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A pesar de haber lidiado con la violación y las torturas mejor que cualquier víctima que él hubiera conocido, Miranda no había sabido sobreponerse a la culpa del superviviente. Se culpaba a sí misma por el asesinato de Sharon, y su decisión de ingresar en el FBI respondía más a una necesidad de vengar a Sharon que de convertirse en agente. Y, al final, su necesidad de venganza acabó por aparecer en las pruebas psicológicas. Quinn había dado la cara por ella una y otra vez, pero ante los resultados de varias sesiones con el psiquiatra, tuvo que reconocer que Miranda no estaba preparada.

Se pasó una mano por la cara y cerró los ojos. Había insistido en ser él quien le diera la noticia. Porque él la había amado y porque, de entrada, gracias a sus recomendaciones, además de sus cualificaciones, ella se había ganado la admisión en la Academia.

No había ido nada bien.

Nunca olvidaría su mirada al sentirse traicionada, en sus ojos azules, cuando él le comunicó que estaba fuera de la Academia. ¿Ya habían pasado diez años? Por Dios, cómo la añoraba.

– Mierda -farfulló Nick al frenar bruscamente. Quinn se sacudió en el asiento del pasajero y abrió los ojos.

Había al menos treinta jeeps, camiones y coches aparcados a lo largo de la Ruta 84. Quinn echó un vistazo a las inmediaciones.

– Por fin Miranda ha entrado en razón. Su jeep no está aquí.

Nick miró a Quinn mientras giraba suavemente hacia el viejo sendero del aserradero.

– ¿No habrá entrado directamente?

– Tú dijiste que el personal no autorizado no podía usar el camino viejo -dijo Quinn-. Yo…

– Quinn, ella está autorizada. Es la coordinadora de la Unidad de Búsqueda y Rescate, de la oficina del Sheriff. -Nick hizo una pausa-. Miranda no quiere que la protejan, así que será mejor que renuncies.

– No tiene nada que ver con la protección y todo que ver con poner en jaque la investigación.

– Miranda conoce estos bosques mejor que nadie, incluyéndome a mí. Me sorprendería que no tuviera memorizado cada monte y cada zanja. Si hasta tiene un jodido mapa en la pared de su habitación. Se duerme y se despierta con esas chinchetas rojas mirándola, recordándole que ha sobrevivido. -Nick respiró hondo-. Ahora son siete. Siete chinchetas.

Quinn se había enterado de la relación entre Miranda y Nick por una compañera, Colleen Thorne, al volver de la investigación del asesinato de las hermanas Croft. Años después de que Miranda dejara de hablarle y se negara a verlo, todavía le dolía imaginársela con otro hombre. Aunque se tratara de un hombre que él apreciaba y respetaba.

Maldita sea, ¡cómo la había amado! Pocas mujeres se podían comparar con Miranda. Su intensidad, su risa, su fuerza, su acusado sentido del bien y del mal. Todo en Miranda era apasionado, desde cómo vivía su vida hasta su incansable lucha por la justicia.

Lo irritaba y le dolía que Miranda hubiera acudido a Nick cuando estuvo preparada para otra relación. Ella lo había obligado a darle espacio y, contra su propio juicio, él le hizo caso. Pero nunca más volvería a Quantico, nunca le devolvió las llamadas ni aceptó que él hubiera tomado la única decisión posible. Y entonces empezó a verse con Nick.

Quinn Peterson no quería saber nada de esa relación, pero no pudo dejar de preguntar.

– ¿Qué sucedió?

– ¿Qué?

– ¿Por qué rompisteis?

Nick se encogió de hombros.

– Muchas cosas. Sobre todo porque yo no soportaba la idea de no poder protegerla.

– Hmm. -Miranda no necesitaba protección, excepto de sí misma. Lo que necesitaba era superar la culpa. Pero nunca reconoció su obsesión, y mucho menos hizo algo por ponerle fin.

– Creo que la gota que colmó el vaso fue que yo quería llevármela de Montana -dijo Nick-. Yo podía ser poli en cualquier lugar. Siempre he pensado que Texas sería un lugar agradable para vivir. Hace bastante más calor ahí que en el valle Gallatin.

– Ya te imagino con un sombrero blanco de esos de un metro de alto -dijo Quinn, con una media sonrisa.

– Miranda no quería irse. Está decidida a hacer lo que pueda para proteger a las mujeres de Bozeman. Da clases de defensa personal todas las semanas en la universidad. Coordina la Unidad de Búsqueda y Rescate, y eso no se limita a las universitarias desaparecidas sino que incluye a excursionistas perdidos, esquiadores atrapados por un alud, cualquier cosa. El año pasado, dos niñas pequeñas se alejaron un poco de su campamento justo de este lado de la frontera con Wyoming, en Yellowstone. Miranda las buscó, las encontró y las devolvió sanas y salvas.

Quinn no dijo palabra. ¿Qué podía decir? No podía reclamar nada de Miranda, ni tenía derecho a enterarse de su vida en la actualidad. Pero, joder, ganas no le faltaban. Quería saber todo lo que había vivido durante los diez años transcurridos desde la última vez.

– Gracias por venir, Quinn -dijo Nick, al cabo de un rato-. Sé que no es fácil para ti trabajar con ella.

Cuando Nick detuvo la camioneta detrás del jeep de Miranda, Quinn dijo:

– No tengo problemas para trabajar con Miranda, pero si se pasa de la raya tendremos que relevarla.

– De acuerdo.

Bajaron de la camioneta y la primera persona que vio Quinn fue a ella. Estaba de pie en una saliente, con las manos en las caderas.

– ¿Dónde habéis estado? -Bajó de un salto por la pared y se detuvo ante los dos hombres. Tenía la mandíbula tensa-. Dijiste dos horas. ¡Han pasado casi tres!

Aunque estaba pálida y delgada, con su profunda mirada azul marcada por las ojeras, Miranda era una mujer bella. Un núcleo de pura energía y fuerza apenas contenida que Quinn siempre había admirado.

– Hemos ido a interrogar a los niños que encontraron el cadáver -dijo Nick.

Quinn quería preguntarle a Miranda qué diablos le importaba a ella, pero se mordió la lengua. Ella formaba parte de la investigación, al menos por ahora. Nick ya había definido su papel y Quinn no pensaba entrometerse.

Por el momento, no, al menos.

Así que el sheriff había vuelto a traer a los federales.

Era fácil identificar al urbanita, todo arreglado con sus vaqueros nuevos, las botas rígidas y la cazadora recién estrenada. Cada vez que venían los señores importantes del gobierno, no encontraban pistas.

Porque él era más listo que todos ellos. A éste lo recordaba de antes, de hacía mucho tiempo. Había demostrado ser un digno rival en aquel episodio… Había llegado muy cerca, pero los árboles le impidieron ver el bosque.

Le dieron ganas de reír con su juego de palabras. Eran todos unos necios. Todos.

Excepto ella. La que había escapado.

Se puso tenso, y el caballo que montaba se agitó, nervioso, en el sendero del monte, mucho más arriba de donde se apiñaban los policías. Se obligó a relajarse, le dio unas palmaditas al caballo hasta tranquilizarlo. Acariciando al animal conseguía contener su rabia.

Tenía tantas ganas de matar a Miranda Moore que ya sentía su cuerpo aplastado bajo el suyo. Se imaginaba a sólo centímetros de su cara. Cogiéndola del pelo y tirando de la cabeza hacia atrás. Dejando al desnudo su blanco cuello. Sintiendo cómo temblaba entera cuando él desenvainaba el cuchillo y se lo acercaba a la garganta.

Un corte rápido y su sangre cálida se derramaría sobre él y sobre la tierra.

Pero había escapado. Y él había perdido. Su fracaso lo atormentaba, le recordaba que no era perfecto. Nunca debería haber buscado una víctima de la localidad. En cualquier caso, no era ella a quien deseaba. Era la rubia que la acompañaba. No tuvo más remedio. Si quería a la rubia, tenía que llevarse a su amiga.

Todavía tenía ganas de matarla, pero no podía.

Al final, había ganado ella.

Doce años antes, su mayor temor había sido que lo atraparan gracias a Miranda Moore. ¿Habría visto o escuchado algo que pondría a la policía sobre su pista? Había actuado con tanta cautela que creyó que ella no sobreviviría. Se sintió timado al verla saltar desde lo alto del barranco hasta el río Gallatin, aunque también estaba seguro de que no sobreviviría.

Al ver las noticias al día siguiente, le sorprendió descubrir que seguía con vida.

Sin embargo, pasó el tiempo y se fue relajando. La mujer no sabía nada, o no lo recordaba, o nunca lo había visto.

No, ahora no podía matarla. Pero si se acercaba demasiado, eso cambiaría.

Miró su reloj y frunció el ceño. No tenía previsto andar por ahí a esas horas. Espoleó suavemente al caballo y siguió por el estrecho sendero en dirección al sur.