Fue una pura cuestión de suerte que acabara en el agua y no sobre las rocas. Sentía frío mientras corría montaña abajo. Nada la había preparado para el agua helada del río. Tocó las rocas y el fondo arenoso.
Estaba a punto de ahogarse.
Después de todo lo que había vivido, iba a ahogarse en el río, el río que, según le había dicho a Sharon, debía llevarlas a la salvación.
Haciendo acopio de las fuerzas que le quedaban, se impulsó hacia arriba desde el fondo y la corriente la lanzó violentamente hacia delante, como a una muñeca de trapo.
Alcanzó la superficie, buscó aire. Se dejó flotar, dejando que el agua la transportara corriente abajo, luchando para evitar que la engulleran los violentos rápidos.
Acércate a la orilla. Te bastará con llegar a la orilla opuesta, lejos de él, y asirte a algo. A cualquier cosa.
Un recodo del río le dio una oportunidad. Se cogió de las raíces de unos árboles que le arañaron la cara. Sus manos resbalaron, y las raíces quedaron atrás.
Estaba tan débil. Quizá morir ahí sería lo mejor. No quería recordar. ¿Cuánto tiempo las había tenido cautivas? Al menos seis días. ¿Siete? ¿Ocho? Había perdido la noción del tiempo, de los días y las noches.
¿Quién los llevaría hasta donde Sharon?
Chocó contra una roca y gritó de dolor, pero enseguida se percató de que ya no se movía. La corriente seguía queriendo empujarla, llevársela río abajo. Pero ella se cogió con fuerza de la roca y, finalmente, pudo ver dónde estaba.
A un metro a su izquierda vio un álamo caído con una parte del tronco en el agua. Las ramas actuaban como recogedores de deshechos y convertían la orilla en un dique natural.
A un metro de la orilla.
Había corrido kilómetros por el bosque, bajando el monte y la había arrastrado el río. Ahora podía moverse un metro más.
Tenía que hacerlo. Por Sharon.
Miranda respiró hondo y reunió sus fuerzas. Se inclinó hacia el dique. Uno, dos.
Tres.
Pataleó y ahogó el grito que quiso escapar de su garganta al creer que había perdido el asidero en las ramas.
Lo consiguió. Chocó contra el dique y no lo soltó. Lentamente, salió del río. Tan lentamente que creía que moriría de hipotermia. En la luz muriente del día tenía la piel de color azul. Quizás era azul.
No supo cuánto tardó en salir del agua.
Dos horas después, la encontró el equipo de rescate.
Miranda se secó la cara humedecida por las lágrimas, recriminándose por dejar que le afectara la frívola actitud del reportero, por hacerla recordar el día en que ella vivió y Sharon murió.
– Miranda, ¿quieres hablar? -le preguntó Quinn.
Casi había olvidado que le seguía los pasos.
– No.
Por Rebecca, Miranda estaba dispuesta a soportar la compañía de Quinn. Los muertos se merecían justicia y, por mucho que le pesara, tenía que reconocer que Quinn era un tipo muy eficiente en su trabajo.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó, con tono preocupado.
– Estoy bien. -Miranda tuvo que recordarse que a él no le importaba.
Hubo un tiempo en que sí le importaba. Al menos eso creía ella.
No recordaba en qué momento el respeto y el aprecio que le tenía por su actitud decidida se convirtieron en sentimiento amoroso. No había sucedido de la noche a la mañana.
Él la escuchaba sin tratar de tranquilizarla. Al contrario, la estimulaba y, a pesar de que pasaban los días sin que dieran con el asesino de Sharon, Miranda tenía la sensación de haber logrado algo.
Tuvo que pasar un mes después de que retiraran a Quinn de la investigación por falta de pistas y sin que él pudiera hacer nada más, para que Miranda empezara a sospechar que albergaba sentimientos románticos hacia el agente del FBI. En realidad, no se había dado cuenta de que lo añoraba hasta que él apareció por la hostería. Era un sábado por la mañana y habían pasado tres meses desde el secuestro.
– Hola.
Nada la habría sorprendido más que ver a Quinn Peterson entrar en el salón donde estaba ella sentada a solas, mirando por la ventana hacia el gigantesco cañón más abajo.
– Agente Peterson… quiero decir, Quinn. No sabía que vendrías – dijo, y el corazón le latía con fuerza-. ¿Tenéis información? ¿Lo habéis encontrado?
Él negó con la cabeza.
– No hay nada nuevo. No teníamos gran cosa con que trabajar.
– Lo sé. Sólo que esperaba… -dijo Miranda, y suspiró-. Y, entonces, ¿por qué has venido?
Él no paraba de moverse, y parecía menos seguro de lo habitual.
– Quería… quería verte a ti.
A ella se le aceleró el corazón. Pam-pam. Pam-pam. Le martilleaba en los oídos, y Miranda estaba segura de que le había entendido mal.
– ¿A mí?
– No he parado de pensar en ti.
– Oh. -Aquello sonaba como una estupidez.
– Sé que esto es inapropiado. Sólo dime que me vaya y no volveré a molestarte.
No quiero que te vayas.
No sabía qué hacía, pero en ese momento tuvo la certeza de que si el agente Peterson salía de su vida lo lamentaría para siempre.
– No quiero presionarte, Miranda. -Se sentó frente a ella e hizo ademán de cogerle la mano, pero no la cogió.
– No te tengo miedo -dijo ella, mirando su mano. Quizás estuviera asustada. Sólo un poco.
Y entonces lo miró a los ojos y vio empatía, preocupación y afecto, pero no vio compasión.
Compasión, nunca. Ella le cogió la mano y se la apretó.
– Iremos poco a poco.
– De acuerdo.
Por primera vez desde el secuestro, Miranda tuvo la sensación de que se pondría bien. Con el tiempo, lo conseguiría.
Y lo había conseguido, a pesar de Quinn Peterson.
Ahora debía concentrarse en lo importante, seguir los últimos pasos de Rebecca Douglas. Su pasado con Quinn Peterson era precisamente eso, pasado.
La tarea exigía observar a su alrededor en busca de ramas o plantas quebradas recientemente, jirones de ropa, cualquier cosa que ayudara a recrear la huida de Rebecca. Cualquier cosa que los llevara hasta el hombre que la había cazado como un animal para luego degollarla.
Aunque debido a la lluvia de la noche anterior y al terreno escarpado, casi se daba por sentado que aquel día no tendrían éxito la esperanza era algo que Miranda nunca perdía. Gracias a la esperanza podía seguir, día a día, año tras año, cada vez que se producía un secuestro o un asesinato. La esperanza de que encontrarían al Carnicero y de que, al final, triunfaría la justicia.
Si perdía la esperanza, también perdería el juicio. Entonces Quinn sacudiría la cabeza con gesto de suficiencia y diría:
– Tenía razón.
– Yo iré por la izquierda -avisó Miranda, librándose de sus cavilaciones-. Tú ve por ahí. -Señaló el lado opuesto del estrecho sendero.
– Para -ordenó él.
Ella se volvió a mirarlo. Habían recorrido un trecho bastante largo del monte, y ya no había nadie cerca; las voces se perdían a sus espaldas.
Maldita sea, qué guapo era con su pelo trigueño y su mandíbula fuerte y angulosa. Hasta la curvatura ligeramente torcida de su nariz era sexy. Pero no iba a dejar que su atractivo físico torciera su decisión.
– ¿Qué? -preguntó, con los dientes apretados.
– Tú no das las órdenes, Miranda. Yo estoy aquí, se supone que oficialmente, para ayudar al sheriff en su investigación. No puedo permitir que empieces a dar órdenes.
– A ver si aclaramos una cosa, agente Peterson -dijo ella, con rostro inexpresivo -. Puede que seas el gran agente federal que ha venido a salvar a los imbéciles del campo, pero no cometas el error de pensar que aquí tienes algún poder real. Yo he vivido y trabajado aquí, y aquí tengo mi hogar. Esta gente de aquí me obedece a mí. Confían en mí. No me eches encima tu rango porque convertirás tu vida en un infierno.
Una expresión de rabia le cruzó el rostro y apareció aquel tic familiar en su mandíbula. Pero Miranda vio en sus ojos que él sabía que tenía razón. Bien. Iba a volver al rastreo cuando una mano la cogió y la hizo girarse.
Ella lo obligó a soltarla con un movimiento del brazo.
– No me toques -dijo, con la voz enronquecida. El corazón le latía demasiado fuerte. Recordaba cómo era tocarse con Quinn. Sus caricias atrevidas y sus largos besos. Se sentía arder con el recuerdo de lo explosivos que eran cuando estaban juntos. De cuánto lo había amado. De cómo él hizo añicos su confianza, su esperanza y su corazón.
Tardó mucho tiempo en dejar que alguien la tocara. Volvió a sentirse cómoda con el contacto físico pero, aunque hubieran pasado doce años, si alguien la tocaba cuando no se lo esperaba, su miedo era palpable.
Odiaba al Carnicero, que le había robado tantas cosas.
Quinn la miró con cara de sorprendido y retrocedió un paso.
– No hagas amenazas que no estás dispuesta a cumplir -dijo, y su tono de voz se parecía al de ella-. No te pelearás conmigo, porque deseas que se haga justicia tanto como yo. Quizás incluso más.
Se quedaron mirándose. Ella detestaba su manera de escudriñarla con su mirada inteligente, como si pudiera leerle el pensamiento, ver directamente en su alma herida. Se enderezó y no rehuyó la mirada.
– Como profesional de la búsqueda y rescate, tu ayuda es muy valiosa -siguió él-, por ahora. Pero si creo, aunque no sea más que por un momento, que tu comportamiento no es profesional o que podría poner en peligro esta investigación, pediré que te releven.
A Miranda le tembló la mandíbula. Ardía de ganas de responder pero se dio media vuelta para controlar su agitación. No era su amenaza lo que la molestaba sino, más bien, el hecho de que él siguiera pensando que ella se derrumbaría. Durante años, Miranda había experimentado ese mismo miedo casi paralizante en el momento de despertarse. Tuvo una imagen de sí misma desmoronándose cada noche cuando cerraba los ojos.
Pero perseveró. Había vivido diez años sin hundirse bajo el peso de sus miedos. No podía dejar que las dudas de Quinn debilitaran su determinación.
Miranda quería compartir sus luchas, pero temía que él utilizara sus confidencias como excusa para apartarla de la investigación. El había utilizado en su contra todo lo que le había contado antes de lo sucedido en Quantico, todos sus miedos e inseguridades, y se había visto obligado a expulsarla de la Academia por su necesidad imperiosa de querer hacer justicia. Miranda había aprendido la lección. No le daría a Quinn más argumentos que pudiera utilizar en su contra más tarde.