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El juez, sobrecargado con más de cien detenciones realizadas en el mismo concierto, archivó el caso después de advertir al policía que en el futuro se atuviera estrictamente a las normas. Jack había contemplado el juicio sin salir de su asombro. Impresionado, Jack salió de la sala en compañía de Tarr, tomó una cerveza con él aquella noche, y no tardaron en hacerse grandes amigos.

Excepto por algún roce ocasional y poco importante con la ley, Crimson era un buen, aunque no bienvenido, cliente en las salas de Patton, Shaw. Había sido parte del trato que a Tarr, que había despedido a su último abogado, se le permitiera seguir a Jack a Patton, Shaw como si la firma hubiese puesto alguna pega a un futuro socio que aportaba cuatro millones de dólares en trabajos.

Dejó la estilográfica y volvió a la ventana mientras sus pensamientos se centraban otra vez en Kate Whitney. Se le pasó una idea por la cabeza. Cuando Kate le dejó, Jack fue a ver a Luther. El viejo no tuvo consejos sabios, ni una solución instantánea al dilema de Jack. En realidad, Luther era la persona menos indicada para aconsejar a nadie sobre cómo llegar al corazón de su hija. Sin embargo, él siempre había podido hablar con Luther. De cualquier cosa. El hombre escuchaba. De verdad. No se limitaba a esperar que el otro hiciera una pausa en el relato para endilgarle sus propios problemas. Jack no sabía muy bien qué le diría. Pero sí estaba seguro de que Luther le escucharía. Con eso ya tendría suficiente.

Una hora más tarde escuchó el zumbido de la agenda electrónica. Jack miró la hora y se puso la chaqueta.

Jack caminó de prisa por los pasillos. Comería con Sandy Lord dentro de veinte minutos. Jack se sentía un poco inquieto por tener que comer con el hombre, a solas. Se comentaban muchísimas cosas de Sandy Lord, casi todas ciertas. La secretaria de Jack se lo había dicho esta mañana: él quería comer con Jack Graham. Y lo que Sandy Lord quería iba a misa, le recordó la secretaria con un cuchicheo que molestó a Jack.

Veinte minutos, pero primero Jack tenía que hablar con Alvis de los documentos de Bishop. Jack sonrió al recordar la expresión de Barry cuando depositó los borradores de la fusión sobre la mesa, treinta minutos antes de la hora límite. Alvis les había echado una ojeada sin disimular el asombro.

«Esto pinta muy bien. Me doy cuenta de que te di un plazo demasiado breve. No es algo que me guste hacer -le había dicho Barry, sin mirarle a la cara-. Te agradezco el esfuerzo, Jack. Lamento haber estropeado tus planes.»

«No sufras, Barry, para eso me pagan.» En el momento que Jack se disponía a marchar, Barry se había levantado.

Jack, en realidad tú y yo nunca hemos tenido ocasión de hablar desde que estás aquí. Es una firma muy grande. Espero que un día de estos podamos ir a comer juntos.»

«Estupendo, Barry. Dile a tu secretaria que le pase a la mía unas cuantas fechas.»

En aquel momento Jack se dio cuenta de que Barry no era mal tipo. Le había estropeado una fiesta, ¿y qué? Comparado cómo trataban los socios a los subordinados, Jack lo había tenido fácil. Además, Barry era un abogado de empresas de primera fila y Jack podía aprender mucho con él.

Jack pasó por delante de la mesa de la secretaria de Barry, pero Sheila no estaba en su puesto.

Entonces Jack vio las cajas amontonadas contra la pared. La puerta del despacho de Barry estaba cerraba. Jack llamó sin obtener respuesta. Abrió la puerta y se quedó de piedra. Cerró los ojos y los volvió a abrir incrédulo. Las librerías estaban vacías, en la pared sólo se veían las manchas más claras donde habían estado colgados los diplomas y certificados.

«¿Qué diablos?» Cenó la puerta y al volverse chocó con Sheila.

La mujer, siempre muy profesional y seria en el trato, sin un pelo fuera de lugar y las gafas bien montadas en el caballete de la nariz, estaba hecha unos zorros. Había sido la secretaria de Barry durante diez años. Miró a Jack con un destello de furia en los ojos que desapareció en un segundo. Le dio la espalda, volvió a su despacho y comenzó a preparar las cajas. Jack la observó atónito.

– Sheila, ¿qué demonios pasa? ¿Dónde está Barry? -Ella no le respondió. Movía las manos cada vez más rápido hasta que llegó un momento en que tiraba las cosas dentro de la caja. Jack se acercó, miró la caja-. ¿Sheila? -repitió- Dime qué está pasando. ¡Sheila!-Él le cogió una mano. Ella le dio una bofetada, algo que la conmovió tanto que se desplomó en la silla. Poco a poco agachó la cabeza hasta apoyarla en la mesa y se echó a llorar.

Jack miró a su alrededor. ¿Barry estaba muerto? ¿Había sufrido un accidente mortal y nadie se había molestado en avisarle? ¿La firma era tan enorme, tan insensible? ¿Se enteraría por una nota interior? Se miró las manos. Estaban temblando.

Se sentó en el borde de la mesa, tocó con suavidad el hombro de Sheila en un intento por consolarla sin resultado. Jack miró indefenso mientras continuaban los sollozos cada vez más fuertes. Por fin aparecieron dos secretarias de un despacho vecino y se llevaron a Sheila. Las dos miraron a Jack con cara de pocos amigos.

¿Qué diablos había hecho él? Miró la hora. Le quedaban diez minutos para la cita con Lord. De pronto le interesó mucho el encuentro. Lord sabía todo lo que pasaba en la firma, casi siempre antes de que ocurriera. Entonces un pensamiento brotó de las profundidades de su mente, un pensamiento terrible. Recordó la recepción en la Casa Blanca y el enojo de su prometida. Él le había mencionado a Barry Alvis por su nombre. Pero ella no hubiera sido capaz… Jack se marchó casi a la carrera, los faldones de la americana ondeando en el aire.

Fillmore’s era el nuevo punto de encuentro obligado de los poderosos. Las puertas eran de caoba maciza con herrajes de latón; las alfombras y cortinas hechas a mano valían una fortuna. Cada mesa era un paraíso autosuficiente de máxima productividad. Había servicios de teléfono, fax y fotocopiadora y se usaban con profusión. En las sillas como tronos, dispuestas alrededor de las mesas talladas, se sentaba la auténtica elite de los círculos políticos y económicos de Washington. Los precios garantizaban que la clientela seguiría así.

El ambiente del restaurante era sosegado aunque estaba lleno; sus ocupantes no estaban acostumbrados a que les diesen prisa, se movían a su ritmo. Algunas veces la sola presencia en una mesa en particular, el movimiento de una ceja, un carraspeo, una mirada, era para ellos todo un día de trabajo, y les reportaría grandes ganancias para ellos o para aquellos a los que representaban. El dinero y poder más puro flotaban por el salón en patrones bien definidos que se unían y separaban.

Los camareros, con pechera y pajarita, aparecían y desaparecían en el momento preciso y con toda discreción. Los clientes eran mimados y servidos, se les escuchaba o dejaba solos de acuerdo con el momento. Y las propinas reflejaban el aprecio del cliente.

Fillmore’s era el lugar preferido de Sandy Lord a la hora de comer. Miró por encima del menú, y sus ojos grises inspeccionaron rápida y metódicamente el amplio comedor en busca de posibles negocios o quizás algo más. Acomodó su pesado corpachón en la silla y pasó la punta de los dedos por encima de la oreja para arreglarse el pelo. El problema era que las caras conocidas desaparecían con el paso del tiempo, arrebatadas por la muerte o el retiro hacia el sur. Quitó una mota de polvo de uno de los puños de la camisa con sus iniciales y suspiró. Lord ya había esquilmado a la gente poderosa de este establecimiento, o quizá de toda la ciudad.

Llamó a su despacho para saber si había algún recado. Walter Sullivan no había llamado. Si el negocio de Sullivan se concretaba, Lord se encontraría con todo un país del antiguo bloque soviético como cliente.

¡Un país entero! ¿Cuánto se le podía cobrar a un país? En condiciones normales una fortuna. Pero el problema estaba en que los ex comunistas no tenían dinero, a menos que se contara como tal los rublos, cupones, copecs o lo que utilizaran ahora, aunque quizá todo eso sólo sirviera como papel higiénico.

Esto no le preocupaba. Los ex comunistas tenían materias primas en abundancia y eso era lo que quería Sullivan. Por esa razón Lord había pasado tres meses en aquel país. Pero habría valido la pena si Sullivan se salía con la suya.

Lord había aprendido a dudar de todo el mundo. Pero si había alguien capaz de sacar adelante este negocio, ese era Walter Sullivan. Todo lo que tocaba parecía multiplicarse a escala mundial, y los despojos que recibían sus cohortes eran verdaderas fortunas. El viejo, casi con ochenta años, no había bajado el ritmo ni un ápice. Trabajaba quince horas al día, se había casado con una nena de veintitantos que era una ricura. Ahora mismo estaba en Barbados con tres políticos de alto nivel para agasajarlos al mejor estilo del oeste y de paso hacer algún pequeño negocio. Sullivan llamaría. La breve y selecta lista de clientes de Sandy aumentaría en uno, pero qué uno.

Lord se fijó en la joven con una falda que apenas le tapaba el culo y tacones altos que cruzaba el comedor.

Ella le sonrió; él le respondió con un movimiento de cejas, uno de sus gestos preferidos por la ambigüedad. La joven trabajaba como enlace con el congreso para una de las grandes asociaciones de la calle Dieciséis, pero a él le importaba muy poco su trabajo. Para él lo único importante era que follaba de maravilla.

Verla le recordó muchas cosas agradables. Tendría que llamarla. Escribió una nota recordatoria en la agenda electrónica. Después volvió su atención, como hicieron la mayoría de las señoras presentes, a la figura alta y atlética de Jack Graham que venía hacia él recto como una flecha.

Lord se puso de pie y le ofreció la mano. Jack no la aceptó.

– ¿Qué diablos ha pasado con Barry Alvis?

Lord adoptó una expresión de desconcierto y se sentó. Apareció un camarero al que Lord despachó con un ademán. Lord miró a Jack, que seguía de pie.

– No le das a uno ni tiempo para respirar. Directo al hígado. A veces no está mal, pero no siempre.

– No bromeo, Sandy, quiero saber qué está pasando. La oficina de Barry está vacía, su secretaria me mira como si hubiese ordenado que lo mataran. Quiero respuestas. -La voz de Jack subió de tono, y aumentaron las miradas desde las otras mesas.

– No sé qué piensas, pero estoy seguro de que podemos discutirlo con un poco más de dignidad. Siéntate y compórtate cómo corresponde a un socio de la mejor firma de abogados de la ciudad.

Durante cinco segundos cruzaron las miradas hasta que Jack se sentó.