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Nadie sabía que los días de la bodega estaban contados. Su tiempo había pasado.

Su juez bajaba las escaleras con un capote negro sobre los hombros.

– ¿Quién es ése?

– ¿Qué quiere ese hombre?

– Abran paso. Es un ingeniero extranjero que va a inspeccionar la bodega.

– ¿Ingeniero?

El intérprete se abrió camino entre los colchones y las mantas, donde yacían tendidos los enfermos y las mujeres embarazadas. El extranjero del capote negro avanzó tras él. Pidió una silla.

– ¿De dónde ha salido ése, queridas?

– No lo miréis así.

– ¿Para qué lleva ese cuchillo en la mano? Es la hecatombe.

El hombre del capote negro se subió a la silla que le proporcionaron. Sacó de la cartera otro cuchillo, más fino que el que llevaba en la mano, y un precioso martillito. Le entregó la cartera al intérprete y levantó la mano derecha, esgrimiendo el martillo para golpear después con él en distintos puntos durante un rato. A continuación entregó el martillo al intérprete, cogió con la mano derecha uno de los cuchillos y alzando de pronto el brazo con gesto rápido, casi sigiloso, clavó el cuchillo en el estuco de la pared. Todos contuvieron el aliento. El hombre del capote sacó el cuchillo con delicadeza. Dos o tres fragmentos de estuco cayeron al suelo produciendo un ruido suave. La punta del cuchillo estaba un poco blanquecina. Bajó de la silla, la corrió un poco más allá y se dedicó de nuevo a la misma tarea. Los dos cuchillos quedaron ahora blanquecinos. El ingeniero bajó de la silla y dijo algo al intérprete.

– Esta bodega es inservible como refugio -dijo el segundo en voz alta, completamente indiferente-. ¿Quién es el dueño de la casa?

Acudió papá.

– Su bodega no sirve de refugio -le repitió con idéntica indiferencia, mirando por encima de la cabeza de papá en dirección al muro, como si sus palabras estuvieran escritas en él.

Papá se encogió de hombros.

El extranjero dijo algo más.

– El señor ingeniero dice que la bodega debe ser desalojada de inmediato, pues resulta peligrosa.

Nadie dijo nada. Los cuchillos del ingeniero, al clavarse en las paredes de la bodega, se habían hundido al mismo tiempo en la carne de todos. Y esto era fácil de adivinar por la pesadumbre con que se tensaron y después se encogieron las arrugas de sus caras.

El hombre del capote negro avanzó a grandes zancadas hacia la salida. Mientras subía las escaleras, el capote se hinchó a su espalda y durante un instante tapó toda la débil luz que penetraba desde fuera. Después la dejó pasar.

– ¡Oh, oh! -exclamó un viejo reumático-. ¿Y dónde vamos a ir a asfixiarnos ahora?

Algunas mujeres comenzaron a llorar.

– ¿Dónde nos vamos a meter ahora?

– ¡Basta! -dijo Bido Sherif-. Encontraremos un lugar, un lugar donde resguardarnos. Basta de llantos.

– Encontraremos algún lugar. Es imposible que no encontremos otro lugar…

– Dicen que se va a abrir la fortaleza a la gente.

– ¿La fortaleza?

– ¿Y por qué no? Es posible. Vamos, mujer, recojamos las mantas -dijo Bido Sherif dirigiéndose a su mujer.

Uno por uno, fueron saliendo todos. La bodega se desalojaba. La puerta rechinó quejosamente y nos quedamos solos.

Se hizo un silencio absoluto. Se oía cómo los gusanos roían la madera. Era un silencio capaz de hacer oír los gusanos. Durante largo rato me quedé escuchando un ruido monótono cuyo origen no era capaz de establecer con exactitud. Un silencio capaz de hacer oír los gusanos. Me gustó la expresión y la repetí varias veces.

Bajé. En el corredor no había nadie. La lámpara y el candil estaban allí. La negra mecha del segundo había inclinado tristemente la cabeza. Lo encendí y, sosteniéndolo con cuidado en la mano, bajé las escaleras de la bodega. Mientras lo hacía sentí que el fondo emanaba olor humano. La luz nerviosa del candil se proyectaba sobre los muros blancos. En lo alto se distinguían dos o tres pequeñas heridas, dejadas por el asesino del capote negro.

En aquellos días sólo se hablaba del ingeniero negro. Aparecía por todas partes y declaraba las bodegas inadecuadas como refugio. Lo mismo que en nuestra casa, para empezar pedía una silla, después, con un movimiento veloz, casi sigiloso del brazo, asestaba a la vieja bodega un golpe de muerte. Ciento setenta y tres bodegas, grandes y pequeñas, quedaron desiertas en cuatro días. Al quinto, antes de partir hacia Tirana, de donde procedía, el ingeniero se emborrachó de raki y al subir al coche dijo que lamentaba dejar atrás una ciudad destinada a desaparecer; pero ¿qué iba a hacer él?; había hecho todo lo que estaba en su mano; aquellos días habían sido también para él un verdadero drama; pero, a fin de cuentas, nadie puede oponerse a su destino y, así, un buen día llega la hora de desaparecer no sólo a las ciudades, sino también a los reinos e incluso a los imperios.

Como para corroborar las palabras del ingeniero, los bombardeos de los ingleses se intensificaron. En cuatro días murieron cuarenta y nueve personas. En el ayuntamiento continuaba la reunión para decidir si se abría o no la fortaleza al pueblo. Al tercer día, los vecinos del barrio de Dunavat, sin esperar la decisión de la corporación, reventaron el portón occidental y se metieron dentro. El mismo día fue abierta también por la fuerza la puerta oriental, a manos de los vecinos del mercado viejo.

Durante todo aquel día y hasta muy tarde estuvo afluyendo gente al interior de la fortaleza.

En nuestra calle las puertas resonaron durante toda la noche.

– ¿Vais a ir vosotros?

– Sí, ¿y vosotros?

– Hoy decidiremos.

– Temo que no quede espacio.

– No creo. La fortaleza es grande.

Llegó doña Pino.

– ¿Qué vamos a hacer? ¡Es la hecatombe!

– Ya lo veremos mañana -dijo papá.

Llegó Bido Sherif.

– Ya lo veremos mañana -repitió papá-. Vete a casa de Mane Voco -añadió dirigiéndose a mí-, pregunta qué van a hacer.

Encontré a Mane Voco en la calle, aproximándose.

Nazo y su nuera llamaron poco después.

– ¿Mañana?

– Sí, mañana, antes del amanecer.

Fue una de las noches felices de mi vida. La puerta sonaba continuamente. Nadie tenía intención de dormir. Atábamos los fardos y los bajábamos a la bodega para que no se quemaran en caso de incendio. Bido Sherif, Nazo, doña Pino y Mane Voco trajeron también los suyos. La bodega volvía a tener utilidad.

– Vete a dormir -me dijo dos o tres veces la abuela.

Era imposible. Al día siguiente estaríamos en la fortaleza. Nos separaríamos de las escaleras, las puertas, las ventanas y las palabras de costumbre, y penetraríamos en lo desconocido. Allí todo sería maravilloso, terrible y extraordinario. Allí estaba Macbeth.

La mañana llegó fría y sombría. Caía una lluvia fina. Llamaron a la puerta.

– ¿Estáis listos? -gritó Bido Sherif desde la calle.

– Listos -respondió papá.

– Bueno, ven que te dé un beso -dijo la abuela.

Me quedé pasmado.

– Pero, ¿es que tú no vienes?

Me acarició la cabeza.

– Yo me quedo aquí.

– ¡No! ¡No!

– Calla -dijo papá.

– Calla, querido, no me va a pasar nada.

– ¡No! ¡No!

Llamaron nuevamente a la puerta.

– Rápido -dijo papá-, nos están esperando.

– ¿Por qué dejáis a la abuela? -grité en tono de queja.

– Es ella la que no quiere venir -respondió papá-. Me he pasado toda la noche intentando convencerla, pero no quiere. Te lo pido por última vez -se volvió hacia ella-. Ven.

– Yo no dejo la casa sola -dijo la abuela con enorme tranquilidad-. Aquí he vivido y aquí quiero morir.

La puerta resonó otra vez.

– ¡Id con Dios! -dijo la abuela y nos besó a todos, uno por uno.

La puerta se cerró. Estábamos en la calle. La fina lluvia caía continuamente. Nos pusimos en marcha. De camino, se unieron otras personas a nuestro grupo. Los muros de la fortaleza apenas se distinguían entre la niebla. La cola de gente ante la puerta occidental era larga, de centenares de metros. Cargadas con fardos, mantas, cojines, maletas, libros, sartenes, sillas, alfombras, baldes, cántaros, cunas, sábanas, muelas, cacerolas, las personas avanzaban lentamente, se detenían largo rato, volvían a avanzar. La entrada estaba lejos aún. La lluvia fina lo empapaba todo. La gente tosía, se alzaba de puntillas para ver qué ocurría al principio de la cola; preguntaba «¿por qué se han parado?», y después, como no sabía qué hacer, volvía a toser.