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Capítulo 5

Por algún motivo, la casa de Mike Fallon parecía más desolada a la grisácea luz del día. La noche poseía la virtud de extender un manto aterciopelado sobre los barrios, de forma que las casas parecían arracimarse como rebaños, separadas tan solo por gajos de suave oscuridad. De día, se las veía separadas y aisladas por la luz, los senderos de coches, las vallas y la nieve.

Kovac alzó la mirada hacia la casa y se preguntó si Mike ya lo sabría. A veces la gente se enteraba de esas cosas, como si del escenario de la muerte hubiera partido una onda expansiva para alcanzarlos a más velocidad que el sonido o que el mensajero.

Para mí está muerto.

Dudaba de que Mike Fallon recordara haber pronunciado aquellas palabras, pero resonaban en los oídos de Kovac mientras conducía a casa del ex policía. Había dejado a Liska en comisaría para que pusiera en marcha la investigación. Se pondría en contacto con la supervisora de Andy Fallon en Asuntos Internos para averiguar en qué caso había estado trabajando y qué actitud había mostrado en los últimos tiempos. Se haría traer el expediente de Personal de Andy y averiguaría si había acudido al psicólogo del departamento.

Kovac se habría cambiado con ella sin pensárselo dos veces, pero su sentido de la obligación era demasiado intenso. Se maldijo por ello y salió del coche. Algunos días, la vida solo era una mierda cuando te comportabas como un tipo decente.

Escudriñó el interior de la casa a través de una estrecha ventana rectangular de la puerta principal. El salón parecía aún más destartalado que la noche anterior. Las paredes necesitaban una mano de pintura, el sofá debería haber aterrizado en alguna tienda de segunda mano años atrás… El sillón de masaje y el televisor de pantalla grande ofrecían un peculiar contraste.

Llamó al timbre y también con los nudillos por si acaso. Luego esperó impaciente, intentando no preguntarse qué pensaría un desconocido al ver su propio salón con el acuario vacío. Algún día tendría que procurar montarse una vida privada al margen del trabajo.

Rebuscó en los bolsillos de su abrigo y sacó un chicle con sabor a frutas mientras el nerviosismo le erizaba los pelillos de la nuca. Llamó de nuevo. Imágenes de la noche anterior le surcaron la mente. Mike Fallon, el antiguo policía, quebrado, olvidado, deprimido, borracho…

Se hundió en la nieve hasta las pantorrillas y rodeó la casa en busca de la ventana del dormitorio. Menudo bombazo para las noticias de las seis si resultaba que dos policías, padre e hijo, se habían suicidado el mismo día.

Con toda probabilidad, Paul Harvey se haría con la historia para deprimir a toda América durante el almuerzo del día siguiente. Muertes sin sentido aderezadas con ensalada de pollo y Big Macs.

Encontró una escalera de mano en el garaje diminuto y atestado de los típicos trastos apenas estrenados que uno acumulaba a lo largo de la vida. Un Subaru Outback casi nuevo y adaptado para discapacitados ocupaba casi todo el espacio. Algún policía debía de haberlo llevado a la casa desde el estacionamiento de Patrick's después de la fiesta, o bien otra persona había llevado a Mike al bar y escurrido el bulto en cuanto empezaron los problemas. Alguien que no quería que un borracho vomitara en el asiento trasero de su coche.

La persiana estaba subida en el dormitorio de Mike Fallon. Mike yacía de espaldas sobre la cama, con los brazos extendidos, la cabeza echada a un lado y la boca abierta. Kovac contuvo el aliento y buscó con la mirada algún indicio de que el corazón del anciano latía bajo la camiseta.

– ¡Eh, Mikey! -gritó, golpeando la ventana.

Fallon permaneció inmóvil.

– ¡Mike Fallon!

El viejo despertó sobresaltado con la segunda tanda de golpes y abrió apenas los ojos, molesto por la luz. Al ver el rostro pegado a la ventana, profirió un inarticulado grito de terror.

– ¡Mike, soy Sam Kovac!

Fallon se incorporó con dificultad mientras tosía toda la flema acumulada la noche anterior.

– ¿Qué coño haces? -gritó-. ¿Te has vuelto loco o qué?

Kovac se rodeó el rostro con las manos para ver mejor.

– Tienes que dejarme entrar, Mike. Tenemos que hablar.

Su aliento empañó el vidrio, de modo que enjugó la humedad con la manga del abrigo.

Fallon frunció el ceño y agitó una mano.

– Déjame en paz. No necesito que me lo cuentes tú.

– ¿Que te cuente qué?

– Lo de anoche. Bastante espantoso es lo que hice como para que encima vengas a restregármelo en las narices.

Mike ofrecía un aspecto patético ahí sentado en la cama en ropa interior, como una especie de enorme huevo indigente con aquel torso poderoso y las piernas escuálidas, la barba incipiente y los ojos inyectados en sangre. Se pasó la mano por el cabello ralo y cortado al cepillo y se tocó las magulladuras con una mueca de dolor.

– Déjame entrar, ¿quieres? -insistió Kovac-. Es importante.

Fallon lo miró con ojos entornados. Nadie detestaba las sorpresas tanto como los policías. Por fin levantó una mano con ademán de derrota.

– Hay una llave debajo del felpudo en la puerta trasera.

– Una llave debajo del felpudo -refunfuñó Kovac mientras la dejaba sobre el mostrador de la cocina y lanzaba a Mike una mirada significativa-. Joder, Mike, antes eras policía. Deberías saber que eso no se hace.

Fallon hizo caso omiso de él. La cocina olía a grasa de beicon y cebolla frita. Las cortinas estaban tiesas por la suciedad y el tiempo, los mostradores repletos de tazas, vasos, platos y paquetes de cereales, así como un frasco gigante de antiácido rodeado de frasquitos de medicamentos como renacuajos alrededor de la rana. En todas las alacenas bajas faltaban las puertas, dejando al descubierto cajas de puré de patatas instantáneo, latas de verduras y una caja entera de sopas Campbell's.

Fallon no se había molestado en ponerse pantalones. Se paseaba por la pequeña cocina en su silla, las velludas piernas atrofiadas echadas a un lado para que no estorbaran. Pescó un frasco de analgésicos de la farmacia instalada sobre el mostrador y se sirvió un vaso de agua de la puerta del frigorífico.

– ¿Qué es tan importante? -gruñó, si bien Kovac advirtió que tenía los hombros tensos, como si se hubiera preparado para algún golpe-. Tengo una resaca de mil pares de cojones.

– Mike -empezó Kovac tras esperar a que Fallon se volviera hacia él-. Andy ha muerto -soltó después de respirar hondo-. Lo siento.

A lo bruto. La gente siempre creía que era necesario dar las malas noticias con mucho preámbulo, pero no era cierto, ya que eso solo conseguía que el destinatario tuviera ocasión de dejarse vencer por el pánico mientras exploraba las numerosas posibilidades de tragedia existentes. Kovac había aprendido largo tiempo atrás que lo mejor era decirlo sin más y acabar de una vez.

Fallon desvió la mirada, moviendo la mandíbula, pero sin articular sonido alguno.

– Todavía no sabemos qué ha sucedido.

– ¿Cómo que no sabéis qué ha sucedido? -espetó de repente el anciano-. ¿Le han disparado? ¿Apuñalado? ¿Ha sufrido un accidente de coche?

Hablaba enfurecido, pues la furia le resultaba más cómoda que el pesar. Tenía el rostro y el cuello enrojecidos.

– Eres detective, ¿no? ¿Alguien ha muerto y tú no sabes cómo? Joder.

Kovac no se inmutó.

– Puede que fuera un accidente o que se suicidara, Mike. Lo encontramos ahorcado. Preferiría no haber tenido que contártelo, pero en fin… Lo siento mucho.

Lo siento. Como Andy. Aún veía las palabras escritas sobre el reflejo de Andy Fallon. Desnudo. Hinchado. Descompuesto. Lo siento no significaba gran cosa en tales circunstancias.

Mike pareció desinflarse. Las lágrimas inundaron sus pequeños ojos enrojecidos y rodaron por sus mejillas como cuentas de vidrio.

– Dios mío. -Era una súplica, no un juramento-. Dios mío.

Se llevó una mano temblorosa a la boca. Era del tamaño aproximado de un jamón, pero ofrecía un aspecto frágil, de piel quebradiza y moteada. Un gemido de dolor insondable brotó de su alma.

Kovac apartó la mirada, deseoso de proporcionar al anciano al menos esa pizca de intimidad. Era lo peor de ser el mensajero, que uno se convertía en un intruso en aquellos primeros instantes de pesar agudo, momentos que nadie debería presenciar.

Eso y el hecho de saber que también se convertiría en un intruso con sus preguntas.

De pronto, Fallon dio la vuelta a la silla y salió de la cocina. Kovac lo dejó marchar; las preguntas podían esperar. Andy ya había muerto, probablemente por su propia mano, ya hubiera sido adrede o no. ¿Qué importaban diez minutos más?

Se apoyó contra el mostrador y contó los frascos de pastillas. Siente frascos de vidrio marrón para el tratamiento de toda clase de dolencias, desde indigestión y arritmia hasta insomnio y dolor. Prisolec, Darvocet, Ambien… Al menos contaba con medicamentos para ayudarle a pasar el mal trago.

– ¡Maldito seas! ¡Maldito seas!

Los gritos fueron seguidos de un gran estruendo de vidrios rotos. Kovac salió corriendo de la cocina y cruzó a grandes zancadas el breve pasillo.

– ¡Maldito seas! -repitió el anciano, agitando los brazos y el marco destrozado de forma que los añicos volaron por toda la habitación-. ¡Maldito seas!

Kovac pensó que tal vez el insulto iba dirigido a él cuando asió la muñeca de Mike Fallon. El marco de fotos salió despedido como un frisbee, chocó contra la pared y se estrelló contra el suelo de parqué. Fallon siguió forcejeando con una fuerza impresionante para un hombre de su edad. Con el brazo libre barrió más fotos del tocador, que también cayeron al suelo Kovac se situó detrás de la silla, inclinado en un ángulo incómodo para intentar inmovilizar al hombre. Con una suerte de aullido, Fallon echó la cabeza hacia atrás y lo golpeó con gran fuerza en el puente de la nariz. Al instante, la sangre empezó a manar a borbotones.

– ¡Maldita sea, Mike, para ya!

La sangre le resbalaba por el mentón sobre el hombro, la oreja y el cabello de Fallon.

Sollozante, el anciano se arrojó sobre el tocador y de nuevo hacia atrás, repitiendo el movimiento varias veces. Las fuerzas lo fueron abandonando, hasta que por fin apoyó el rostro entre fragmentos de vidrio y se limitó a mover las manos en ademanes espasmódicos.

Kovac retrocedió un paso y se enjugó la nariz sangrante con la manga del abrigo mientras buscaba un pañuelo. Se dirigió al lugar donde había aterrizado la primera de las fotografías e intentó darle la vuelta con el pie. Tenía los zapatos y el dobladillo del pantalón empapados de caminar por la nieve, pero hasta ese momento no había percibido el frío Apenas si sentía los dedos de los pies.