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Capítulo 14: Tiananmen

«Se oye el ruido de las armas, del ejército qué avanza en mitad de la noche.»

Bai Juyi, siglo viii

Mi hermana Xiao Jie regresó a casa, tal como mis padres le habían pedido que hiciera. No la había visto desde que se marchó a la universidad a principios de febrero, tras el Año Nuevo chino. Aquel día llevaba un vestido de algodón de color rosa sin mangas y tenía un aspecto saludable y bronceado. Se había cortado la larga melena justo por debajo de los hombros.

– Estaba perfectamente bien -dijo-. ¿Por qué todo el mundo cree que corría peligro? -Se molestó en seguida cuando le pregunté qué tal le habían ido aquellos días en Qing Tao. Imaginé que mis padres ya le habían hecho las mismas preguntas, posiblemente más de una vez.

– Nuestros padres sólo quieren tenerte cerca si las cosas empeoran. Sencillamente, estaban preocupados -dije representando el papel de hermana mayor.

– Pero ¿por qué es más peligroso Qing Tao que Pekín? ¿Cuál es la ciudad que está bajo la ley marcial?

– Sabes muy bien que no se trata sólo de dónde estás, sino también de lo qué haces.

– ¿Podríais ir a comprar unos bollos al vapor para la cena, por favor? -pidió nuestra madre, llegando de la cocina.

Así pues, aquella cálida tarde de verano, salimos, como habíamos hecho toda la vida, hacia el comedor universitario para comprar bollos al vapor para la cena.

– No creo que marchando y manifestándome hiciese nada que tú no hicieras. Sé que estuviste en la plaza de Tiananmen.

– Mamá dijo que habías ido a detener unos camiones militares. ¿De qué iba eso?

– Fue pocos días después de empezar la huelga de hambre. Algunos de los cadetes de la Academia Naval China que habían marchado con nosotros dijeron que se hablaba de una ofensiva militar. De modo que fuimos a impedir que los camiones entraran o salieran de la base naval.

– ¿Cómo?

– Nos pusimos delante de los vehículos agarrados todos de los brazos.

El comedor estaba lleno de estudiantes hambrientos, del olor de la grasa utilizada para cocinar y del sonido de cientos de personas hablando en un espacio reducido. Intercambiamos nuestras experiencias de enfrentamientos con el ejército.

– No tendría que habérselo contado a mamá. Alucinó -siguió diciendo mi hermana-, y eso que no sabía que también fui a detener trenes. ¡Imagínate cómo hubiera reaccionado!

– ¿Que hiciste qué?

– Un día nos dijeron que las tropas se encontraban en un tren que iba hacia Pekín. De manera que fuimos corriendo a la estación y nos sentamos en la vía.

– ¿Y qué pasó?

– Vino el alcalde y nos aseguró personalmente que no había tropas en aquel tren. De modo que nos marchamos al cabo de tres horas.

La cola que teníamos delante disminuía con rapidez, como si dentro de la ventanilla hubiera un monstruo devorador de colas. En seguida nos llegó el turno. Pedí dos bollos normales y cuatro con carne y vegetales.

– ¿Estás muy disgustada porque nuestros padres te hayan obligado a volver a casa? -le pregunté a mi hermana.

– Al principio sí lo estaba. Pero después me enteré de que muchos de mis amigos han venido a Pekín. Están en la plaza de Tiananmen. He estado yendo a verlos. Pero, por favor, no se lo digas a papá y mamá.

Durante la cena les conté a mis padres y a Xiao Jie lo que había visto en las montañas del oeste. Les expliqué que los estudiantes dormían frente a los tanques para evitar que avanzaran y que los campesinos del lugar llevaron agua y comida a los soldados y les rogaron que no abrieran fuego contra los estudiantes. También les conté que había subido a uno de los tanques y había repartido unos periódicos.

– Estuve en lo alto de un tanque de verdad. Incluso toqué el cañón -dije con entusiasmo.

Mamá escuchó con gran interés y estuvo de acuerdo conmigo en una serie de puntos, pero a mi padre no le hizo gracia. De hecho, se enojó bastante conmigo y afirmó que era demasiado ingenua.

– ¿Vosotros, los jóvenes, qué creéis que es esto? ¿Un parque de atracciones? ¡Podríais haber resultado heridos!

– No te preocupes. El país entero, incluidos los soldados, está con los estudiantes. Hoy mismo, en Xi Dan, una sección del ejército se ha retirado después de que los estudiantes les hicieran frente. No quieren hacerles daño.

– Si piensas así, es que eres tonta -rebatió mi padre, con el rostro rojo como siempre que montaba en cólera.

– ¿Alguien quiere más arroz? -intervino mamá con prontitud.

Aquel día, el 2 de junio de 1989, el calor era particularmente bochornoso y cuando, después de comer, volví en bicicleta a la Universidad de Pekín, la voz de mi padre había desaparecido por completo. Cierto era que la situación se había vuelto más peligrosa. Además de los tanques que llegaban a las afueras de Pekín, había habido noticias de grandes maniobras militares y se habían visto soldados dentro de la ciudad. Mucha gente temía una ofensiva inminente. Pero aun así, parecía que la determinación de los estudiantes y ciudadanos de Pekín era lo bastante fuerte como para detener la amenaza. Y las muchas historias de estudiantes que triunfaban sobre soldados que en apariencia simpatizaban con ellos nos levantaban aún más el ánimo.

El campus era un hervidero de confianza. En cuanto pasé por el tranquilo riachuelo que serpenteaba por el jardín chino situado en las proximidades de la puerta sur, me encontré de inmediato a unos estudiantes que llevaban pinturas y pinceles. En un momento dado tuve qué parar y dejar paso a una gran pancarta en la que se leía: «Libertad para China». Un joven con el cabello largo y una banda en la cabeza y que llevaba una bandera plegada en una mano pasó por mi lado en bicicleta a toda velocidad; los dos extremos de la banda, anudados en la parte posterior de la cabeza, se agitaban en el aire como las alas de una mariposa blanca. Más estudiantes se dirigían al Triángulo, algunos iban asidos de la mano en silencio, otros hablaban en voz alta.

Mientras caminaba por el Triángulo, me fijé en varios carteles nuevos que cuestionaban la estrategia general del Movimiento y de los dirigentes estudiantiles. Aquellos llamados «pensamientos» habían aparecido con más frecuencia durante los últimos días. Uno de los carteles ponía en duda el estilo combativo de los dirigentes estudiantiles y argumentaba que ello podría aumentar la tensión y conducir a trágicas consecuencias. Unos días antes, temiendo un inminente derramamiento de sangre, la Alianza para Proteger la Constitución, un grupo de enlace entre trabajadores, ciudadanos y estudiantes había pedido a éstos que abandonaran la plaza, pero el Centro de Mando Estudiantil de la Plaza de Tiananmen, liderado por Chai Ling, rechazó la petición. Otro de los carteles de la pared planteaba la cuestión de las facciones políticas dentro de las más altas esferas gubernamentales, y afirmaba que algunos altos cargos podrían estar utilizando el Movimiento Estudiantil para eliminar a los reformistas. «Tened cuidado, queridos compañeros estudiantes, con los zorros astutos. No dejemos que nos utilicen. No sólo tenemos que ser valientes, sino también políticamente prudentes. De momento parece que han ganado los partidarios de la línea dura.»

De vuelta en mi nueva casa -la pequeña habitación de Eimin en el Edificio para el Joven Profesorado-, mi esposo me esperaba para ir a la puerta sur. Estaba previsto que hiciéramos el turno de noche en la plaza. Eimin insistió en que me llevara un jersey para la noche, pero no quise.

– Da igual. Ya he estado allí antes. La primera mitad de la noche tampoco hace demasiado frío. Y vamos a volver antes de medianoche, ¿no?

Bajamos y nos dirigimos hacia la puerta sur. Le hablé a mi nuevo marido sobre los textos provocativos que había visto en el Triángulo.

– ¿Tú crees que los estudiantes deberían abandonar la plaza? -pregunté.

– Personalmente creo que fue un error que el Centro de Mando Estudiantil rechazara la idea; he oído que, en realidad, la mayoría de los miembros de la AAE votó a favor de ella. Cuanto más se intensifica el conflicto, más hay en juego. Es necesario que uno de los dos bandos se eche atrás. Pero me temo que no va a ser el gobierno.

– ¿Por qué no?

– Porque las tropas y los tanques ya están aquí. Mao Zedong siempre había dicho, y con toda la razón: «El que tiene las armas tiene el poder» -respondió Eimin.

– Pero hemos detenido a los tanques. No pueden entrar. Lo que el gobierno está haciendo no es más que un Zhi Louhu, un tigre de papel, temible sólo en apariencia.

– ¿Por qué crees que ningún movimiento estudiantil que actuara solo ha tenido éxito alguna vez en la historia de China, incluido el Movimiento del 4 de Mayo? Los estudiantes universitarios son un grupo demasiado selecto en China. Sólo una persona de cada mil.

Hablaba de una manera un tanto extraña, como si no estuviera de parte de los estudiantes. Imaginé que se daba cuenta de su edad, así como de su posición como miembro del profesorado.

– Pero esta vez es distinto. Esto ya no es sólo un movimiento estudiantil; los obreros de las fábricas han marchado hacia la plaza de Tiananmen, y también periodistas, miembros del Partido y oficinistas. Esta vez está todo el mundo incluido.

– Pero el ejército no está del lado de los estudiantes, ¿verdad? -me interrumpió Eimin.

– No. Todavía no. Pero podría suceder, nunca se sabe. Tal vez uno de los generales se rebelará, igual que en 1910, cuando los soldados se implicaron en el levantamiento que derrocó al emperador.

– ¿De verdad piensas eso? -insistió Eimin.

– Bueno…, incluso si no obtenemos el apoyo del ejército, ¿qué puede ocurrir? Están aquí todos los periodistas extranjeros, un montón de cámaras de televisión. El mundo está observando -repliqué recordando las palabras de Jerry.

Eimin se detuvo. Habíamos llegado a la puerta sur.

– Supongo que eso es lo que nadie sabe. Pero ¿acaso al gobierno le preocupará tanto guardar las apariencias como para dejar que su poder se vea amenazado?

Acababa de detenerse un camión. No cabía duda de que los que estaban a bordo regresaban de un turno bastante largo en la plaza: iban sucios y tenían aspecto de estar exhaustos. Los vitoreamos, pero pocos respondieron. Algunos parecían tener problemas para mantener los ojos abiertos. Vi a Wu Hong, un antiguo compañero de clase, y lo saludé con la mano. Llevaba su característico cabello largo y ondulado metido en una banda blanca que entonces estaba torcida y tenía las letras, que se habían escrito con pintura roja, arrugadas. Me respondió con una sonrisa.