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– Hay muchos lugares en la ciudad que pueden esconder a unos miles de soldados -dijo el estudiante delgado con el ondulado permanente en el cabello-. Por ejemplo, la Ciudad Prohibida.

La Ciudad Prohibida es el lugar en el que antaño residían los emperadores y en la actualidad es un parque cuya extensión equivale aproximadamente la mitad que la del Hyde Park de Londres.

– En la Ciudad Prohibida caben muchos más que unos miles -asintió Eimin.

– Pero no es posible. La Ciudad Prohibida está abierta al público y nadie ha visto nada.

– Hay zonas que no están abiertas al público -rebatió Eimin.

Conversaciones similares tenían lugar, en voz baja, entre nuestros vecinos de la línea defensiva, los rumores de radio macuto.

– He oído que allí, bajo la Gran Sala del Pueblo, hay un sistema de túneles secretos. -El estudiante del sur señaló hacia el oeste en la oscuridad-. Se construyeron a propósito para que los líderes del Partido pudieran escapar por ellos en caso de que los rodearan. Los soldados podrían haberse instalado allí sin que nadie lo sepa.

Mientras él hablaba, empecé a imaginar que las gigantescas puertas entre las imponentes columnas del edificio se abrían y que miles de soldados empuñando fusiles y otras armas relucientes irrumpían en la plaza.

«También podrían salir del Museo de Historia China», pensé. Miré hacia atrás, pero no había más que oscuridad y sombras. Empecé a preguntarme qué era cada sonido. Intenté aguzar más el oído, pero sólo me llegaban las palabras y los murmullos de mis compañeros estudiantes.

Me puse en pie, estiré un poco las piernas, traté de disimular el miedo que sentía; no quería que nadie supiera que estaba asustada.

Entonces oí la tensa voz de Eimin:

– Acabo de hablar con nuestro jefe de grupo. Dice que nuestros relevos no han llegado todavía y que no sabe cuándo vendrán. Ya es más de medianoche…, esto no es bueno. Si deciden atacar, las primeras horas de la mañana son el mejor momento. Mira la luna. La luz de la luna es perfecta para un ataque, pueden vernos con claridad.

Entonces me di cuenta de que él también tenía miedo.

Y resultó que nuestros temores estaban justificados. Sin que nosotros lo supiéramos, en aquellos momentos Li Peng había convocado una reunión extraordinaria del Comité Permanente del Politburó la mañana del 2 de junio de 1989: también asistieron los miembros más antiguos del partido, incluido Deng Xiaoping y su íntimo camarada Yang Shangkun. En la reunión, Yang Shangkun informó al Comité de que las tropas, en efecto, se habían trasladado a la Gran Sala del Pueblo, así como al parque Zhongshan, a los Palacios de la Cultura del Pueblo Trabajador y al complejo del Ministerio de Seguridad Pública. Todos los oficiales y soldados habían sido preparados a conciencia para desalojar la plaza de Tiananmen.

Li Peng dijo a los presentes en la reunión que la plaza se había convertido en el centro del Movimiento Estudiantil. Todos los sucesos que siguieron a la declaración de la ley marcial, tales como «crear un cuerpo dispuesto a todo para impedir el paso de las tropas de la ley marcial, reunir a unos matones para que irrumpan en el Departamento de Seguridad Pública de Pekín, realizar ruedas de prensa y reclutar al Cuerpo de los Tigres Voladores para que pase los mensajes», se tramaban y dirigían desde la plaza… o al menos eso dijo él.

Además, la plaza albergaba los cuarteles generales de algunas organizaciones ilegales, como la Asociación Autónoma de Estudiantes, la Federación Autónoma de Obreros y el Centro de Mando Estudiantil de la Plaza de Tiananmen. Muchos de los medios de comunicación de todo el mundo también habían centrado su atención en la plaza, y la ayuda material se enviaba asimismo allí. Por tanto, Li Peng manifestó que, para restablecer la estabilidad en Pekín y en China, la plaza tenía que ser desalojada.

Así pues, cuando la reunión llegaba ya a su fin, el Comité Permanente votó por despejar la plaza por la fuerza. Con el respaldo de dicha decisión, Deng Xiaoping dio la orden a Yang Shangkun para que la Comisión Militar Central ejecutara el plan.

Aunque en aquellos momentos desconocíamos la importancia del inminente peligro, la perspectiva de quedarnos atrapados en la plaza hizo estremecer a toda la línea defensiva. Cuando el silencio se volvía insoportable, hablábamos de nuestra procedencia y de lo que teníamos planeado hacer en el futuro. Aquellas conversaciones, normalmente importantes para personas de nuestra edad, aquella noche parecían tan superficiales que imagino que ninguno de los que estaba allí se ha acordado nunca de lo que dijo u oyó. Pero hablábamos porque el silencio y nuestra imaginación nos asustaban. Estoy segura de que muchos de nosotros pensamos en la muerte.

Al cabo de los años seguía recordando aquella noche con extrañas sensaciones. Parecía surrealista pensar en la muerte a los veintidós años. Pero a medida que fue transcurriendo el tiempo, el recuerdo se desvaneció y, con él, el miedo que había sentido en mi interior. Pero aún me sorprendo recordando aquella noche, a veces en los momentos más insospechados, como cuando voy conduciendo por las calles de París o caminando por la Quinta Avenida en Nueva York, o cuando estoy sentada en la escalinata de la plaza de España en Roma. En el preciso momento en que me digo a mí misma «¡Qué noche tan hermosa!», me acuerdo de aquella noche en concreto. Supongo que el miedo a la muerte y el amor por la vida son como hermanos siameses, inseparables. Y aún me encuentro preguntándome qué vida llevan hoy los demás y si sus recuerdos de aquellas noches en la plaza de Tiananmen también se deslizan sigilosamente en su cabeza, como hacen los míos.

Aquella noche, después de lo que pareció una eternidad, se me empezaron a entumecer las piernas. Entonces, súbito como un disparo, llegó el estruendo de los camiones; habían llegado nuestros relevos. Era alrededor de las 2.30 de la madrugada. Todos nos levantamos de un salto inmediatamente, abandonamos nuestras posiciones y corrimos como locos hacia el aparcamiento.

Eimin y yo seguimos a la multitud y encontramos los dos camiones que habían venido a buscarnos. Los grupos se habían mezclado por completo; las personas que estaban cerca de los vehículos se abrían paso a empellones para subir y las que se encontraban aún a cierta distancia se apartaban unas a otras para acercarse. Cuando nosotros llegamos, el primer camión ya estaba lleno. Todo el mundo se precipitó hacia el segundo. En la parte trasera había un estudiante alto y fuerte que controlaba cuanto podía a la multitud. Justo cuando quedaban unas diez personas entre nosotros y el camión, empezó a hacer retroceder a la gente.

– El camión está lleno. Ya no cabe nadie más.

La gente estaba enojada.

– ¿Y nosotros qué? ¿Va a venir otro?

– No. Esta noche sólo tenemos estos dos camiones. Tendréis que esperar aquí hasta que volvamos a buscaros.

– ¿Qué? Hay dos horas de aquí a la Universidad de Pekín. Será de día cuando volváis.

– ¿No podrías hacer una excepción? -preguntó Eimin.

El chico de seguridad lo miró por unos momentos.

– ¿Xu Eimin, psicología?

– Sí.

– El año pasado fui alumno suyo. Vamos.

Le guiñó un ojo a Eimin y nos ayudó a subir al camión. El vehículo tomó la carretera de circunvalación y torció a la izquierda por el bulevar de la Paz Eterna. A medida que nos alejábamos de la plaza de Tiananmen, noté que el corazón me latía más despacio. La noche más larga de mi vida había concluido.

Menos de veinticuatro horas más tarde, los tanques pasaron por el mismo bulevar y los soldados abrieron fuego.

Manó sangre del cielo.