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Dejó que Miranda abriera la marcha. Aunque le costara reconocerlo, se sentía un poco incómodo con el hecho de no ver el cielo. Estaban rodeados por sombras y resultaba difícil saber en qué dirección iban. Él estaba casi seguro de que avanzaban en dirección noreste. Pero ese «casi» podía hacer que se perdieran.

Tenía que confiar en que Miranda sabría cómo sacarlo de aquel laberinto.

Pasaron cuarenta minutos, y Quinn estaba a punto de volver sobre sus pasos cuando, de pronto, llegaron a un claro inundado por la luz del sol, lo cual era alentador.

Hasta donde llegaba la vista, crecían los pinos ponderosa, de diez a quince metros de altura, a intervalos regulares. La excitación de Miranda era palpable.

– Sígueme -dijo, con gesto de impaciencia-. Encontremos el lugar donde desemboca el sendero y regresemos.

Siguieron por los bordes del claro y encontraron el sendero a unos cincuenta metros.

Quinn se inclinó para examinar unas huellas profundas en la tierra. La marca alargada en el suelo indicaba que Rebecca se había caído de rodillas. Un pequeño árbol había quedado doblado. ¿Habría conseguido incorporarse?

Ahora Quinn sabía que el asesino había pasado por ahí. El bosque era demasiado espeso para seguir a su víctima, a menos que hubiera seguido por el mismo sendero que ella. Tomó fotos de las pruebas y luego alzó la mirada.

Miranda había desaparecido.