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– ¿Te gustaría que te ayudara con eso? -pregunté.

– Claro. Iba a atarlos en paquetes pequeños. No me vendría mal otro par de manos. -Li me pasó un rollo de cuerda hecho con pedazos de distinto grosor y longitud-. Pero esos panfletos todavía no. Mañana Xiao Zhang traerá más de la imprenta.

A la mañana siguiente salí con Li y veinte estudiantes de la Universidad de Pekín para evitar que los tanques entraran en la ciudad. En el asiento trasero de las bicicletas llevábamos pequeños paquetes de periódicos o de panfletos. Nos dirigimos hacia el oeste, pasando por el Palacio de Verano de los Emperadores y por los tortuosos callejones del último pueblo en la orilla este del Gran Canal de Pekín. Dicho canal forma parte del Gran Canal que conecta las provincias meridionales de China con su capital del norte, el cual fue construido por el segundo emperador de la dinastía Qin hace unos dos mil años y ampliado luego por otros emperadores a lo largo de la historia.

En la década de 1950 se construyó un embalse al norte de Pekín para que constituyera el principal suministro de agua de la ciudad y el canal se convirtió en la vía fluvial natural que enlazaba el embalse con los ocho millones de habitantes de Pekín.

En cuanto cruzamos el puente, la estrecha calle principal del pueblo se convirtió en una ancha carretera recta que corría a lo largo de la orilla oeste del canal. Unos álamos temblones de delgado tronco blanco bordeaban el camino. Aparte de los grupos de estudiantes y ciudadanos que se desplazaban en bicicleta, la carretera estaba libre de tráfico. Daba la impresión de que el camino que teníamos ante nosotros ascendía hasta llegar al cielo.

Al cabo de una hora y media de pedalear, las montañas del oeste aparecieron ante nuestra vista. Estas montañas tienen una especial importancia en la historia moderna china; en los años posteriores al Movimiento del 4 de Mayo de 1919, muchos estudiantes y activistas se apoderaron de los pasos montañosos desde allí hasta las Tierras Altas Amarillas para unirse al Partido Comunista. Por consiguiente, dichas montañas siempre han representado el despertar de los estudiantes universitarios, cuando dejaron atrás sus torres de marfil y sus cómodas vidas para participar en la verdadera lucha del pueblo. En mi juventud, siempre que entraba en contacto con aquellos montes, las imágenes que se formaban en mi mente eran invariablemente las de aquellos hombres y mujeres veinteañeros ascendiendo por el difícil terreno ayudándose unos a otros. En dicha visión se animaban entre sí siempre que estaban cansados o perdían la esperanza y se decían que al otro lado había un mañana mejor y más brillante… Al otro lado, donde está la esperanza de China.

A menudo me pregunté qué se debía de sentir siendo uno de aquellos estudiantes, con una ruptura total con el pasado para empezar de nuevo. ¡Cómo debieron de conmoverse sus corazones la primera vez que vieron las montañas! ¡Qué emocionante debió de ser cuando dieron su primer salto al futuro!

Aquel día volvieron a aparecer en mi mente los mismos pensamientos y sentí que nunca había estado tan cerca de los estudiantes que me habían precedido, que también iban camino de construir una China mejor y más brillante.

Al fin llegamos al pie de las montañas. Kilómetros y kilómetros de campos de maíz y grano se extendían hacia el pie de la primera colina, donde había un pueblo situado bajo la protección de los bosques. Un ancho camino de tierra serpenteaba a través del mosaico verde y oro que formaban los campos. A lo largo del camino, como si de una gran serpiente muerta se tratara, se extendía la larga hilera de tanques.

Delante de la cabeza de la serpiente ondeaba el estandarte de la Universidad de Idiomas de Pekín. Bajo la bandera, frente a las roderas de los tractores, había unos veinte estudiantes más o menos. Li fue a hablar con el dirigente estudiantil de la mencionada universidad mientras que el resto de nosotros se dispersó, cada uno con un paquete de material impreso.

En su mayor parte, los tripulantes de los tanques estaban sentados encima de sus vehículos, aprovechando la brillante luz del sol. No tenían más edad que los estudiantes que los rodeaban, aunque sus rostros estaban más curtidos. Parecía no importarles estar atascados en medio de ninguna parte y charlaban alegremente entre ellos. Pero no podían hacer caso omiso de las voces de los estudiantes recién llegados, que se dirigían a ellos a voz en grito desde todas partes.

– ¿Por qué habéis venido? -preguntó uno de los estudiantes a uno de los soldados, que se había quitado la gorra y se abanicaba con ella.

El estudiante repitió la pregunta. El soldado replicó, con una sonrisa:

– Para proteger al pueblo.

– ¿Con tanques? ¡Los estudiantes de la plaza de Tiananmen no van armados!

– Nosotros somos el pueblo y os pedimos que regreséis por donde habéis venido -bramó otro estudiante.

– ¡La protesta estudiantil no es anarquismo, y no la ha incitado un pequeño grupo de contrarrevolucionarios! -grité lo más fuerte que pude para que los soldados de lo alto del tanque pudieran oírme. Me puse de puntillas al tiempo que agitaba el periódico que llevaba-. Si no me creéis, leed el Diario de la Juventud de Pekín.

Pero nadie respondió ni tomó el periódico.

– No os han dicho la verdad. El Movimiento Estudiantil no es antirrevolucionario, sino patriótico.

Volví a agitar el periódico, intentando estirarme al máximo. Pero era demasiado baja para llegar a los soldados, que permanecían sentados con actitud despreocupada en el tanque.

Coloqué el paquete de papeles encima de la oruga y empecé a subir al vehículo de guerra. El sol ardiente había estado calentando el metal durante horas, de modo que estaba desagradablemente caliente. Otros estudiantes acudieron en mi ayuda y me animaron a seguir, me empujaron y me dieron impulso para encaramarme a aquella máquina gigantesca.

En realidad había muy poco espacio en el techo del tanque. A cada paso que daba tenía que detenerme y cambiar la posición de los pies para no perder el equilibrio. Había cuatro soldados sentados alrededor de la escotilla del techo abierta, con los botones superiores del uniforme desabrochados. Uno de ellos se abanicaba con la gorra. Hacía mucho más calor en la parte superior del tanque, en la que el sol caía implacable y no había donde refugiarse.

Avancé hacia ellos a trompicones, intentando que no se me cayeran los periódicos ni los panfletos.

– Mirad, son periódicos oficiales del Partido. -Se los puse debajo de las narices-. Dejadme que os lea éste -dije mientras sostenía en alto un ejemplar del Diario de la Juventud de Pekín-. «Hoy, 18 de mayo, un millón de personas, incluidos estudiantes de todas las instituciones de enseñanza superior de Pekín, trabajadores de las fábricas, científicos, artistas, empleados de comercios y ciudadanos comunes, ha ido a la plaza de Tiananmen para apoyar a los manifestantes en huelga de hambre e instar al gobierno a que inicie el diálogo con los estudiantes.» ¡Un millón de personas! Eso no es un pequeño grupo de gente. Y no están tratando de provocar desórdenes en el país.

Los soldados no tomaron los periódicos ni leyeron los artículos que les señalaba. Pero habían dejado de charlar y miraban con incomodidad hacia otro lado, hacia los campos de maíz.

– Este artículo dice que los trabajadores de la Compañía de Gas y Electricidad de Pekín donaron diez mil yuanes para apoyar a los estudiantes. Mirad, dice que se manifestaron hasta los estudiantes de la Escuela Central del Partido.

Esta institución era el lugar donde destacados miembros del Partido se entrenaban y preparaban para desempeñar un papel relevante en el gobierno; sus estudiantes se contaban entre la flor y nata de la cosecha del Partido Comunista Chino.

Les puse los periódicos en las manos y dije:

– Cogedlos y leed los artículos, por favor. Veréis que os estoy diciendo la verdad.

No parecían estar seguros respecto a cómo reaccionar a mis persistentes ruegos para que leyeran los artículos. Al cabo de un par de minutos, el soldado que trataba de refrescarse abanicándose con el sombrero tomó el periódico. Los demás lo imitaron.

– ¿Un poco de agua fresca? -Un habitante del pueblo se acercó con dos cubos de agua. Tenía unos cuarenta años y un cabello como el acero que se resistía a ir hacia abajo-. Recién sacada del pozo. -Llenó un cucharón de madera y lo levantó-. Bebed, por favor. No deberíais sufrir una insolación.

Los soldados parecieron más receptivos al ofrecimiento de agua que a mi periódico.

– No queremos que vayáis a la ciudad y disparéis a los estudiantes. Pero tampoco queremos veros sufrir. Las consecuencias las pagamos todos nosotros. Deberíamos cuidar los unos de los otros. A los grandes funcionarios de Zhongnanhai no les importamos -dijo el aldeano de todo corazón.

Puesto que los tanques se habían detenido allí, tanto los vecinos del lugar como los estudiantes organizaron entregas de comida y agua para los soldados. Aquello hizo que la interrelación entre estudiantes y soldados fuera amistosa, a pesar de alguna que otra confrontación. Los estudiantes habían hecho especial hincapié en que no tenían nada personal en contra de los soldados; dijeron que ambos grupos compartían el mismo patriotismo. Y de momento, la relación entre los soldados y los civiles había sido relativamente buena.

Pero yo me preguntaba cuánto tiempo podía durar ese clima. Las condiciones de vida se iban deteriorando, sobre todo en el interior de los tanques. Las tropas habían avanzado a toda velocidad durante días para llegar a Pekín. En aquellos momentos estaban detenidas en medio de ninguna parte, a kilómetros de su destino y de sus cómodas instalaciones. No podían salir de los tanques para ducharse o lavarse. No había más cuarto de baño que la naturaleza. Y, por como pintaban las cosas, tal vez tuvieran que permanecer donde estaban durante algún tiempo. Aun para el más paciente de los hombres, la frustración surgiría en algún momento.

¿Qué ocurriría entonces? ¿Se retirarían tal como exigían los estudiantes? ¿O se abrirían paso por la fuerza?

En el preciso momento en que pensaba esas cosas, el jefe del tanque salió del agujero con el descontento escrito en su rostro.

– ¿Dónde están vuestro orden y disciplina? -les dijo a los soldados-. Miraos. Abrochaos las guerreras. Y tú vuelve a ponerte la gorra. Parece como si ya os hubieran derrotado.

Arrebató los periódicos a los soldados y no había duda de que estaba enojado por el hecho de que los hubieran aceptado. Se dirigió a mí y gritó: