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Liska intentó pasar junto a él, pero Springer no paraba de bloquearle el paso. Llevaba unos pantalones marrones holgados que habían visto tiempos mejores, así como un suéter gris de St. Olaf arremangado que le quedaba fatal. Ni siquiera era capaz de vestirse como Dios manda.

– Además, ¿qué tiene que ver todo esto contigo? -preguntó con sequedad.

– Ayudo a Castleton en la investigación del asalto. La víctima había quedado conmigo para hablarme del asesinato de Curtis, y ahora que alguien se ha tomado la molestia de cerrarle la boca, aún siento más curiosidad por saber qué quería contarme. Ya sabes cómo soy cuando me pongo en serio, Cal, como un perro en pos de un gato. No me detengo hasta darle caza.

Springer emitió un sonido gutural y se llevó una mano al estómago mientras miraba de soslayo el aseo situado bajo la escalera.

– ¿Por qué te codeas con agentes, Cal? Eres detective, por el amor de Dios, y además, debes de llevarles unos quince años. No pretendo ofenderte, pero ¿por qué buscan tu compañía?

– Mira, Liska, ya te he dicho que no me encuentro bien -insistió Springer, mirando de nuevo hacia el aseo-. ¿No podemos continuar esta conversación en otro momento?

– ¿Después de tomarme la molestia de venir hasta aquí? -exclamó ella, ofendida-. Menudo anfitrión estás hecho. Aunque hay que reconocer que tienes una casa bonita

Avanzó hasta el final del recibidor para asomarse a un salón con chimenea de piedra y sofás sobrecargados de almohadones. El espigado árbol de Navidad estaba decorado con adornos artesanales y demasiada lama de plata.

– En este barrio te deben de pegar unos palos tremendos con los impuestos -comentó.

– ¿Y a ti qué te importa? -bufó Springer, exasperado.

– Nada, de todos modos, no podría permitirme vivir en un lugar como este. ¿Cómo te las arreglas tú?

Aquellas palabras lo cogieron desprevenido, y por un instante, Liska vio una expresión sombría en el rostro de Springer. Comprendió con claridad meridiana que Cal Springer debía de pasarse la vida intentando alcanzar unos objetivos que siempre quedaban fuera de su alcance.

En aquel instante se oyó el sonido de la puerta del garaje al abrirse, y Springer pareció arrugarse aún más ante sus ojos.

– Es mi mujer que vuelve del trabajo.

– ¿Ah, sí? ¿Y a qué se dedica, a la neurocirugía? Ay, no, qué tonta, si fuera neurocirujana ya habría hecho algo respecto a tu ausencia total de sentido común.

– Es maestra -explicó Springer mientras se masajeaba el estómago.

– Ah, bueno, eso explica vuestro extravagante tren de vida. Las maestras se forran, sin lugar a dudas.

– Entre los dos nos ganamos bien la vida -masculló Springer, a la defensiva.

Lo bastante bien para estar endeudado hasta las cejas, pensó Liska.

– Pero en cualquier caso, un ascenso no te vendría mal, ¿eh? Claro que después de la cagada con lo de Curtis, tienes pocas posibilidades. Por eso has decidido presentarte a delegado y demostrar a los peces gordos que eres un poli de altos vuelos, ¿verdad?

– Hola, Calvin, ya estoy en casa -llegó una voz suave y dulce desde la cocina-. Te he traído el antidiarreico.

– Estamos aquí, Patsy.

– ¿Estamos?

Se oyó el frufrú de varias bolsas de plástico, y al poco, la señora Springer apareció en el recibidor. Era el prototipo clásico de maestra de escuela de mediana edad, un poco rolliza, un poco desaliñada, con grandes gafas y cabello casi incoloro.

– Soy Nikki Liska, señora Springer -se presentó Liska con la mano extendida.

– Del trabajo -añadió Cal.

– Creo que nos conocimos en un acto del departamento -prosiguió Liska.

La señora Springer parecía desconcertada, o tal vez un poco aprensiva.

– ¿Ha venido para ver cómo está Calvin? El estómago lo ha estado matando.

– Bueno, sí, aunque más bien he venido a hacerle algunas preguntas.

Springer se había situado detrás de su mujer. Su rostro se había puesto blanco, y parecía concentrado en otra dimensión, una dimensión desde la que podía ver su vida desmoronarse como un castillo de naipes.

La señora Springer frunció el ceño.

– ¿Preguntas sobre qué?

– ¿Sabe usted dónde estuvo su marido anoche hacia las once, once y media?

Los ojos de la señora Springer se llenaron de lágrimas tras las descomunales gafas. Miró a su marido por encima del hombro.

– ¿De qué va esto?

– Responde, Patsy -la instó Springer con impaciencia-. No pasa nada.

Liska esperó con el corazón en un puño, recordando a su madre cuando Asuntos Internos fue a su casa a hacerle preguntas sobre ella. Conocía bien aquella sensación de vulnerabilidad, de traición, la sensación de que alguien de tu propia sangre te delate.

– Calvin salió anoche -repuso Patsy Springer por fin-. Con unos amigos.

A su espalda, Springer se pasó la mano por el rostro e intentó ahogar un suspiro.

– No -negó Liska con la mirada clavada en él-. Esos tipos con los que Cal asegura haber salido anoche no son sus amigos, señora Springer. Por su bien espero que lo que acaba de decirme sea mentira.

– Ya basta, Liska -terció Springer, interponiéndose entre ambas mujeres-. No puede venir a mi casa y tachar a mi esposa de mentirosa.

Sin arredrarse, Liska sacó los guantes del bolsillo del abrigo y se los puso con parsimonia.

– No me has escuchado, Cal -murmuró-. Aléjate de este asunto antes de que el asunto acabe contigo. Nada de lo que puedan tener contra ti es tan horrible como lo que han hecho.

– ¿A qué se refiere, Calvin? -gimió la señora Springer con voz temerosa.

Springer lanzó a Liska una mirada furiosa.

– Fuera de mi casa.

Liska asintió, dirigió una última mirada a la casa demasiado opulenta y a Cal Springer, un hombre carcomido.

– Piensa en ello, Calvin -insistió-. Sabes lo que le hicieron; probablemente, sabes más que eso. Llevan la misma placa que tú y yo, y eso es lo peor. Sé un hombre y detenlos de una vez.

Sin pronunciar palabra, Springer desvió la vista con la mano aún sobre el estómago y la piel cenicienta perlada de sudor.

Liska salió al frío del atardecer, subió al coche y se dirigió al este hacia Minneapolis, deseosa como nunca de estar en su modesta casa con sus hijos.