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Con el pañuelo oprimido contra las fosas nasales para contener la hemorragia, se puso en cuclillas y cogió la fotografía con la mano libre. Era la de la graduación de Andy Fallon. Andy sonreía radiante con Mike sentado junto a él en la silla de ruedas. Entre ambos se abría ahora una grieta en el vidrio, como si un rayo hubiera caído entre ellos.

Sacudió los últimos añicos e intentó enderezar el marco.

– Mike -musitó-. Anoche dijiste que Andy había muerto para ti. ¿A qué te referías?

Fallon mantuvo la cabeza apoyada sobre el tocador con la mirada vacua. No contestó, y Kovac tuvo que observarlo con fijeza unos instantes para convencerse de que el anciano no había muerto. Eso habría sido la culminación de un día maravilloso… y eso que todavía no eran ni las dos.

– ¿Teníais problemas? -insistió.

– Adoraba a ese chico -farfulló Fallon con voz débil y aún inmóvil-. Lo adoraba. Él era mis piernas, mi corazón. Era todo lo que yo no podía ser. Pero…

La palabra pendía entre ellos, y Kovac tenía la impresión de saber a qué conduciría. Echó un vistazo a las fotografías de Andy Fallon desparramadas por el suelo. Apuesto y deportista. Y homosexual.

Un tipo duro de la vieja escuela como Mike sin duda no se lo habría tomado bien. Kovac ni siquiera sabía si él mismo se lo habría tomado bien de hallarse en la misma situación.

– Lo quería -murmuró Mike-, pero él lo estropeó todo. Lo ha estropeado todo.

Su rostro se contrajo mientras examinaba lo más hondo de su ser y veía el dolor a la más cruel de las luces. Se ruborizó intensamente en un intento de contener las lágrimas… o tal vez de derramarlas. Costaba determinar qué habría resultado más difícil a un hombre como Iron Mike

Kovac se limpió una vez más la nariz con gesto ausente y guardó el pañuelo. En silencio, recogió todas las fotografías y las amontonó sobre el tocador para que Mike las tuviera a mano cuando la rabia remitiera y surgiera la necesidad de atesorar recuerdos.

Las preguntas seguían flotando en el aire, alineadas en primera fila de su cerebro de forma automática, ordenada, rutinaria. «¿Cuándo hablaste con Andy por última vez? ¿Te habló del caso en el que estaba trabajando? ¿Cuál era su estado de ánimo la última vez que lo viste? ¿Te habló alguna vez de suicidio? ¿Estaba deprimido? ¿Conocías a sus amigos, a sus amantes?»

Pero ninguna de esas preguntas logró abrirse camino hasta sus labios. Más tarde.

– ¿Quieres que llame a alguien, Mike?

Fallon no respondió. El dolor lo envolvía como un campo magnético, y no oía nada aparte de la voz del remordimiento que retumbaba en su cabeza. No sentía dolor alguno, aparte del que le atenazaba el confín más recóndito del alma. Era ajeno a todo lo externo, incluyendo los fragmentos de vidrio que tenía clavados en la mejilla.

Kovac lanzó un largo suspiro y en aquel instante se fijó en una fotografía que aún yacía en el suelo, casi oculta bajo el tocador. La recogió y contempló un pasado que parecía tan lejano como Marte. Todos los Fallon juntos antes de que la cadena de tragedias los separara. Mike, su esposa y sus dos hijos.

– Si quieres puedo llamar a tu otro hijo -se ofreció.

– No tengo otro hijo -replicó Mike Fallon-. Uno me repudió hace años, y al otro lo repudié yo. Genial, ¿eh, Kojak?

Kovac miró la foto unos instantes más antes de dejarla sobre las demás. La confesión de Fallon lo había dejado vacío por dentro, como si fuera un eco de las emociones del anciano. O tal vez las emociones eran suyas. A fin de cuentas, no estaba menos solo que Mike Fallon.

– Sí, Mike, genial.

Liska estaba de pie en el pasillo, delante de la puerta de la sala 126, Asuntos Internos. Aquel nombre conjuraba imágenes de salas de interrogatorios con bombillas desnudas y oficiales de las SS con ojos entornados y porras de goma.

El Escuadrón de las Ratas. Liska no tenía razón para asociarlo con su propia carrera, pues nunca la habían investigado. Sabía que la misión de Asuntos Internos consistía en apartar del cuerpo a los policías malos, no en perseguir a los buenos, pero el miedo y la hostilidad eran instintos propios de casi todos los policías. Los polis se apoyaban unos a otros, se protegían, mientras que los agentes de Asuntos Internos se volvían contra los suyos, como caníbales.

En el caso de Liska, la aversión era más profunda.

En el departamento de policía de Minneapolis, la sección de Asuntos Internos era para trepas lameculos que querían ascender con rapidez, personas destinadas a lo más alto, nacidas para ser blanco del odio de sus compañeros. Era la clase de personas a las que de pequeños siempre empujaban en el patio y que cada vez se chivaban al profesor, el tipo de personas que no despertaban ni admiración ni lealtad.

Liska pensó en Andy Fallon ahorcado en su dormitorio y se preguntó quién se habría vuelto contra él.

Entró en la oficina de Asuntos Internos antes de perder el valor. No vio por ninguna parte cabezas ensartadas en postes ni esposas fijas a la pared, al menos en la recepción.

– Liska, Homicidios -anunció, mostrando la placa a la recepcionista-. Vengo a ver a la teniente Savard.

La recepcionista aparentaba unos cincuenta y pocos años, era rolliza, no sonreía y no le formuló pregunta alguna, lo que probablemente era requisito imprescindible para ocupar aquel puesto. De inmediato llamó a la teniente.

Había tres despachos más allá de la recepción. Uno de ellos aparecía cerrado y a oscuras, otro cerrado e iluminado, y el tercero abierto e iluminado. En este último vio a un hombre delgado y trajeado de pie ante la mesa, con el ceño fruncido mientras conversaba muy concentrado con un tipo bajo de cabello corto y teñido de platino que llevaba una parka verde fosforescente.

– … no me hace ninguna gracia que me toreen -se quejaba Fosforito con voz tan estridente que resultaba molesta-. Esto ha sido una pesadilla desde el principio, y ahora me dice que ha asignado el caso a otro.

– De hecho, el caso está cerrado. Yo seré su contacto si necesita uno, por cortesía del departamento. Me temo que no puedo hacer nada respecto a la reubicación de personal -explicó el hombre trajeado-. Las circunstancias escapan a nuestro control; el sargento Fallon ya no está entre nosotros.

En aquel momento, el hombre del traje vio a Liska, frunció el ceño un poco más, rodeó la mesa y cerró la puerta.

– La teniente Savard la espera -dijo la recepcionista en el tono apagado de un director de funeraria.

El despacho de Savard ofrecía un aspecto inmaculado, sin ningún indicio del desorden típico de los policías. Todo en su lugar y un lugar para cada cosa. Otro tanto podía decirse de la teniente, de pie tras su impoluto escritorio en su perfecto traje chaqueta negro. Tenía unos cuarenta años, facciones absolutamente simétricas y tez de porcelana. Llevaba el cabello rubio ceniza peinado en ondas que le llegaban a la barbilla en un estilo que pretendía ser descuidado, pero que sin duda requería el título de estilista para prepararse cada mañana.

Liska resistió el impulso de deslizarse la mano por su propio cabello corto.

– Liska, Homicidios -dijo a modo de presentación sin alargar la mano-. Vengo por el asunto de Andy Fallon.

– Claro -murmuró Savard, casi como si hablara sola-. Por supuesto.

Parecía demasiado femenina para la reputación que la precedía, se dijo Liska. Amanda Savard tenía fama de ser una mujer dura e impasible, astuta y gélida como una hoja de tungsteno.

Liska tomó asiento con actitud tranquila y confiada, al menos en apariencia, y sacó cuaderno y bolígrafo.

– Es una tragedia -prosiguió Savard mientras se sentaba con cuidado, como si tuviera problemas de espalda pero no quisiera mostrarlo; la mano le temblaba ligeramente cuando cogió la taza de café-. Andy me caía bien. Era un buen chico.

– ¿Qué clase de policía era?

– Muy consagrado a su trabajo y concienzudo.

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

– El domingo por la noche. Quedamos para hablar de algunos detalles relativos al caso en el que estaba trabajando. No estaba satisfecho con el resultado.

– ¿Y dónde se vieron?

– En su casa.

– ¿No le parece un entorno demasiado… íntimo?

– Andy era homosexual -replicó Savard sin inmutarse-, y yo estaba en la zona haciendo compras navideñas, de modo que lo llamé y le pregunté si podía pasar por su casa.

– ¿Qué hora era?

– Hacia las ocho. Me marché de su casa a las nueve y media.

– ¿Comentó si esperaba a alguien más?

– No.

– ¿Y cuál era su estado de ánimo cuando usted se marchó?

– Parecía estar bien. Habíamos hablado de todo lo que le preocupaba acerca del caso.

– Pero ayer no vino a trabajar.

– No. Había solicitado tomarse el lunes libre para hacer compras de Navidad, según dijo. Si hubiera sabido…

Desvió la mirada y se tomó unos segundos para recobrar la compostura.

– ¿Había dado señales últimamente de tener algún problema emocional?

Savard lanzó un suspiro, en apariencia absorta en la impresionante belleza de una fotografía en blanco y negro colgada de la pared, en la que se veía un hermoso paisaje invernal.

– A decir verdad, estaba muy callado, como bajo de moral, y había adelgazado un tanto. Sabía que tenía problemas con uno de sus casos y que tampoco le iba demasiado bien en su vida personal, pero no me parecía que pudiera resultar un peligro para sí mismo. A Andy se le daba bien interiorizar los problemas.

– ¿Iba al psicólogo?

– Que yo sepa no. Ojalá hubiera insistido más para que fuera.

– Entonces, ¿se lo sugirió en algún momento?

– Siempre dejo claro a mi gente que el psicólogo del departamento está ahí por algo. Asuntos Internos puede ser un hueso duro de roer; es un trabajo que implica bastante tensión.

– Claro, imagino que destruir a otros policías puede tener sus inconvenientes -masculló Liska mientras tomaba notas.

– Los policías se destruyen a sí mismos, sargento -puntualizó Savard en tono gélido-. Nosotros nos limitamos a impedir que destruyan a otras personas. El servicio que prestamos es muy necesario.

– No pretendía insinuar lo contrario.

– Por supuesta que lo pretendía.

Liska se removió en la silla sin lograr sostener la penetrante mirada de los ojos verdes de Savard.

– He perdido a un buen investigador y a un joven al que apreciaba mucho -prosiguió Savard-. ¿Cree usted que no me afecta? ¿Acaso cree que por las venas de las ratas de Asuntos Internos corre agua helada?