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– Pero si se ha suicidado -replicó el más feo, como si eso tuviera alguna importancia.

Kovac percibió que enrojecía de rabia.

– Cierra el pico, capullo. No tienes ni idea de nada. Puede que dentro de veinte años te hayas ganado el derecho a expresar una opinión, pero de momento, fuera de aquí. Bajad y acordonad la zona. No quiero que nadie entre en la casa. Y mantened la puta boca cerrada. Donde hay un cadáver, hay periodistas. Si leo una sola palabra sobre esto -advirtió, señalando el espejo-, rodarán cabezas, os lo aseguro. ¿Entendido?

Los agentes se miraron malhumorados y por fin se volvieron para bajar la escalera.

– Un tipo de Asuntos Internos que se ha suicidado -masculló el feo entre dientes-. Como si fuera un delito. Por lo que a mí respecta, le ha hecho un favor al mundo.

Kovac se concentró de nuevo en el cadáver. Liska se paseaba por la habitación, tomando nota de cada detalle, dibujando un tosco plano con la ubicación de los muebles y cualquier otro pormenor que pudiera considerarse significativo. Se turnaban en la tarea de tomar notas, y en esa ocasión le tocaba a él sacar las primeras fotos.

Empezó por la habitación y fue acercándose al cadáver para fotografiarlo desde todos los ángulos. Cada destello del flash grababa una imagen en su memoria de esa cosa muerta que había sido el hijo de Mike Fallon. La viga de la que colgaba la soga, la máquina de steps Reebok situada detrás del cadáver, lo bastante cerca para ser el objeto que Andy Fallon había utilizado para dar el paso hacia el más allá, el espejo… Lo siento.

Lo siento.

¿Lo sentía Andy Fallon? ¿Qué era lo que había sentido? ¿O tal vez otra persona había escrito aquellas palabras?

En aquel instante se puso en marcha el automático de la calefacción, y el cadáver empezó a oscilar levemente corno una piñata gigantesca en descomposición. El reflejo en el espejo era su macabra pareja de baile.

– Nunca he entendido a la gente que se desnuda para suicidarse -comentó Liska.

– Es simbólico. Se despojan de su piel terrena.

– Yo no lo haría.

– Puede que no se suicidara -aventuró Kovac.

– ¿Crees que esto se lo hizo otra persona? ¿O que alguien lo obligó a hacerlo? El asesinato por ahorcamiento es muy poco frecuente.

– ¿Qué me dices del espejo? -inquirió Kovac, aunque era una pregunta retórica.

Liska observó un instante el cadáver desnudo y a continuación se volvió hacia el espejo, captando una parte de su reflejo junto al de Andy Fallon.

– Dios mío -musitó-. ¿Un accidente autoerótico? Nunca me había topado con ninguno.

Kovac guardó silencio e intentó imaginar qué le diría a Mike. Ya era difícil explicar a los profanos el tema de la asfixia autoerótica, con la que había tropezado un par de veces a lo largo de su carrera, pero ¿cómo decirle a un policía duro de la vieja escuela que su hijo había intentado alcanzar un orgasmo interrumpiendo el suministro de oxígeno y que había muerto en el proceso?

– Pero ¿y el mensaje? -se preguntó Liska en voz alta-. Escribir «Lo siento» indica suicidio, en mi opinión. ¿Por qué escribir «Lo siento» si lo que quería era correrse?

Kovac se llevó una mano a la coronilla de su cabeza dolorida e hizo una mueca.

– ¿Sabes una cosa? Hay días en que no merece la pena levantarse de la cama.

– Ya, en fin… ahí tienes una alternativa -repuso Liska, señalando el cadáver-. Aunque a mí no me parece ninguna maravilla. Siempre he creído que es mejor un mal día en vida que cualquier día muerta.

– Hay que joderse -masculló Kovac.

Liska se puso en cuclillas delante del espejo para examinar de cerca las palabras escritas y miró al reflejo de Kovac.

– No delante de un cadáver, Sam. No soy de esas.

– Ya sabes lo que quiero decir.

– Sí.

Liska se incorporó despacio, adoptó una expresión seria y le apoyó una mano en el brazo.

– Lo siento, Sam. Como si el viejo Iron Mike no tuviera ya bastantes problemas.

Kovac se la quedó mirando un instante, luego se volvió hacia la pequeña mano apoyada en la manga de su abrigo y por un instante contempló la posibilidad de asirla, aunque solo fuera por experimentar el consuelo del contacto con otro ser humano. No llevaba anillos a fin de no ahuyentar a posibles pretendientes, según afirmaba. Tenía las uñas cortas y sin pintar.

– Exacto -murmuró.

De repente les llegó de la planta baja un grito seguido de un fuerte golpe y más gritos. Liska corrió escalera abajo como una cabra montesa. Kovac le pisaba los talones.

Rubel intentaba apartar a Steve Pierce de Ogden, que estaba tendido en el suelo.

– ¡Apártate! -gritó Rubel.

Presa de furia, Pierce se zafó de él y asestó un puñetazo a Ogden, certero a juzgar por el sonido y el gruñido de dolor del agente. Rubel agarró de nuevo a Pierce, le rodeó el cuello con el grueso brazo y tiró de él hacia arriba.

– ¡He dicho que te apartes! -chilló.

Al intentar incorporarse, Ogden resbaló en el suelo de tarima pulida. Fragmentos de vidrio y porcelana rotos quedaron aplastados bajo sus zapatos de suela gruesa. Se aferró al canto de la vitrina contra la que habían chocado y empleó todas sus fuerzas para erguirse. Tenía el rostro lívido, y le sangraba la nariz. Se enjugó la sangre con una mano y abrió los ojos como platos con expresión incrédula. Sin duda pesaba veinte kilos más que Steve Pierce.

– ¡Quedas detenido, cabrón! -aulló, señalando a Pierce con un dedo ensangrentado.

– ¡Suéltalo! -ordenó Liska a Rubel.

El rostro de Pierce había adquirido un matiz violáceo por la presión del brazo del agente. Rubel lo soltó, y Pierce cayó de rodillas, jadeante, mirando a Ogden con ojos asesinos.

– ¡Hijo de puta! -lo insultó.

– Nadie queda detenido -declaró Kovac al tiempo que se interponía entre ambos.

– ¡Quiero que se larguen! -exigió Pierce con voz ronca mientras intentaba incorporarse, los ojos brillantes de furia y lágrimas-. ¡Largo de aquí!

– Eres un… -empezó Ogden.

Kovac lo golpeó en el pecho con el dorso de la mano. Fue como golpear un bloque de granito

– ¡Cierra el pico y largo de aquí!

Rubel echó a andar con paso furioso seguido de Ogden. Kovac fue con ellos hasta el salón.

– ¿Qué coño le has dicho?

– Nada -repuso Rubel.

– Estoy hablando con tu compañero. Le has dicho alguna tontería, ¿verdad? ¡Vaya pregunta! Es como preguntar si la mierda es marrón -espetó Kovac, asqueado.

– Me ha atacado -se quejó Ogden, indignado-. Ha atacado a un agente.

– ¿Ah, sí? -siseó Kovac, acercándose mucho a él-. ¿Qué, Ogden? ¿Te apetece escribir un informe sobre el incidente? ¿Te apetece que el señor Pierce preste declaración? ¿Te apetece que tu supervisor averigüe lo capullo que eres?

Con expresión malhumorada, el agente se sacó un pañuelo sucio del bolsillo y se taponó la nariz.

– Tendrás suerte si no acude a la oficina del ciudadano para demandar al departamento -prosiguió Kovac-. Ahora largaos de aquí y haced vuestro trabajo.

Rubel se dirigió a la puerta principal con los dientes apretados y los ojos entornados. Ogden lo siguió a la calle, sosteniendo con una mano el pañuelo ensangrentado para detener la hemorragia y gesticulando con la otra para explicar algo a su compañero, que no le hacía caso.

La furgoneta de los técnicos forenses estacionó tras el coche patrulla. Un par de coches pequeños y destartalados se acercaron desde direcciones opuestas como buitres. Periodistas. Kovac percibió que se le encogía el estómago. Entró de nuevo en la casa y sorprendió a Burgess a punto de coger un montón de cintas de vídeo colocadas junto al televisor.

– ¡No toques nada! -ordenó-. Sal al jardín y mantén alejados a los periodistas. Di «Sin comentarios». ¿Te ves capaz de hacerlo o tiene demasiadas sílabas?

Burgess bajó la cabeza.

– Y quiero que anotes y hagas verificar las matrículas de todos los coches aparcados en la manzana, ¿entendido?

– Sí, señor -masculló el policía entre dientes antes de salir.

– ¿De dónde sacan a estos tipos? -se preguntó Kovac al volver a la cocina.

– Los crían en el norte como animales de carga -explicó Liska desde el umbral abovedado-. Ogden dijo algo de que ahora quedaba un maricón menos en el mundo, y Pierce perdió el control. No lo culpo.

– Genial -suspiró Kovac-. Esperemos que no decida armar un escándalo. Bastante malo es ya que Andy Fallon haya muerto para que encima salga en todas las televisiones del área metropolitana que se lo hacía con tíos.

En aquel momento pasaron por allí los técnicos forenses cargados con cámaras y cajas para volver a fotografiar y grabar en vídeo el escenario de la muerte. Asimismo, buscarían huellas en toda la zona, y si localizaban alguna prueba, la fotografiarían, medirían su posición exacta y la anotarían. Luego la registrarían, etiquetarían y guardarían con gran cuidado a fin de controlar cada paso del proceso y evitar que se traspapelara. Durante todo ese tiempo, el cadáver de Andy Fallon seguiría colgado en el dormitorio, aguardando la llegada del médico forense.

Kovac puso en antecedentes al criminalista y envió al equipo a la planta superior.

Liska había llevado a Steve Pierce de vuelta a la mesa de la cocina. Masajeándose el cuello, el hombre se sentó en el borde de la silla como dispuesto a levantarse de un salto en cualquier momento. La sangre de Ogden le manchaba los nudillos. Se había aflojado la corbata y desabrochado el botón superior de la camisa. Su traje negro aparecía arrugado y un poco polvoriento.

– ¿Le importa que nos sentemos, Steve? -preguntó Kovac.

Pierce no contestó, pero se sentaron de todos modos. Kovac sacó una minigrabadora del bolsillo, la encendió y la dejó sobre la mesa.

– Vamos a grabar la conversación, Steve -anunció como quien no quiere la cosa-. Así nos aseguraremos de tener todos los detalles cuando volvamos a comisaría para redactar los informes. ¿Le parece bien?

Pierce asintió con ademán cansino mientras se mesaba el cabello.

– Necesito que responda en voz alta, Steve.

– Sí, bueno, vale, perfecto -farfulló Steve antes de carraspear.

La tensión había dibujado finas arrugas junto a su boca.

– ¿Van a… van a… bajarlo? -preguntó, apenas capaz de pronunciar la última palabra.

– Lo harán los de la oficina del forense -explicó Liska.

Pierce se la quedó mirando como si acabara de ocurrírsele que practicarían la autopsia a su amigo. De nuevo se le llenaron los ojos de lágrimas, y se volvió para contemplar por la ventana la nieve que caía en el jardín trasero, intentando recobrar la compostura.