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Liska clavó la mirada en su regazo.

– No, señora. Lo siento.

– Ya. Está ahí sentada preguntándose si me quejaré a su teniente.

Liska guardó silencio porque Savard tenía toda la razón. Le preocupaba más cómo aquella cagada podía afectar a su carrera que si sus palabras habían ofendido a Savard a nivel personal. Triste pero cierto. Anteponía su carrera a todo cuando no estaba demasiado ocupada metiendo la pata. La fuerza de la costumbre, en ambos casos. La ambición profesional era una parte de la mentalidad de superviviente que la había mantenido a flote durante toda su vida. La otra era una tendencia desafortunada que había frenado su ascenso en más de una ocasión.

– No se preocupe, sargento -la tranquilizó Savard en tono cansino-. Estoy demasiado curtida.

– ¿Cree que Andy Fallon se suicidó? -preguntó Liska tras un silencio incómodo.

La frente de Savard se arrugó delicadamente.

– ¿Acaso cree usted algo distinto? Tengo entendido que Andy se ahorcó.

– Lo encontramos ahorcado, sí.

– Dios mío, no creerá que fue…

La teniente se interrumpió antes de pronunciar la palabra «asesinado», consciente de que ante ella se sentaba una detective de Homicidios.

– Puede que fuera un accidente -explicó Liska-. No podemos descartar la asfixia autoerótica… A decir verdad, en estos momentos no sabemos qué ocurrió.

– Un accidente -repitió Savard, bajando la mirada-. Eso también sería terrible, pero sin duda menos que cualquiera de las alternativas. Sea como fuere, el ahorcamiento no es un modo fácil de morir.

Se llevó la mano al cuello un instante, pero la apartó enseguida.

– No creo que exista un modo fácil de morir -opinó Liska-. Al menos, el ahorcamiento es rápido; no se tarda mucho en perder el conocimiento, un par de minutos a lo sumo.

Pero de repente se les ocurrió a ambas cómo podía llegar a ser ese par de minutos. Liska tragó saliva.

– ¿En qué estaba trabajando? ¿En ese caso sobre el que hablaron el domingo por la noche? ¿De qué se trataba?

– No puedo decírselo.

– Estoy investigando una muerte, teniente. ¿Y si Andy Fallon no se suicidó? ¿Y si ha muerto a causa de uno de sus casos?

Esperó unos instantes a ver si Savard se desmoronaba, pero comprendió que eso no sucedería en los próximos diez años.

– Sargento Liska, Andy estaba deprimido -señaló Savard con calma-. Lo encontraron ahorcado. Imagino que en la casa no faltaba nada, ¿verdad? Nadie habla de «presunto suicidio» cuando la puerta está forzada y el equipo de música ha desaparecido. No veo el crimen por ninguna parte, sargento -prosiguió-. Tan solo veo una tragedia.

– Es una tragedia en cualquier caso -puntualizó Liska-, pero a mí me corresponde dilucidar los detalles. Solo intento hacer mi trabajo, teniente. Querría ver los expedientes y las notas de los casos de Andy.

– Imposible. Esperaremos los resultados de la autopsia

– Es Navidad -le recordó Liska-, y los suicidios se amontonan. Podrían pasar varios días antes de que le tocara el turno a Fallon.

Savard no pestañeó siquiera.

– Una investigación de Asuntos Internos es un asunto muy serio, sargento. No quiero que los detalles salgan a la luz a menos que sea absolutamente necesario. Podría resultar perjudicada la carrera de algún policía.

– Creía que ese era su objetivo -espetó Liska al tiempo que se levantaba.

Cerró el cuaderno, se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta e hizo una mueca.

– Vaya, otra vez ese tono. Lo siento mucho -se disculpó sin remordimiento alguno-. En fin, cuando le cuente a mi teniente lo impertinente que soy, no olvide mencionar que se niega a cooperar en la investigación de una muerte, teniente Savard. Puede que él tenga más suerte y logre convencerla.

Le dedicó un saludo burlón y salió del despacho.

La recepcionista ni siquiera levantó la mirada. La puerta del tipo trajeado seguía cerrada. Liska oyó dos voces que discutían, pero no alcanzó a discernir el contenido de la conversación. En cualquier caso, Fosforito había acudido por algo relacionado con Andy Fallon, y el caso había sido asignado a otro.

Salió al pasillo y miró a su alrededor. Estaba desierto, al menos de momento. Con frecuencia, el edificio producía esa impresión pese a que estaba abarrotado de policías, delincuentes, funcionarios y ciudadanos. Liska se dirigió a la fuente situada frente a la sala 126 y esperó.

Al cabo de unos tres minutos, la puerta se abrió y por ella salió Fosforito con el rostro de un matiz colorado que no casaba en absoluto con el tono de su parka. Se acercó a la fuente, se mojó las manos y se las pasó delicadamente por las mejillas. Respiraba hondo por entre los labios fruncidos en un esfuerzo visible por recobrar la calma.

– Un lugar exasperante, ¿eh? -comentó Liska.

Fosforito giró sobre sus talones. Tenía los ojos de color verde muy claro, casi traslúcido, y en ellos se pintaba una expresión suspicaz.

– Yo tampoco he conseguido lo que quería -confió Liska mientras se acercaba a él-. No tenga reparo en odiarlos. Todo el mundo odia a Asuntos Internos. Yo los odio, y eso que trabajo aquí.

– Razón de más, ¿no? -repuso Fosforito-. Desde luego, a juzgar por lo que he visto, parece un lugar odioso.

– ¿Es usted policía? -preguntó Liska con los ojos entornados-. ¿De Narcóticos? Porque si fuera de otro departamento lo conocería.

Si ese tipo era policía ella era Beethoven, pero la pregunta le hizo ganar varios puntos. Al verlo de cerca le sorprendió comprobar que apenas era tan alto como ella, y varios centímetros de su estatura se debían a las suelas de los estrafalarios zapatos que llevaba. Era menudo, sin lugar a dudas. Llevaba rímel y brillo de labios, así como cinco pendientes en una oreja.

– Solo un ciudadano preocupado -repuso por fin, mirando a ambos lados del pasillo.

– ¿Y qué es lo que le preocupa?

– La injusticia.

– Pues en teoría, ha venido al lugar adecuado.

Liska sacó una tarjeta del bolsillo y se la alargó.

– Pero tal vez haya hablado con las personas equivocadas.

– Tal vez.

Dicho aquello, Fosforito se guardó la tarjeta en el bolsillo de la parka y se alejó.