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– Estuve en su casa -contestó Luther-. En Estados Unidos. El taxista le miró con respeto.

– ¿Hay alguien en la casa? ¿Alguien del personal? -preguntó Luther.-No, se fueron todos. Esta mañana.

Luther se recostó en el asiento. La razón era obvia. Habían encontrado a la dueña de la casa.

Luther pasó varios de los días siguientes en la playa entretenido en mirar a los turistas que desembarcaban de los barcos de crucero y se lanzaban sobre las tiendas libres de impuestos que había en el centro de la ciudad. Los buscavidas de la isla hacían sus rondas cargados con sus maletines astrosos donde llevaban relojes, perfumes y demás baratijas falsificadas.

Por cinco dólares americanos, un isleño cortaba una hoja de áloe y volcaba el líquido espeso en una botellita de vidrio para ser utilizado cuando el sol comenzara a picar sobre la tierna piel blanca que permanecía dormida y sin mácula debajo de chaquetas y blusas. Un sombrero de paja hecho a mano costaba cuarenta dólares. Tardaban una hora en confeccionarlo, y había muchas mujeres con los brazos fofos y los tobillos hinchados que esperaban pacientemente sentadas en la arena a recibir el suyo.

La belleza de la isla tenía que haber servido para liberar a Luther, hasta cierto punto, de su melancolía. Y, por fin, el sol, la brisa suave y el ritmo tranquilo de la vida acabaron por apaciguar sus nervios hasta que llegó un momento en que sonreía a algún paseante, respondía con monosílabos a la charla del camarero y se bebía sus combinados tendido en la playa, escuchando el ruido de las olas en la oscuridad que, poco a poco, le arrancaban de la pesadilla. Pensaba marcharse dentro de unos días. Todavía no tenía muy claro a dónde.

Y entonces el cambio de canales se había detenido en la cnn y Luther, como un pez cansado sujeto a un sedal irrompible, fue arrastrado de vuelta, después de gastar varios miles de dólares y viajado miles de kilómetros, al lugar del que pretendía escapar.

Russell dejó la cama y fue hasta el buró a buscar los cigarrillos.

– Te quitarán diez años de vida. -Collin se dio la vuelta en la cama y contempló sus movimientos nerviosos con una expresión divertida.

– Ya me los ha quitado el trabajo. -Encendió un cigarrillo, le dio varias chupadas rápidas, lo apagó y volvió a acostarse sobre el vientre de Collin. Sonrió complacida cuando él la sujetó entre sus brazos largos y musculosos.

– La conferencia de prensa estuvo bien ¿verdad? -Ella casi le oía pensar. Era bastante transparente. Sin las gafas oscuras todos lo eran.

– Siempre que no descubran lo que pasó en realidad.

Ella se volvió para mirarle, pasó un dedo a lo largo de su cuello marcando una uve sobre el pecho suave. El pecho de Richmond era peludo; algunos de los mechones eran grises y enrulados en las puntas. El de Collin era como el culo de un bebé, pero se notaban los músculos fuertes debajo de la piel. Él podía partirle el cuello con la facilidad con que se parte un palillo. Por un segundo se preguntó qué se sentiría.

– Sabes que tenemos un problema.

Collin estuvo a punto de soltar una carcajada pero se contuvo.

– Sí, tenemos a un tipo que corre por ahí con las huellas del presidente y las huellas y la sangre de una mujer muerta en un cuchillo. Sin ninguna duda es un problema muy gordo.

– ¿Por qué crees que no ha dicho nada?

Collin encogió los hombros. Él en su lugar habría desaparecido. Hubiera cogido la pasta y adiós. Millones de dólares. Collin era muy leal, pero si hubiese tenido ese dinero eso era lo que hubiese hecho. Largarse. Por un tiempo. Miró a la mujer. ¿Con esa cantidad ella aceptaría irse con él? Entonces volvió a la realidad. Quizás el tipo pertenecía al partido del presidente, quizá le había votado. En cualquier caso para qué buscarse problemas.

– Quizás está asustado -respondió.

– Hay muchas maneras de hacerlo de forma anónima.

– Puede que el tipo no sea muy listo. O quizá no ve ningún beneficio. O a lo mejor le importa una mierda. Tú eliges. Si hubiera tenido la intención de decir algo ya lo habría hecho. En cualquier caso, no tardaremos en saberlo.

Ella se sentó en la cama.

– Tim, todo esto me preocupa. -El tono de su voz hizo que Tim también se sentara-. Yo tomé la decisión de guardar aquel abrecartas sin limpiarlo. Si el presidente descubre… -Ella le miró. El agente interpretó el mensaje en sus ojos. Le acarició el pelo y apoyó una mano contra su mejilla.

– Por mí no lo sabrá.

– Lo sé, Tim, te creo. Pero ¿qué pasará si él, esta persona, intenta comunicarse directamente con el presidente?

– ¿Por qué iba a hacer algo así? -preguntó Collin intrigado.

Russell se acomodó en el borde de la cama, dejó que los pies le colgaran a unos cuantos centímetros del suelo. Por primera vez, Collin vio la pequeña marca de nacimiento roja y ovalada en la nuca. Entonces se dio cuenta de que temblaba a pesar del calor que hacía en el dormitorio.

– ¿Por qué iba a hacer algo así, Gloria? -repitió Collin. Ella le dio la respuesta a la pared.

– ¿Se te ha ocurrido pensar que ese abrecartas es en este momento uno de los objetos más valiosos del mundo? -Ella se volvió, le mesó el pelo, y sonrió al ver cómo cambiaba de expresión a medida que llegaba a la única conclusión posible.

– ¿Chantaje?

Ella asintió.

– ¿Cómo se hace para chantajear al maldito presidente?

Ella se levantó, se echó una bata sobre los hombros y se sirvió otra copa de la botella casi vacía.

– Ser presidente no te hace inmune a los intentos de chantaje, Tim. Joder, tienes mucho más que perder o ganar.

Russell hizo girar la bebida en la copa sin prisas, se sentó en el sofá y se bebió la copa de un trago. Sintió el calor reconfortante de la bebida que le llegaba al estómago. Desde hacía un tiempo bebía más de lo habitual. Hasta ahora no afectaba a su rendimiento, pero tendría que vigilarlo, sobre todo en este nivel, en este momento crítico. Pero decidió que lo vigilaría a partir de mañana. Esta noche, con el peso de un desastre político a punto de caerle encima y con un hombre joven y apuesto en su cama, bebería. Se sentía quince años más joven. Cada momento con él la hacía sentir más hermosa. No olvidaba su objetivo, pero ¿dónde estaba escrito que no podía divertirse?

– ¿Qué quieres que haga?

Russell esperaba esta pregunta. Su joven y apuesto agente del servicio secreto. Un moderno caballero blanco como aquellos que aparecían en las novelas que leía siendo niña. Ella le miró sosteniendo la copa con la punta de los dedos mientras que con la otra mano se quitaba la bata y la dejaba caer al suelo. Había tiempo de sobra, sobre todo para una mujer de treinta y siete años que nunca había tenido una relación seria con un hombre. Tenía tiempo para todo. La bebida disipó los temores, la paranoia. Y también la cautela que tanta falta le hacía. Pero no esta noche.

– Hay algo que puedes hacer por mí. Te lo diré por la mañana. -Sonrió, se tendió en el sofá y tendió una mano. Él se levantó obediente y fue hacia ella. Unos instantes después sólo se oían los gemidos y el chirriar de los resortes sobrecargados del sofá.

A media manzana de la casa de Russell, Bill Burton permanecía sentado en el Bonnevilla de su esposa, con una lata de gaseosa sin calorías entre las rodillas. De vez en cuando echaba una ojeada a la casa donde había entrado su compañero a las doce y cuarto de la noche y había atisbado a la jefa de gabinete con un atuendo poco adecuado para una visita de trabajo. Con la cámara equipada con teleobjetivo había sacado dos fotografías de aquella escena que Russell habría matado por tener. Las luces se habían encendido sucesivamente en todas las habitaciones hasta llegar al lado este, cuando todas las luces se apagaron al unísono.

Burton miró los faros traseros apagados del coche del colega. El chico había cometido un error al venir aquí. Se jugaba la carrera, quizá no sólo él, sino también Russell. Burton recordó otra vez aquella noche. Collin que corría de regreso a la casa. Russell blanca como una sábana. ¿Por qué? En medio de la confusión Burton se había olvidado preguntar. Y después habían corrido a través de un maizal persiguiendo a alguien que no tenía que estar allí, pero que estaba.

Collin había vuelto a la casa por algún motivo y Burton decidió que ya era hora de saber cuál era. Tenía el presentimiento de que se gestaba una conspiración. Dado que le habían excluido, llegó a la conclusión de que él no se beneficiaría de la misma. Ni por un momento había creído que a Russell sólo le interesaba lo que había detrás de la bragueta de su compañero. Ella no era de esa clase, ni de lejos. Todo lo que hacía tenía un propósito, un propósito importante. Un buen polvo no era suficiente.

Pasaron otras dos horas. Burton miró la hora y entonces se puso alerta al ver salir a Collin de la casa, bajar poco a poco por la calle, y subir al coche. Cuando pasó a su lado, Burton se agachó, un poco avergonzado por vigilar las actividades de otro agente. Vio la señal del intermitente cuando el Ford dobló por la calle que le sacaba de la zona residencial.

Burton miró otra vez hacia la casa. Se encendió una luz en la que debía ser la sala de estar. Era tarde, pero la señora de la casa funcionaba a tope. Su vigor era legendario en la Casa Blanca. Burton se preguntó si en la cama mostraría la misma resistencia. Dos minutos más tarde la calle quedó desierta. La luz en la casa continuó encendida.