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– Apuesto a que el viejo no se lo tomó bien.

– ¿Para qué contárselo? -espetó Pierce con voz tensa por la furia que intentaba contener-. Mira, papá, sigo siendo el hijo del que tanto te enorgullecías en todos esos partidos de fútbol -canturreó con venenoso sarcasmo-, solo que me gusta que me la metan por el culo, ¿vale?

Apuró el whisky como si de zumo de manzana se tratara.

– Joder, pero ¿qué esperaba? Debería haberlo dejado correr y que el viejo viera lo que quisiera. Eso es lo que la gente quiere de todos modos.

– ¿Cuánto tiempo hacía que sabía usted que Andy era homosexual?

– No lo sé, no marqué la fecha en el calendario -replicó Pierce, alejándose.

– ¿Un mes, un año, diez años?

– Hace tiempo -dijo Pierce con impaciencia-. ¿Qué más da?

– ¿Y solo se lo ocultaba a su familia? ¿Todos los demás lo sabían? ¿Sus amigos, sus compañeros de trabajo?

– No era una loca -masculló Pierce-. Su homosexualidad no era asunto de nadie a menos que él decidiera que lo era. En la universidad compartíamos habitación, y fue entonces cuando me lo dijo. A mí me daba igual. Más tías para mí, ¿no? Menos competencia.

– ¿Y por qué decidiría contárselo por fin a su padre y a su hermano? -insistió Kovac-. ¿Qué lo impulsó a hacerlo? La gente no larga sus secretos sin más. Siempre hay algo que los empuja a hacerlo.

– ¿Adonde intenta ir a parar? Porque si no intenta ir a parar a ninguna parte, preferiría estar a solas y seguir bebiendo hasta perder el conocimiento.

– No me parece usted de la clase de personas que se quedan cruzadas de brazos, Steve -señaló Kovac.

Se apartó del mueble bar y se apoyó contra una de las butacas de cuero, que incluso olía a guante de béisbol. Seguro que eso incrementaba el precio.

Pierce aguantó el escrutinio de Kovac en postura rígida. La gente mentía incluso con el lenguaje corporal… o al menos lo intentaba, porque rara vez era tan efectivo como la versión verbal.

– Su amigo dio un gran paso al confesar abiertamente su homosexualidad -prosiguió Kovac-. Y se dio de narices, al menos con su padre. Un rechazo así puede precipitar a una persona al abismo. Y una persona como Andy, tan unido a su padre, tan deseoso de complacerlo…

– No.

– Escribió una disculpa en el espejo. ¿Por qué haría una cosa así si solo se trataba de un jueguecito sexual?

– No lo sé. Solo sé que Andy no se suicidaría.

– O quizá la nota del espejo no es suya -aventuró Kovac-. Tal vez Andy estaba con un amante, y jugando se les fue la mano… El amante se asusta… ¿Conoce usted a alguno de sus amantes?

– No.

– ¿A ninguno? Pero si eran muy buenos amigos. Es un poco raro, ¿no?

– No me interesaba su vida sexual; no tenía nada que ver conmigo.

Tomó un trago de whisky y clavó una mirada huraña en un enchufe situado en el otro extremo de la habitación.

– Esta mañana me dijo que Andy no salía con nadie, lo cual sugiere que quizá sí le interesaba su vida sexual.

– Lo que me recuerda que esta conversación ya la hemos sostenido antes, detective -replicó Pierce-. No me apetece repetir la experiencia.

Kovac extendió las manos.

– Steve, da la impresión de que necesita desahogarse. Sencillamente quería darle la oportunidad de hacerlo, ¿entiende?

– No tengo nada importante que contarle.

Kovac se mesó el bigote y se acarició el mentón.

– ¿Está seguro?.

En aquel momento se oyó el sonido de una llave en la cerradura, lo cual dio a Pierce ocasión de escurrir el bulto. Kovac lo siguió al recibidor. Acababa de entrar una rubia despampanante que se estaba quitando los botines junto a la puerta mientras dejaba unas bolsas llenas de comida para llevar sobre la mesilla.

Pollo al ajillo y ternera mongola. A Kovac se le hizo la boca agua y recordó la lasaña que había dejado en casa con un cariño que no merecía.

– Te he dicho que no me apetecía comer nada, Joss.

– Tienes que comer algo, cariño -lo riñó la rubia con suavidad al tiempo que se quitaba el abrigo.

Poseía unas facciones que parecían esculpidas y un par de ojos imposiblemente grandes. Su cabello, cortado a la altura de los hombros, parecía seda de color oro pálido.

– He pensado que quizá el olor te despierte el apetito.

Colgó el abrigo de un perchero de roble que aparentaba unos cien años de antigüedad y sin duda había costado una pequeña fortuna. Al volverse vio a Kovac e irguió la espalda. Parecía una reina contrariada por la presencia de un campesino en sus aposentos, majestuosa incluso en su desdén. Aun descalza era tan alta como Pierce y tenía un cuerpo atlético. Vestía con la elegancia conservadora de una persona nacida en la opulencia. Tejidos caros, estilo tradicional, pantalones de lana leonada, americana azul marino, jersey de cuello alto color marfil que parecía increíblemente suave.

Kovac le mostró la placa.

– Kovac, brigada de Homicidios. Se trata de Andy Fallon. Siento molestarla en su casa, señora.

– ¿Homicidios? -repitió la joven con cautela, abriendo los ojos, castaños como los de Bambi, de par en par-. Pero si Andy no fue asesinado.

– Queremos estar tan seguros como usted, señorita…

– Jocelyn Daring -se presentó la joven sin extender la mano-. Soy la prometida de Steven.

– Y la hija del jefe -supuso Kovac.

– Eso ha estado fuera de lugar, Kovac -advirtió Pierce.

– Lo siento -se disculpó Kovac-. Me sucede a menudo. No paro de meter la pata. Imagino que no me educaron bien.

La mirada que le lanzó Jocelyn Daring podría haber congelado un volcán, pero a Kovac no le importaba; estaba demasiado ocupado pensando que Steve Pierce era un astro ascendente en Daring-Landis, y que los astros ascendentes de Daring-Landis con toda probabilidad debían ser seres de vida y reputación intachables.

La prometida apoyó la mano en el brazo de Steve Pierce en un gesto que Kovac percibió posesivo y tranquilizador a un tiempo.

– ¿Ha venido por algún motivo en especial, detective? -preguntó sin apartar la mirada de él-. Steven ha sufrido un golpe terrible, y nos gustaría estar a solas para digerir lo sucedido. Además, no tiene la culpa de que Andy se suicidara.

Pierce ni tan siquiera la miraba. Tenía los ojos clavados en otra dimensión, y no resultaba difícil imaginar qué veía. La cuestión era qué significaba para él y si el peso de las emociones que lo abrumaban guardaba alguna relación con la culpa. Y en tal caso, ¿de qué clase de culpa se trataba?

– Simplemente quería hacerle algunas preguntas -explicó Kovac-, para hacerme una idea más clara de quién era Andy, quiénes eran sus amigos, qué pudo empujarlo a cometer suicidio… si es que se suicidó. Ya sabe… Pretendía averiguar si había sufrido alguna decepción en los últimos tiempos, como la ruptura de una relación o algún otro revés personal.

Jocelyn Daring abrió el sofisticado bolso negro que había dejado sobre la mesa junto a las bolsas de comida y sacó una tarjeta de visita. Sus dedos eran largos y finos, de uñas que relucían como perlas. El diamante cuadrado que lucía en el anular izquierdo podría haber atragantado a una cabra.

– Si tiene más preguntas, ¿por qué no llama antes de venir? -sugirió.

Kovac echó un vistazo a la tarjeta y enarcó las cejas.

– ¿Abogada?

– Steven me ha contado cómo lo trató usted esta mañana, detective. No pienso permitir que eso se repita, ¿me ha entendido?

Pierce seguía sin mirarla.

– De acuerdo -asintió Kovac-. Soy un poco lento, pero me parece que empiezo a entender de qué va esto.

Pasó junto a ellos de camino hacia la puerta, se detuvo con la mano sobre el picaporte y los miró. Jocelyn Daring se había situado de nuevo ante Steve Pierce, o mejor dicho, entre Kovac y su prometido, a fin de proteger a este.

– ¿Conocía usted a Andy Fallon, señorita Daring? -inquirió Kovac.

– Sí -asintió ella sin más.

Sin lágrimas, sin atisbo de pesar.

– Los acompaño en el sentimiento -dijo Kovac antes de salir al frío.