre los tejados a una velocidad alucinante. Uno de ellos era él, precisamente él. Enorme, con las alas de color ceniza extendidas, mortífero y cegado por la guerra, lanzaba las bombas por la cola. Una, dos, tres… La tierra y el cielo se aplastaron una contra el otro. Una furia ciega me estrelló contra el suelo. ¿Qué hace? ¿Qué es lo que está haciendo? Los oídos me dolían. ¡Basta! No veía nada. No era capaz de encontrar mis oídos ni mis ojos. Sin duda estaba muerto.¡Pero basta ya! ¿Qué es lo que pasa?

Cuando se restableció la calma, oí un llanto acongojado. Era mi propio llanto. Me levanté. Sorprendentemente, la plaza estaba aún horizontal, cuando momentos antes parecía que todo se hubiera derrumbado y distorsionado para siempre. Ilir estaba tirado de bruces a unos pasos. Lo zarandeé por los hombros. También él lloraba. Se levantó cabizbajo. Tenía arañazos en la frente y en las manos. Yo también estaba ensangrentado. Sin decir una palabra, llorando sonoramente, emprendimos una carrera rápida y triste hacia casa. En la calle del mercado nos dimos de bruces con Isa y Javer, que corrían hacia nosotros con los rostros desencajados. Al vernos lanzaron un grito y, cogiéndonos en brazos y corriendo de la misma forma alocada, nos llevaron a cada uno a su casa.

Los italianos volvieron a entrar en la ciudad. La carretera se llenó una mañana de mulas, caravanas de soldados y cañones. Arriaron en la torre de la prisión la bandera con la cruz de Grecia y pusieron otra vez la tricolor de Italia.

Era fácil concluir que no se trataba de una entrada provisional. Inmediatamente detrás del ejército llegaron, unos tras otros, la sirena de alarma, el proyector, la batería antiaérea, las monjas y las chicas de la casa de prostitución. Tan sólo el campo del aeropuerto no volvió a ocuparse. En lugar de los aviones militares, vino un solo y sorprendente aeroplano de color naranja con el tronco largo, las alas cortas y tremendamente feo, al que la gente bautizó como el «bulldog». Erraba solitario por las pistas del aeropuerto, como un huérfano.

XI

Grecia había sido derrotada. Nevaba. Los cristales de las ventanas se habían helado. Yo miraba como extraviado la carretera repleta de refugiados. En harapos. Copos de nieve y andrajos. Parecía que el mundo se hubiera llenado de ellos. Así que, en algún lugar, se había derrumbado el Estado griego y sus harapos y sus plumas eran arrastrados por el viento invernal. Vagaban ahora por todas partes, como espíritus.

Los refugiados subían sin descanso por las calles de la ciudad. Hambrientos, estremecidos, soldados, civiles, mujeres con bebés en los brazos, ancianos, oficiales sin galones, golpeaban enajenados a las puertas mendigando pan.

– ¡Psomi! ¡Psomi!

La ciudad, orgullosa, observaba a los vencidos. Las puertas eran altas. Las ventanas inalcanzables. Sus voces reptantes llegaban de abajo como un lamento de muerte.

– ¡Psomi!

Así es como se derrumbaba un país. En las conversaciones de la bodega había oído que, de los países que nosotros conocíamos por los sellos de correos, habían sido destruidos hasta el momento Francia y Polonia. Sin duda, también ellos habrían llenado el mundo de harapos y de psomi. (Ilir dijo que no era posible que los franceses y los polacos llamaran al pan psomi, pero yo insistí en que no podían hacerlo de otro modo, desde el momento en que eran países vencidos, igual que Grecia.)

La nieve lo había cubierto todo. Hacía frío. Las chimeneas humeaban sin descanso. Bajo los pesados tejados, la vida, estremecida con los últimos sucesos, discurría de nuevo tranquila. Las vistas del pleito de los Karllashe con los Angoni se reanudaron. Llukan Burgamadhi, con su manta y su hatillo de comida en la mano, después de atravesar el barrio gritando a derecha e izquierda: «Buena salud, queridas mujeres», emprendió una mañana el camino de la cárcel. Lame Kareco Spiri se tranquilizó también. A doña Pino la llamaron para una boda en Dunavat. Desapareció la gata de Nazo.

La vida normal parecía reanudarse. Las monjas resultaban aún más negras sobre la nieve. La luz del proyector tenía otro brillo. Tan sólo el campo del aeropuerto permanecía abandonado. No había nada en él ahora. Ni siquiera vacas. Sólo nieve. Me disponía a lanzar allí a los cruzados (confundidos con los refugiados) y tras ellos al hombre cojo. En esos días, justo cuando parecía que la vida había vuelto a recuperar sus viejas normas, se reanudaron los bombardeos.

La bodega, temporalmente abandonada, volvió a llenarse. En invierno se estaba caliente allí.

– Otra vez reunidos como los polluelos -decían las mujeres saludándose entre sí.

Acomodaban las mantas y los colchones con viveza, casi con alborozo. Estaban todas allí: doña Pino, la mujer de Bido Sherif, la madre de Ilir, la señora Majnur (siempre con la mano en la nariz), Nazo y su preciosa nuera. Sólo faltaba Xexo, que había vuelto a desaparecer. Como siempre, tampoco venía Checho Kaili. De la familia de Aqif Kaxahu sólo acudían los hijos (Bido Sherif los miraba con terror), mientras que el mismo Aqif, su madre sorda, la mujer y la hija no aparecían.

Ahora que había nieve, los motores de los aviones y los estampidos de la batería se oían más apagados. El viejo antiaéreo continuaba destacándose entre todo lo demás. Pero ya no se esperaba nada de él. Era como ese viejo ciego que, cuando se burlan de él, tira siempre las piedras en dirección equivocada.

Los aviones venían fielmente todos los días. Lo hacían casi a una hora precisa y daba la impresión de que la gente se hubiera acostumbrado a las bombas como a una mala rutina, «Nos vemos mañana en el café, después del bombardeo. Mañana me levanto antes de amanecer, espero que me dé tiempo a limpiar la casa antes de la hora de las bombas. Levantaos y vamos a la bodega, ya va siendo la hora.»