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Lord se dejó caer contra el respaldo de la silla, con su masa proyectándose hacia el exterior hasta que ocupó todo el espacio.

Fuera del restaurante hacía un precioso día de otoño. Ni la lluvia ni el exceso de humedad habían empañado el azul puro del cielo; la brisa suave empujaba los periódicos abandonados. El ritmo tórrido de la ciudad parecía haber disminuido un poco. Calle abajo, en el parque LaFayette, los fanáticos del sol permanecían acostados en la hierba dispuestos a mantener el bronceado antes de la llegada del frío. Los mensajeros en bicicleta aprovechaban la pausa del mediodía para recorrer el parque atentos a disfrutar del espectáculo de piernas desnudas y escotes amplios.

En el interior del restaurante, Jack Graham y Sandy Lord se miraban a los ojos.

– Ya no peleas, ¿verdad?

– No tengo tiempo para eso, Jack. Al menos en los últimos veinte años. Si no creyera que puedes enfrentarte al enfoque directo, te hubiese dicho unas cuantas mentiras y lo hubiese dejado correr.

– ¿Qué quieres que te diga?

– Lo único que quiero saber es si estás o no con nosotros. En realidad, con Baldwin, puedes ir a cualquier otra firma de la ciudad. Nos escogiste a nosotros, supongo que porque te agradó lo que viste.

– Baldwin te recomendó.

– Es un hombre listo. Muchas personas seguirían su consejo. Llevas con nosotros un año. Si decides quedarte, te convertirás en socio. Francamente, los doce meses de espera sólo fueron una formalidad para ver si encajábamos. A partir de ahora no tendrás más preocupaciones financieras, sin contar la considerable fortuna de tu futura esposa. Tu principal ocupación será mantener contento a Baldwin, aumentar su cuenta, y traernos a cualquier otro cliente que consigas. Seamos sinceros, Jack, la única seguridad que tiene un abogado son los clientes que controla. Nunca lo mencionan en la facultad y es la lección más importante de todas. Nunca jamás lo olvides. Incluso el trabajo en sí queda en segundo plano. Siempre habrá alguien para ocuparse del papeleo. Tendrás carta blanca para conseguir más clientes. Nadie te pedirá explicaciones, excepto Baldwin. No tendrás que controlar el trabajo legal hecho para Baldwin, otros lo harán por ti. En su conjunto, no es una vida tan desagradable.

Jack se miró las manos. Vio en ellas el rostro de Jennifer. Tan perfecto. Se sintió culpable por haber supuesto que ella había hecho despedir a Barry Alvis. Después pensó en las muchas y pesadas horas de trabajo como defensor público. Por último pensó en Kate, y se controló. ¿Qué había allí? Nada. Miró a Lord.

– Una pregunta estúpida. ¿Podré continuar ejerciendo?

– Si quieres. -Lord le miró con atención-. ¿Debo interpretar la pregunta como un sí?

– El pastel de cangrejo suena tentador -contestó Jack con la mirada en el menú.

Sandy soltó una bocanada de humo en dirección al techo y sonrió.

– Me encanta, Jack. Me encanta.

Dos horas más tarde, Sandy estaba en un rincón de su enorme despacho. Miraba a través de la ventana, mientras participaba en una conferencia telefónica que sonaba por el altavoz.

Dan Kirksen entró en el despacho. La pajarita y la camisa almidonada ocultaban su esbelto cuerpo de atleta. Kirksen era el socio gerente de la firma. Tenía un control sobre todos los de la casa excepto Sandy Lord. Y ahora quizá Jack Graham.

Lord le miró con indiferencia. Kirksen se sentó y esperó pacientemente hasta que todos los participantes en la conferencia se despidieron. Lord cortó la comunicación y se sentó en su sillón. Se echó hacía atrás, miró el techo y encendió un cigarrillo. Kirksen, un fanático de la salud, se apartó unos centímetros de la mesa.

– ¿Querías algo? -La mirada de Lord se fijó en el rostro delgado y sin barba de Kirksen. El hombre controlaba desde hacía años una cuenta de seiscientos mil dólares, algo que le garantizaba una larga y segura estancia en PS amp;L, pero esa cifra era calderilla para Lord y él no hacía nada por disimular su desprecio por el socio gerente.

– Nos preguntábamos qué tal había ido el almuerzo.

– Tú te ocupas de los pelotas. Eso es cosa tuya.

– Los rumores eran inquietantes. Además tuvimos que echar a Alvis cuando llamó la señorita Baldwin.

– Todo está resuelto. -Lord hizo un ademán-. Nos quiere. Se queda. Y yo desperdicié dos horas.

– Dada la cantidad de dinero en juego, Sandy, nosotros pensamos que sería para bien si tú podías transmitir la firme impresión de…

– Sí. Yo también entiendo de números, Kirksen, mejor que tú. ¿De acuerdo? El chico se queda. Con un poco de suerte duplicará el volumen del negocio dentro de diez años, y todos nos retiraremos un poco antes. -Lord miró a Kirksen, que parecía cada vez más pequeño ante la mirada del hombretón-. Tiene cojones, sabes. Más cojones que todos mis otros socios.

Kirksen hizo un gesto.

– En realidad, me gusta el chico. -Lord dejó el sillón y se acercó a la ventana, desde donde contempló a un grupo de niños de parvulario cruzar la calle cogidos de una cuerda.

– Entonces, ¿puedo informar al comité de un resultado positivo?

– Puedes informar lo que te salga del pito. Sólo recuerda una cosa: no volváis a molestarme con algo así a menos que sea importante de verdad, ¿está claro?

Lord miró una vez más a Kirksen y después otra vez por la ventana. Sullivan no había llamado. No era una buena señal. Ya podía ver a su país desapareciendo como desaparecían los niños a la vuelta de la esquina.

– Gracias, Sandy.

– Sí.