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El número de teléfono al que Lee llamó correspondía a un buscapersonas que Buchanan llevaba siempre encima. Cuando sonó, Buchanan estaba en casa preparando el maletín para una reunión con un bufete de abogados de la ciudad que trabajaba para uno de sus clientes. Ya había perdido la esperanza de que el busca llegara a sonar. Cuando lo oyó, creyó que iba a sufrir un ataque.

El dilema que se le presentaba era obvio: cómo escuchar el mensaje y devolver la llamada sin que Thornhill se enterara. Entonces discurrió un plan. Llamó a su chófer. Era un hombre de Thornhill, por supuesto, como siempre. Fueron al centro en el coche hasta el bufete.

– Tardaré un par de horas. Telefonearé cuando termine -dijo al conductor.

Buchanan entró en el edificio. Ya había estado allí antes y conocía bien la distribución del mismo. No se dirigió a la zona de ascensores sino que atravesó el vestíbulo principal y cruzó una puerta al fondo que también hacía las veces de entrada posterior para el aparcamiento. Tomó el ascensor y bajó dos plantas. Recorrió el vestíbulo subterráneo y entró en el garaje. Justo al lado de la puerta había una cabina de teléfono. Introdujo unas monedas y marcó el número de la central de mensajes. Su razonamiento era claro: si Thornhill era capaz de interceptar una llamada hecha desde un teléfono público situado bajo toneladas de cemento, sin duda era el mismo diablo y Buchanan no tenía posibilidad alguna de vencerlo.

En el escueto mensaje Lee hablaba con voz tensa. Sus palabras causaron gran impresión a Buchanan. Había dejado un número. Buchanan lo marcó. Un hombre respondió al momento.

– ¿Señor Buchanan? -preguntó Lee.

– ¿Faith está bien?

Lee exhaló un suspiro de alivio. Había deseado que ésa fuera la primera pregunta del hombre. Aquello decía mucho. Aun así, debía mostrarse precavido.

– Quiero verificar que se trata verdaderamente de usted. Me envió un paquete con información. ¿Cómo lo mandó y qué contenía? Y dése prisa al responder.

– Mensajero. Utilizo Dash Services. El paquete incluía una foto de Faith, cinco páginas de información sobre ella y mi empresa, el teléfono de contacto, un resumen de mis preocupaciones y lo que quería de usted. También contenía cinco mil dólares en billetes de cincuenta y veinte. Además, lo llamé hace tres días a la oficina y dejé un mensaje en el contestador. Ahora, por favor, dígame que Faith está bien.

– Por ahora está bien, pero tenemos algunos problemas.

– Y que lo diga. Para empezar, ¿cómo sé que usted es Adams? Lee pensó con rapidez.

– Tengo un anuncio en las Páginas Amarillas con una lupa cursi y todo eso. Tengo tres hermanos. El pequeño trabaja en una tienda de motocicletas en el sur de Alexandria. Lo llaman Scotty, pero su apodo en el instituto era Scooter porque jugaba al fútbol y corría muy deprisa. Si quiere, puede telefonearlo, comprobar lo que le digo y volverme a llamar.

– No es necesario -aseguró Buchanan-. Ya me ha convencido. ¿Qué ocurrió? ¿Por qué huyeron?

– Bueno, usted también huiría si alguien intentara matarlo.

– Cuéntemelo todo, señor Adams. Con pelos y señales.

– Sé quién es, pero no sé si confiar en usted. ¿Qué piensa hacer al respecto?

– Dígame entonces por qué Faith acudió al FBI. De eso estoy enterado. Luego le contaré con quién se enfrenta en realidad. Y no soy yo. Cuando le diga de quién se trata, deseará que fuera yo.

Lee reflexionó por unos instantes. Oyó que Faith se había levantado y que probablemente se dirigía a la ducha. «Vamos, allá», pensó.

– Estaba asustada. Dijo que usted se comportaba de forma extraña, con nerviosismo. Intentó hablar con usted al respecto, pero usted no le hizo caso e incluso le pidió que dejara la empresa. Eso la asustó. Tenía que las autoridades les hubieran descubierto. Acudió al FBI con la idea de lograr que usted testificara contra la gente que estaban sobornando. De ese modo los dos llegarían a un acuerdo con los federales y quedarían libres.

– Eso nunca habría dado resultado.

– Bueno, como a ella le gusta decir, es fácil cuestionarlo a posteriori.

– ¿Entonces se lo ha contado todo?

– Más o menos -respondió Lee-. Faith pensó que quizá fuera usted quien quería matarla. Pero yo la convencí de lo contrario. -«Espero no haberme equivocado», pensó.

– No me enteré de que Faith había acudido al FBI hasta después de su desaparición.

– No sólo la busca el FBI. También hay otras personas. Estaban en el aeropuerto. Y llevaban algo que sólo he visto en un seminario sobre antiterrorismo.

– ¿Quién patrocinaba el seminario?

La pregunta sorprendió a Lee.

– Lo del contraterrorismo estaba organizado por los de la secreta. Ya sabe, supongo que era la CIA.

– Bueno, por lo menos se ha encontrado con el enemigo y sigue vivo -comentó Buchanan-. Ya es algo.

– ¿De qué está hablando…? -De repente sintió que la sangre se le agolpaba en las sienes-. ¿Se refiere a lo que creo que se refiere?

– Digámoslo así, señor Adams: Faith no es la única que trabaja para una oficina federal importante. Por lo menos su implicación era voluntaria. La mía no.

– Oh, mierda.

– Sí, es una forma suave de decirlo. ¿Dónde están ustedes?

– ¿Por qué?

– Porque necesito verlos.

– ¿Y cómo va a hacerlo sin atraer a la mayor brigada de asesinos del país? Supongo que está bajo vigilancia.

– Bajo una vigilancia increíblemente estrecha y rígida -reconoció Buchanan.

– Pues entonces no podrá acercarse a nosotros.

– Señor Adams, la única salida que nos queda es colaborar. No podemos hacerlo a distancia. Tengo que ir a verlos porque no creo que sea muy sensato que Faith y usted vengan aquí.

– No me convence.

– No vendré si no logro despistarlos.

– ¿Despistarlos? -exclamó Lee-. ¿Quién se cree que es, la reencarnación de Houdini? Permítame que le diga que ni siquiera Houdini sería capaz de despistar al FBI y a la CIA juntos.

– No soy ni espía ni mago. No soy más que un cabildero, pero tengo una ventaja: conozco esta ciudad mejor que nadie. Y tengo amigos tanto en las altas esferas como en los bajos fondos. Además, ahora mismo son igual de valiosos para mí. Descuide, llegaré solo. Entonces quizá sobrevivamos a esto. Ahora quiero hablar con Faith.

– No estoy seguro de que sea buena idea, señor Buchanan.

– Sí que lo es.

Lee se dio vuelta y vio a Faith de pie en las escaleras vestida con una camiseta.

– Ha llegado la hora, Lee. De hecho, la hora pasó hace tiempo.

Lee respiró a fondo y le alargó el teléfono.

– Hola, Danny -saludó ella.

– Cielos, Faith, siento todo esto. -La voz de Buchanan se quebró a media frase.

– Soy yo quien debería disculparse. Yo desencadené esta pesadilla al acudir al FBI.

– Bueno, tenemos que acabar con esto. Más vale que lo hagamos juntos. ¿Qué tal es Adams? ¿Es competente? Vamos a necesitar apoyo.

Faith echó una ojeada a Lee, quien la observaba ansioso. -Por lo que he visto, en ese sentido no tenemos problemas. De hecho, probablemente sea nuestra mejor baza.

– Dime dónde estáis e iré allí lo antes posible.

Faith le dio la información y le contó a Buchanan todo lo que Lee y ella sabían. Cuando colgó, miró a Lee.

Él se encogió de hombros.

– Me figuré que era nuestra única alternativa. 0 eso o pasarnos el resto de nuestra vida huyendo -declaró él.

Faith se sentó sobre sus rodillas, dobló las piernas y apoyó la cabeza contra su pecho.

– Hiciste lo correcto. Quienquiera que esté metido en esto, tendrá que vérselas con Danny, que no es poco.

Sin embargo, las esperanzas de Lee se habían ido a pique. La CIA. Asesinos a sueldo, gente experta en todo tipo de técnicas: ordenadores, satélites, operaciones encubiertas, pistolas de aire comprimido con balas envenenadas; disponían de todo eso para encontrarlos. Si hubiese tenido un dedo de frente, habría obligado a Faith a montarse en la Honda y se habrían largado de allí a todo gas.

– Voy a darme una ducha -anunció Faith-. Danny ha dicho que vendrá en cuanto pueda.

– De acuerdo -dijo Lee con la mirada ausente.

Mientras Faith subía las escaleras, Lee tomó su teléfono, lo observó y se quedó petrificado. Lee Adams no había estado tan anonadado en su vida. Y eso que, habida cuenta de los acontecimientos de los últimos días, el listón de lo que le sorprendía estaba situado al nivel del sol. El mensaje de texto que aparecía en la pantalla del teléfono era conciso y a punto estuvo de detener las latidos de su robusto corazón.

«Faith Lockhart por Renee Adams», decía, e incluía un número al que llamar. Querían a Faith a cambio de su hija.