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Pensó en el estallido de Jack de la otra noche y cerró los ojos bien fuerte, en un intento por borrar las palabras.

Maldito.

Estaba cansada, nunca en ningún juicio se había cansado tanto. Y esto se lo había hecho él, como se lo había hecho a su madre. La había atraído a la telaraña a pesar de que ella no quería, le detestaba e incluso la destruiría si pudiese.

Se volvió a sentar, le faltaba el aire. Se apretó la garganta con los dedos, bien fuerte, para evitar otro ataque de angustia. Cuando se calmó, se puso de costado y miró la foto de su madre.

Él era lo único que le quedaba. Casi se echó a reír. Luther Whitney era su única familia. Que Dios se apiadara de ella.

Se acostó a esperar. A esperar que llamaran a la puerta. De madre a hija. Ahora era su turno.

En aquel momento, a sólo diez minutos de distancia, Luther repasaba una vez más el viejo recorte de periódico. Junto al codo tenía una taza de café. Al fondo se oía el zumbido del aparato de aire acondicionado. En la pantalla del televisor aparecía la cnn. Por lo demás, el cuarto estaba en absoluto silencio.

Wanda Broome había sido una amiga. Una buena amiga. Desde que se habían conocido por casualidad en una pensión de Filadelfia, después de que Luther cumpliera la última condena y Wanda su primera y única. Y ahora ella también había muerto. Se había quitado la vida, decía el periódico, tumbada en el asiento delantero de su coche con un puñado de pastillas en el estómago.

Para Luther esto ya era demasiado. Le parecía vivir en una pesadilla continua. Se despertaba y cuando se miraba en el espejo, las facciones cada vez más hundidas y grises, era consciente que de esta no se libraría.

Resultaba una ironía, a la sombra de la trágica muerte de Wanda, que robar en la casa de los Sullivan hubiera sido idea de ella. Una idea triste y lamentable vista en retrospectiva, pero que había surgido de su fértil imaginación. Una idea a la que se había aferrado con uñas y dientes a pesar de las serias advertencias de su madre y de Luther.

Lo habían planeado y él lo había puesto en práctica. Así de sencillo. Además, él había querido hacerlo. Representaba un desafío, y un desafío combinado con una gran recompensa resultaba una tentación imposible de resistir.

¿Qué había sentido Wanda al ver que Christine Sullivan no bajaba de aquel avión? Y sin poder avisar a Luther que la costa no estaba tan despejada como creían.

Ella había sido amiga de Christine Sullivan. En eso había sido muy sincera. Un recordatorio de la gente real en medio del sibaritismo de la vida de Walter Sullivan, donde todos no sólo eran hermosos, como lo había sido Christine Sullivan, sino educados, con buenas relaciones y muy sofisticados, cosas estas que Christine Sullivan no era ni nunca sería. Y por esa amistad cada vez más íntima, Christine Sullivan le había dicho a Wanda cosas que nunca tendría que haber mencionado, incluido, finalmente, la existencia y el contenido de la caja fuerte detrás de la puerta espejo.

Wanda estaba convencida de que los Sullivan tenían tanto que no echarían a faltar tan poco. Luther sabía que el mundo no funcionaba así, y probablemente Wanda también, pero ahora eso ya no tenía importancia.

Después de toda una vida de penurias, donde siempre faltaba el dinero, Wanda había buscado el premio gordo. Como había hecho Christine Sullivan, y ninguna de las dos se había dado cuenta del precio que pagarían.

Luther había viajado a Barbados para transmitirle un mensaje a Wanda, pero ella ya se había marchado. Entonces le envió la carta a su madre. Sin duda, Edwina se la había dado. Pero ¿le había creído? Incluso en el caso afirmativo, habían sacrificado la vida de Christine Sullivan. Para Wanda, en su mentalidad, había sido un sacrificio a su codicia y el deseo de poseer a lo que no tenía derecho. Luther se imaginó esos pensamientos desfilando por la cabeza de su amiga mientras iba sola, en el coche, hasta aquel lugar desierto; mientras quitaba la tapa del frasco para sacar las pastillas; mientras se hundía en el sueño mortal.

Ni siquiera había podido asistir al funeral. No podía decirle a Edwina Broome lo mucho que lo sentía, sin correr el riesgo de arrastrarla a la pesadilla. Había estado tan unido a Edwina como lo había estado a Wanda, en algunas cosas quizá más. Edwina y él habían pasado muchas noches intentando disuadir a Wanda sin conseguirlo. Y sólo cuando ambos comprendieron que ella lo haría con o sin Luther, Edwina le pidió a Luther que cuidara de su hija. Que no dejara que la volvieran a llevar a la prisión.

Por fin buscó los anuncios personales del periódico y sólo tardó unos segundos en encontrar lo que quería. Lo leyó muy serio. Como Bill Burton, Luther no creía que Gloria Russell tuviese ninguna cualidad que la redimiera.

Rogó para que ellos creyeran que hacía esto únicamente por dinero. Cogió una hoja de papel y comenzó a escribir.

– Rastree la cuenta. -Burton estaba sentado delante de la jefa de gabinete en el despacho de ésta.

– Es lo que hago, Burton. -Russell volvió a colarse el pendiente mientras colgaba el teléfono.

Collin permanecía sentado en un rincón sin decir palabra. La jefa de gabinete no se había dado por enterada de su presencia aunque el joven había entrado con Burton hacía ya unos veinte minutos.

– ¿Cuándo dijo que quería el dinero? -preguntó Burton.

– Si la transferencia no llega a la cuenta a la hora del cierre de las operaciones, no habrá mañana para ninguno de nosotros. -Russell se fijó por un segundo en Collin y después en Burton.

– Mierda. -Burton se puso de pie.

– Pensaba que usted se ocupaba de esto, Burton -le reprochó Russell con una mirada de furia.

– ¿Cómo entregará el paquete? -preguntó Burton sin hacer caso de la mirada.

– En el momento que reciba el dinero comunicará el lugar donde estará el objeto.

– ¿Así que tenemos que confiar en él?

– Así es.

– ¿Cómo sabe que usted recibió la carta? -Burton comenzó a pasearse arriba y abajo.

– La encontré en el buzón esta mañana. El reparto de correo en mi zona es por la tarde.

– ¡En su buzón! -Burton se dejó caer sobre una silla-. ¿Quiere decir que estuvo delante mismo de su casa?

– Dudo mucho que hubiera confiado la entrega de este mensaje tan especial a cualquier otra persona.

– ¿Cómo se le ocurrió mirar en el buzón?

– La bandera estaba levantada. -Russell casi sonrió.

– El tipo tiene cojones. Eso se lo reconozco, jefa.

– Al parecer mucho más grandes que cualquiera de ustedes dos. -La mujer remató el comentario con una larga mirada a Collin que, avergonzado, agachó la cabeza.

Burton sonrió para sí mismo ante el enfrentamiento. No pasaba nada, el chico se lo agradecería dentro de unas semanas. Por haberle salvado de las redes de la viuda negra.

– Ya nada me sorprende, jefa. Ya no. ¿Y a usted? -Miró primero a la mujer y después a Collin.

– Si no se hace la transferencia -señaló Russell, sin hacerle caso-, entonces podernos esperar que haga pública la información en cualquier momento. ¿Qué haremos al respecto?

La tranquilidad de la jefa del gabinete no era una farsa. Había decidido dejar de llorar, de vomitar cada vez que se acordaba, y que ya le habían herido y avergonzado para el resto de sus días. Lo que pudiese pasar a partir de ahora le traía un poco sin cuidado. Era una sensación agradable.

– ¿Cuánto pide? -quiso saber Burton.

– Cinco millones.

– ¿Y usted tiene tanto dinero? -exclamó Burton, atónito-. ¿Dónde?

– Eso no es asunto suyo.

– ¿El presidente lo sabe? -Burton hizo la pregunta aunque sabía la respuesta.

– Eso tampoco es asunto suyo.

– Me parece bien -comentó Burton-. Respecto a la pregunta de antes, le diré que estamos haciendo algo. Yo en su lugar intentaría recuperar ese dinero. Cinco millones de dólares no le servirán de mucho a alguien que esté muerto.

– No se puede matar lo que no se encuentra -replicó Russell.

– Muy cierto, jefa, muy cierto. -Burton se acomodó en la silla y recapituló su conversación con Seth Frank.

Kate abrió la puerta ya vestida, convencida de que la entrevista se prolongaría si lo hacía en bata, y que parecería más vulnerable con cada nueva pregunta. Lo último que deseaba era parecer vulnerable, que era como se sentía ahora.

– No sé muy bien qué quiere de mí.

– Sólo información, nada más, señora Whitney. Sé que pertenece a la fiscalía y, créame, no me gusta hacerle pasar por esto, pero en este momento su padre es mi sospechoso número uno en un caso muy importante. -Frank le dirigió una mirada de preocupación.

Estaban sentados en la pequeña sala de estar. Frank había sacado su libreta. Kate se mantenía bien erguida en el filo del sofá intentando parecer tranquila, aunque la denunciaban sus dedos, que no dejaban de retorcer la cadena que le rodeaba el cuello.

– Por lo que me ha dicho, teniente, no tiene gran cosa. Si yo fuera el fiscal asignado al caso pensaría que no dispongo de motivos suficientes para pedir una orden de arresto, y mucho menos conseguir que aprobaran la orden de acusación.

– Quizá no, quién sabe. -Frank la miró jugar con la cadena. No estaba aquí para recoger información. Probablemente sabía más de su padre que ella. Pero debía conseguir que entrara en la trampa. Porque, cuanto más lo pensaba, más le parecía eso, una trampa. Para cazar a otro. Además, ¿a ella qué más le daba? En realidad le hacía sentirse mejor pensar que a ella no le importaba.

– Sin embargo, le citaré algunas coincidencias interesantes -añadió el teniente-. Encontramos una huella dactilar de su padre en el vehículo de la compañía de limpieza que sí sabemos que estuvo en la mansión de los Sullivan poco antes del asesinato. En realidad sabemos que él estuvo en la casa y en el dormitorio donde se cometió el asesinato, poco antes de que sucediera. Tenemos dos testigos. Además, su padre utilizó el alias, una dirección falsa y un número de la seguridad social también falso cuando solicitó el trabajo. Sin contar que ahora al parecer ha desaparecido.

– Tiene antecedentes -replicó Kate-. Es lógico suponer que no utilizó los datos auténticos por temor a que no le dieran el trabajo. Dice que ha desaparecido. ¿No se le ha ocurrido pensar que quizás esté de viaje? Incluso los ex presidiarios se toman vacaciones. -El instinto de abogado criminalista la había llevado automáticamente a defender al padre, algo increíble. Sintió un dolor agudo en la cabeza. Se frotó la sien.