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– Otro descubrimiento interesante es que su padre era muy amigo de Wanda Broome, la doncella personal y confidente de Christine Sullivan. Lo comprobé. Su padre y Wanda Broome tuvieron el mismo agente de libertad condicional en Filadelfia. Según algunas fuentes se mantuvieron en contacto durante todos estos años. Me jugaría el cuello a que Wanda conocía la existencia de la caja fuerte en el dormitorio.

– ¿Y?

– Así que hablé con Wanda Broome. Era obvio que ella sabía más del tema de lo que estaba dispuesta a admitir.

– Entonces, ¿por qué no habla con ella en lugar de estar sentado aquí? Quizás ella es la autora del crimen.

– En aquel momento se encontraba fuera del país. Hay un centenar de testigos para corroborarlo. -Frank hizo un pausa para carraspear-. Además, no puedo hablar con ella porque se suicidó. Dejó una nota diciendo que lo lamentaba.

Kate se levantó y miró sin ver a través de la ventana. Tenía la sensación de que algo helado le rodeaba.

Frank esperó unos segundos sin dejar de mirarla, al tiempo que se preguntaba cuáles serían sus emociones ante las evidencias contra la persona que le había dado la vida para después abandonarla. ¿Todavía le quedaba algo de amor? El detective esperaba que no. Al menos, lo deseaba desde el punto de vista profesional. Como padre de tres hijas, se preguntó si ese sentimiento desaparecería alguna vez, pasara lo que pasara.

– ¿Señora Whitney, se siente bien?

Kate se apartó lentamente de la ventana y miró al policía. -¿Podemos ir a alguna parte? Hace horas que no pruebo bocado y aquí no hay comida.

Acabaron en el mismo lugar donde Jack y Luther se habían encontrado. Frank comió con apetito, pero Kate ni probó su plato.

– Usted eligió el lugar -comentó Frank-. Pensé que le gustaba la comida. No es nada personal pero no le vendría mal engordar un poco.

– ¿Así que también es consejero dietético? -replicó Kate con la sombra de una sonrisa en el rostro.

– Tengo tres hijas. La mayor tiene dieciséis años, pesa cincuenta kilos y jura que es obesa. Es casi tan alta como yo. Si no fuera porque tiene las mejillas sonrosadas diría que es anoréxica. Y mi esposa, caray, siempre está haciendo dieta. Para mí está preciosa, pero supongo que debe haber una figura ideal que todas las mujeres intentan conseguir.

– Todas excepto yo.

– Coma, por favor. Es lo que les digo a mis hijas todos los días. Coma.

Kate cogió el tenedor y consiguió comerse la mitad de la comida. Mientras ella bebía su té y Frank sostenía con las dos manos el tazón de café, la conversación volvió a Luther Whitney.

– Si piensa que tiene lo suficiente para detenerlo, ¿cómo es que todavía no lo ha hecho?

Frank sacudió la cabeza. Dejó sobre la mesa el tazón de café.

– Usted estuvo en su casa. Hace tiempo que no va por allí. Es probable que huyera inmediatamente después del crimen.

– Si él lo hizo. No tiene más que un montón de pruebas circunstanciales. Eso ni siquiera se aproxima a lo que se llama una duda razonable, teniente.

– ¿Puedo hablarle con franqueza, Kate? Por cierto, ¿puedo llamarle Kate?

Ella asintió. Frank apoyó los codos en la mesa y la miró.

– Dejemos de lado tantas tonterías, y vayamos al grano. ¿Por qué le resulta tan difícil creer que su padre mató a la mujer? Le condenaron tres veces. Por lo que parece, siempre ha vivido rozando la ilegalidad. Le han interrogado una docena de veces por otros robos, aunque no pudieron probarle nada. Es un ladrón profesional. Usted sabe cómo son. La vida de los demás les importa una mierda.

Kate bebió un trago de té antes de contestar. ¿Un ladrón profesional? Claro que lo era. No tenía ninguna duda de que su padre había continuado robando durante todos estos años. Lo tenía metido en la sangre. Como un adicto a la cocaína. Incurable.

– No es un asesino -respondió en voz baja-. Puede robar a la gente, pero nunca hizo daño a nadie. No hace las cosas de esa manera.

¿Qué había dicho Jack exactamente? Su padre estaba asustado. Tenía tanto miedo que vomitaba. Nunca le había tenido miedo a la policía. Pero ¿y si había matado a la mujer? Quizás había sido un accidente, se había disparado el arma y la bala había acabado con la vida de Christine Sullivan. Todo podía haber pasado en cuestión de segundos. Sin tiempo para pensar. Sólo actuar. Para evitar ir a la prisión. Todo era posible. Si su padre había matado a la mujer, estaría asustado, aterrorizado, vomitaría.

Entre todo el dolor, el recuerdo más claro que tenía de su padre era su gentileza. Sus manos grandes rodeando las suyas. Era callado con las demás personas hasta el punto de parecer grosero. Pero con ella hablaba. No hablaba superficialmente como hacían la mayoría de adultos. Conversaba con ella de las cosas que eran interesantes para una niña pequeña. Las flores, los pájaros y los cambios de color repentinos en el cielo. Y de vestidos, cintas para el pelo y de dientes flojos que ella no dejaba tocar. Eran momentos breves y sinceros entre padre e hija, encajados entre la violencia súbita de las condenas, de la cárcel. A medida que se había hecho mayor, aquellas conversaciones habían perdido espontaneidad, en tanto que la ocupación del hombre detrás de las carantoñas y las manos grandes había dominado su vida, su perspectiva de Luther Whitney.

¿Cómo podía decir que este hombre no mataría?

Frank no pasó por alto el parpadeo. Allí había una brecha. Lo intuía. Se echó más azúcar en el café.

– ¿Así que según usted es inconcebible que él haya matado a la mujer? Pensaba que ustedes dos no mantenían ningún contacto.

– No digo que sea inconcebible. Sólo digo que… -Sintió vergüenza. Había interrogado a centenares de testigos y ninguno se había comportado con tanta torpeza como ella.

Abrió el bolso y buscó el paquete de Benson amp; Hedges. Frank echó mano de los caramelos en cuanto vio los cigarrillos. Ella soltó el humo a un lado mientras miraba los caramelos.

– ¿También intenta dejarlo? -preguntó con un tono comprensivo.

– Lo intento en vano. ¿Decía?

Kate dio otra calada al cigarrillo. La distracción le ayudó a serenar los nervios.

– Hace años que no veo a mi padre. No nos tratamos. Es posible que haya podido matar a la mujer. Cualquier cosa es posible. Pero eso no sirve en un juicio. Lo único que cuenta son las pruebas. Punto.

– Y nosotros intentamos disponer de todos los elementos para acusarle.

– ¿Tienen alguna prueba física que lo relacione con la escena del crimen? ¿Huellas dactilares? ¿Testigos? ¿Alguna cosa así?

– No -respondió Frank, después de pensarlo por un instante.

– ¿Han conseguido relacionar algo de lo robado con él?

– No.

– ¿Qué dice el informe de balística?

– Nada. Un proyectil inservible y no tenemos el arma.

Kate se acomodó mejor en la silla, mucho más tranquila a medida que la conversación se centraba en el análisis legal del caso.

– ¿Es lo único que tiene? -preguntó Kate con los ojos entrecerrados.

– Eso es todo -respondió Frank, que se encogió de hombros. Entonces, no tiene nada, detective. ¡Nada!

– Tengo mis instintos y mis instintos me dicen que Luther Whitney estuvo aquella noche en la casa y en el dormitorio. Lo que quiero saber es dónde está ahora.

– En eso sí que no puedo ayudarle. Se lo dije a su compañero la otra noche.

– Pero usted fue allí. ¿Por qué?

Kate se encogió de hombros. Había decidido no mencionar su conversación con Jack. ¿Ocultaba evidencias? Quizá.

– No lo sé. -Eso, en parte, era verdad.

– Tengo la impresión, Kate, de que es una de esas personas que siempre saben por qué hacen las cosas.

El rostro de Jack apareció por un instante en su mente. Lo apartó enojada.

– Se sorprendería, teniente.

Frank cerró la libreta con mucha ceremonia y se inclinó sobre la mesa.

– De verdad que necesito su ayuda.

– ¿Para qué?

– Esto es entre nosotros dos, no es oficial, o como quiera llamarle. Me interesan más los resultados que las sutilezas legales. -Algo muy curioso de decirle a una fiscal.

– No digo que no me atenga a las reglas. -El teniente acabó por ceder y encendió un cigarrillo-. Lo único que digo es que, si está a mi alcance, busco el punto más débil. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Según la información de que dispongo si bien usted no mantiene ninguna relación con su padre, él no deja de preocuparse por usted.

– ¿Quién se lo dijo?

– Caray, soy detective. ¿Es verdad o no?

– No lo sé.

– Maldita sea, Kate, no me venga con rollos. ¿Es verdad o no?

– ¡Es verdad! ¿Satisfecho? -Kate aplastó la colilla.

– Todavía no, pero no falta mucho. Tengo un plan para hacerle salir a la luz, y quiero que me ayude.

– No veo en qué puedo ayudarle. -Kate intuyó lo que vendría a continuación. Lo vio en los ojos de Frank.

El detective tardó diez minutos en explicárselo. Ella rehusó tres veces. Media hora más tarde seguían discutiendo. Frank se apoyó por un momento en el respaldo y después volvió a inclinarse bruscamente sobre la mesa.

– Mire, Kate, si no nos ayuda, no tendremos ninguna oportunidad de cogerle. Si es como usted dice y no tenemos una acusación en firme, entonces él quedará en libertad. Pero si él lo hizo, y nosotros podemos probarlo, entonces usted será la última persona en este mundo que querrá ver que no recibe su castigo. Ahora, si cree que estoy equivocado, la llevaré de regreso a su casa y me olvidaré de que nos conocimos, y su padre podrá continuar robando… o quizá matando. -Frank la miró a los ojos.

Kate abrió la boca pero no dijo ni una palabra. Miró más allá del detective donde la llamaba una visión surgida del pasado, una visión que se esfumó bruscamente.

A punto de cumplir los treinta, Kate Whitney ya no era el bebé que reía cuando su padre la lanzaba al aire, o la niña pequeña que le contaba al padre secretos muy importantes que no le revelaba a nadie más. Era una persona mayor, una adulta madura, que vivía por su cuenta desde hacía muchos años. Además, era funcionaria de la administración de justicia, una fiscal que había jurado cumplir con las leyes y la constitución de la mancomunidad de Virginia. Era su trabajo asegurar que las personas que quebrantaban las leyes recibieran el castigo merecido con independencia de quienes eran o del vínculo que tuvieran.

Entonces otra imagen apareció en su mente. Su madre mirando la puerta mientras esperaba que él llegara, preguntándose si estaría bien, visitándole en la prisión, haciendo listas de cosas para hablar con él. Hacía vestir a Kate para las visitas, y su entusiasmo iba en aumento a medida que se acercaba la fecha de su salida de la cárcel, como si se tratara de un gran héroe que acabara de salvar al mundo, y no de un ladrón. Revivió el dolor producido por las palabras de Jack. Él le había acusado de vivir una mentira. Él esperaba que sintiera cariño por el hombre que la había abandonado. Como si Luther Whitney fuera el inocente y ella la culpable. Bueno, Jack podía irse al infierno. Dio gracias a Dios por no haberse casado con él. Un hombre capaz de decirle cosas tan malas no se la merecía. En cambio, Luther Whitney se merecía lo que le esperaba. Quizá no había matado a la mujer. O quizá sí. Ella no decidía. Su trabajo consistía en exponer los hechos y que los miembros del jurado tuvieran la oportunidad de tomar la decisión correcta.