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– Tenía una relación con él.

– Andy quería que lo reconociera, que saliera del armario. Pero no podía. La gente no lo entiende, no entiende nada. Aunque digan que lo entienden, no es cierto; he sido testigo de ello. Sé lo que se dice a espaldas de los demás, los chistes, las pullas, la falta de respeto. Sé lo que pasa. Mi carrera… todo por lo que he luchado… Yo…

Se interrumpió, como si el argumento no le resultara convincente ni a él. Se dejó caer en una de las butacas de cuero con el rostro sepultado entre las manos.

– Andy no lo entendía, pero yo no podía…

Kovac dejó el vaso sobre la mesa.

– ¿Estuvo usted con él la noche en que murió, Steve?

Pierce sacudió la cabeza una y otra vez mientras intentaba recobrar la compostura.

– No -dijo por fin-. Ya le dije que lo vi el viernes por la noche. Las amigas de Jocelyn le habían organizado una especie de despedida de soltera. Andy y yo habíamos discutido por su decisión de salir del armario… y hacía mucho tiempo que no estábamos juntos ni nos hablábamos siquiera.

– ¿Salía con otro?

– No lo sé, puede. Una noche lo vi en un bar con alguien, pero no sé si estaban enrollados.

– ¿Conocía al otro?

– No.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Tenía pinta de actor, con el pelo oscuro y una sonrisa radiante, pero no sé si estaban juntos.

– ¿Qué pasó cuando fue a verlo el viernes por la noche?

– Volvimos a discutir. Quería que le contara la verdad a Joss.

– Y usted se enfadó.

– Más bien me exasperé.

– ¿Cuánto tiempo llevaban juntos usted y Andy?

Pierce agitó la mano en un gesto vago.

– Esporádicamente, desde la universidad. Al principio creí que no era más que un experimento… curiosidad. Pero no dejaba de… necesitarlo… de llevar una doble vida… y no encontraba ninguna salida. Estoy prometido a la hija de Douglas Daring, por el amor de Dios. Nos casamos dentro de un mes. ¿Cómo voy a…?

– ¿Habían discutido en otras ocasiones sobre lo mismo?

– Cincuenta veces. Nos peleábamos, dejábamos de vernos un tiempo, nos reconciliábamos, dejábamos correr el asunto, él se deprimía…

Dejó la frase sin terminar y permaneció ahí sentado, encorvado como un anciano, el rostro contraído en un rictus de dolor y remordimiento.

– ¿Pudo habérselo contado a Jocelyn? -preguntó Kovac.

– No, Andy no era así. Consideraba que era asunto mío, mi responsabilidad. Y yo no la asumía.

– ¿Estaba Andy enfadado con usted?

– Dolido -puntualizó Pierce-. No quiero creer que se suicidara -añadió tras una pausa-, porque no quiero creer que quizá yo le empujé a ello.

En sus ojos volvieron a brillar las lágrimas; los cerró con fuerza, y las lágrimas se deslizaron por entre sus pestañas.

– Pero me temo que soy responsable -murmuró-. No fui lo bastante hombre para reconocer lo que soy, y puede que la persona a la que más quería en el mundo haya muerto por eso. En tal caso, yo lo maté. Lo amaba y lo maté.

El silencio quedó suspendido entre ellos, quebrado tan solo por el murmullo del equipo de música al fondo. Sonaba una de esas emisoras de seudojazz que siempre parecían retransmitir la misma melodía, con el mismo ritmo, el mismo saxo gimiente, la misma trompeta perezosa. Kovac lanzó un suspiro y se preguntó qué debía hacer a continuación. Nada, suponía. No tenía sentido seguir presionando a Pierce. Era su secreto, su losa, y su castigo consistiría en seguir cargándola durante el resto de su vida.

– ¿Se lo contará a Jocelyn? -preguntó por fin.

– No.

– Es una mentira muy grande para arrastrarla toda la vida, Steve.

– No importa.

– Puede que a usted no, pero ¿no cree que ella merece algo mejor?

– Seré un buen marido, incluso un buen padre. Hacemos una pareja impresionante, ¿no le parece? Eso es lo que quiere Joss, un muñeco Ken de tamaño natural para vestirlo, sacarlo a pasear y fingir. A mí se me da muy bien fingir; llevo haciéndolo casi toda la vida.

– Y lo harán socio en Daring-Landis, y todos serán infelices y no comerán perdices.

– Nadie se dará cuenta.

– El sueño americano.

– ¿Está usted casado, Kovac?

– En dos ocasiones.

– Y eso lo convierte en un experto.

– En lo que respecta a la infelicidad, sí. He acabado por darme cuenta de que es más barato y más fácil ser infeliz solo.

Otro silencio.

– Debería contárselo, Steve. Por el bien de los dos.

– No.

En aquel momento, Kovac vio que la puerta del pasillo se abría lentamente, y la aprensión le formó un nudo en la garganta. Jocelyn Daring apareció en el umbral con el abrigo puesto. Kovac no sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero a juzgar por su expresión, el tiempo suficiente. Tenía las mejillas manchadas de lágrimas y rímel, los labios desprovistos de color. Pierce la miró sin decir nada. Al cabo de unos instantes, los labios de Jocelyn se torcieron en una mueca temblorosa.

– ¡Maldito hijo de puta! -escupió como si disparara las palabras antes de abalanzarse sobre Pierce como una posesa.

Kovac la asió por la cintura justo a tiempo. La joven gritó y se debatió, agitando los puños hasta que le dio en la frente y le abrió el corte que había empezado a cicatrizar. Por fin le asestó un puntapié, se zafó de él y cogió un candelabro de peltre que había sobre la mesilla.

– ¡Maldito hijo de puta! -repitió antes de golpear a Pierce, que no se había movido, en la cabeza-. ¡Te dije que no hablaras con él! ¡Te lo dije! ¡Te lo dije!

Kovac la agarró por detrás en un intento de apartarla de Pierce. Su cuerpo era firme y fuerte, era alta y la poseía una rabia sobrehumana.

Pierce no intentó defenderse. La sangre le corría en varios regueros por la cabeza. Se la enjugó con los dedos y se pintó con ella la mejilla.

– ¡Yo te quería! ¡Te quería! -siguió chillando Jocelyn, al borde de la incoherencia-. ¿Por qué se lo has contado? Yo podría haberlo arreglado todo.

De repente su furia se disipó, y la joven se desmoronó entre sollozos. Kovac la condujo hasta una silla y la ayudó a sentarse. Incapaz de sostenerse, resbaló al suelo y se aovilló, asestando puñetazos a la silla.

– Podría haberlo arreglado todo. Podría haber…

Kovac se inclinó y le quitó el candelabro mientras la sangre de su propia herida le manchaba el jersey de cachemira azul celeste.

– Creo que tiene usted razón, sargento -musitó Pierce, mirándose la mano ensangrentada-. Sin duda es más fácil ser infeliz solo.

El vecino había logrado encontrar un metro cuadrado disponible en su jardín para añadir otro adorno a la fiesta, un marcador luminoso que contaba las horas y los minutos que faltaban hasta la llegada de Papá Noel.

Kovac se lo quedó mirando durante un rato, fascinado por los números que iban cambiando, preguntándose qué sanción le impondrían si lo detenían por destrucción de una propiedad privada. ¿Cuántos iconos luminosos y estridentes consagrados a la sobrecomercialización de las fiestas podía destruir antes de rebasar la frontera entre falta y delito? ¿Podría declararse culpable de un crimen menor y conservar la placa?

Finalmente decidió que no tenía fuerzas para el vandalismo y se limitó a entrar en casa. Seguía tan vacía como antes, salvo por el hedor de la basura que debería haber sacado por la mañana.

Hogar, dulce hogar.

Se quitó el abrigo, lo echó sobre el respaldo del sofá, y fue al baño de la planta baja para asearse y evaluar los daños. El corte que tenía sobre el ojo izquierdo ofrecía un aspecto tremendo, una costra manchada de sangre seca. Debería haber ido a urgencias para que se lo curaran, pero no lo había hecho. Se lo limpió con un paño entre muecas de dolor, pero por fin desistió, se lavó las manos y se tomó tres analgésicos.

Fue a la cocina, abrió el frigorífico, sacó un bocadillo de albóndigas a medio comer y lo olisqueó. Mejor que la basura…

Bocadillo en mano, se apoyó contra el mostrador y escuchó el silencio mientras repasaba mentalmente la escena acaecida en casa de Pierce. Jocelyn Daring, loca de rabia, dolor y celos, cruzando la estancia como una exhalación.

Te dije que no hablaras con él… ¿Por qué se lo has contado?… Yo te quería. Te quería.

¿Por qué se lo has contado?

Extraña frase, pensó Kovac, como si la homosexualidad de Pierce fuera un secreto que Jocelyn ya conociera, pese a que Pierce no se lo había contado ni tenía intención de contárselo.

Recordó la noche en que la conoció, su actitud hacia Pierce, tan posesiva y protectora, la expresión cautelosa cuando le preguntó si conocía a Andy Fallon.

Eso es lo que quiere Joss, un muñeco Ken de tamaño natural para vestirlo, sacarlo a pasear y fingir…

Era una mujer excepcionalmente fuerte. Aun ahora le dolían los bíceps por el esfuerzo de retenerla. Con aire pensativo, se llevó el bocadillo a la boca para darle un bocado, pero su busca sonó antes de que pudiera verificar si contraería o no salmonella. La pantalla mostraba el número del móvil de Liska. Marcó su número y esperó.

– Casa del Dolor. Servicio a domicilio.

– Sí, hola, quiero otro golpe en la cabeza y de postre una patada en los dientes.

– Lo siento, pero no tenemos tiempo para divertirnos. Pero te voy a alegrar el día. Deene Combs ha movido ficha. Una hija de Chamiqua Jones ha muerto.