– ¿La has encontrado?
– Tal vez. Te estoy enviando unos folios por fax. Creemos que tenemos nueve probables candidatas. El registro civil sirve para algo. Pensé que debías echar una mirada a lo que hemos encontrado. Luego me llamas y me dices si hay alguien en quien debamos concentrarnos.
– Muy bien, Göran -dijo Kurt Wallander-. Te llamaré.
El telefax estaba en la recepción. Una joven sustituta, a la que nunca había visto antes, sacaba una hoja del fax.
– ¿Quién es Kurt Wallander? -preguntó.
– Soy yo -contestó-. ¿Dónde está Ebba?
– Fue a la tintorería -contestó la chica.
Kurt Wallander sintió vergüenza. Dejaba que Ebba se ocupara de sus asuntos privados.
Göran Boman había enviado en total cuatro páginas. Kurt Wallander volvió a su despacho y las extendió sobre su mesa… Repasó todos los nombres, las fechas de nacimiento y las fechas de nacimiento de los niños de padre desconocido. Enseguida desechó a cuatro de las candidatas. Luego quedaron cinco mujeres que habían tenido hijos durante los años cincuenta.
Dos de ellas seguían viviendo en Kristianstad. Una estaba registrada en una dirección de Gladsax, a las afueras de Kristianstad. De las otras dos, una vivía en Strömsund y la otra había emigrado a Australia.
Sonrió al pensar que quizá sería necesario para la investigación enviar a alguien al otro lado del globo.
Luego llamó a Göran Boman.
– Muy bien -dijo otra vez-. Esto promete. Si vamos por buen camino, nos quedan cinco entre las cuales elegir.
– ¿Las llamo para una charla?
– No. Me quiero encargar yo mismo. Mejor dicho, he pensado que podríamos hacerlo entre nosotros dos. Si tienes tiempo.
– Me lo tomaré. ¿Empezamos hoy?
Kurt Wallander miró el reloj.
– Esperaremos hasta mañana -contestó-. Intentaré estar contigo sobre las nueve si no pasa nada malo esta noche.
Le dio un breve informe sobre las amenazas anónimas.
– ¿Habéis encontrado a los del incendio de la otra noche?
– Todavía no.
– Prepararé el terreno para mañana. Miraré que ninguna se haya mudado.
– Tal vez nos podríamos ver en Gladsax -sugirió Kurt Wallander-. Está a mitad de camino.
– A las nueve en el Hotel Svea de Simrishamn -dijo Göran Boman-. Empezaremos el día con una taza de café.
– Suena bien. Hasta mañana. Y gracias.
«Ahora verán», pensó Kurt Wallander al colgar.
«Ahora empezaremos de verdad.»
Luego escribió la carta a la Televisión Sueca. No midió las palabras y decidió enviar copias al Departamento de Inmigración, a la ministra de Inmigración, al director de la policía municipal y al director general de la jefatura Nacional de Policía.
De pie, en el pasillo, Rydberg leyó lo que había escrito.
– Bien -dijo-. Pero no creas que van a mover un dedo. Los periodistas en este país, especialmente los de la televisión, no se equivocan nunca.
Dejó la carta para que la pasaran a limpio y entró en el comedor a tomar café. No había tenido tiempo de pensar en la comida. Era casi la una y decidió hacer una limpieza entre todos sus papeles antes de ir a comer.
La noche anterior se había sentido muy mal al recibir la llamada anónima. Pero había apartado los presentimientos lúgubres de su cabeza. Si pasaba alguna cosa, la policía estaba preparada.
Marcó el número de Sten Widén. Pero, en el momento en que oyó la señal de llamada, colgó deprisa. Sten Widén podía esperar. Ya tendrían tiempo de medir lo que tardaba un caballo en acabar con una ración de heno.
Llamó a las autoridades de la fiscalía.
La telefonista contestó que Anette Brolin sí estaba.
Se levantó y fue hasta el otro lado de la comisaría. En el momento de levantar la mano para llamar a la puerta, ésta se abrió.
Ella llevaba el abrigo puesto.
– Me iba a comer -dijo.
– ¿Te puedo acompañar?
Pareció pensárselo un momento. Luego sonrió rápidamente.
– ¿Por qué no?
Kurt Wallander sugirió el Continental. Les dieron una mesa al lado de la ventana y los dos pidieron salmón.
– Anoche te vi en las noticias -dijo Anette Brolin-. ¿Cómo pueden dar un reportaje tan incompleto y tan tendencioso?
Wallander, que se había preparado para recibir una crítica, se relajó otra vez.
– Los periodistas ven a la policía como una presa permitida -dijo-. Nosotros recibimos críticas tanto si actuamos mucho como poco, no importa. Tampoco entienden que a veces debamos callarnos ciertos datos, por razones que tienen que ver con la investigación.
Sin pensárselo le habló del soplo. Lo mal que le había sentado que cierta información de la reunión fuera directamente a la televisión.
Notó que le estaba escuchando. De repente le parecía ver a otra persona detrás del papel de fiscal y la ropa elegante. Después de comer pidieron café.
– ¿La familia también se ha venido aquí? -preguntó.
– Mi marido se ha quedado en Estocolmo -aclaró-. Y los niños no van a cambiar de escuela sólo por un año.
Kurt Wallander notó que se sentía desilusionado.
De algún modo habría deseado que el anillo de casada no significara nada a pesar de todo.
El camarero se acercó con la cuenta y Kurt Wallander sacó la mano para pagar.
– Pagamos a medias -dijo ella.
Les sirvieron otra taza de café.
– Háblame de esta ciudad -pidió-. He repasado algunos casos criminales de los últimos años. La diferencia es grande si se compara con Estocolmo.
– Está disminuyendo -replicó Wallander-. Pronto toda la campiña sueca será un suburbio entero de las ciudades más grandes. Hace veinte años, por ejemplo, no había narcotráfico aquí. Hace diez años lo había en ciudades como Ystad y Simrishamn. Pero todavía teníamos cierto control de lo que pasaba. Hoy la droga está en todas partes. Cuando paso delante de una bonita granja de por aquí, a veces pienso: ahí quizá se esconda una enorme fábrica de anfetaminas.
– Pero hay menos crímenes violentos. Y no son tan graves.
– Todo llega. Desgraciadamente. Pero la diferencia entre las ciudades grandes y las zonas rurales pronto se habrá borrado del todo. El crimen organizado es importante en Malmö. Las fronteras abiertas y todos los transbordadores son como terrones de azúcar para la mafia.
– De todos modos hay cierta calma -dijo ella pensativamente-. Algo que se ha perdido por completo en Estocolmo.
Salieron del Continental. Kurt Wallander había aparcado muy cerca, en la calle Stickgatan.
– ¿Realmente se puede aparcar aquí? -preguntó Anette.
– No -contestó Kurt Wallander-. Pero cuando me ponen una multa, casi siempre la pago. Aunque sería una experiencia interesante dejar de pagarla y que me denunciaran.
Condujeron hasta la comisaría.
– Pensaba invitarte a cenar una noche. Podría enseñarte los alrededores.
– Con mucho gusto -dijo ella.
– ¿Cada cuándo vas a casa? -preguntó él.
– Cada dos semanas.
– ¿Y tu marido y los niños?
– Él viene cuando tiene tiempo. Y los niños, cuando tienen ganas.
«Te quiero», pensó Kurt Wallander.
«Veré a Mona esta noche y le diré que amo a otra mujer.»
Se separaron en la recepción de la comisaría.
– Te daré un informe el lunes -murmuró Kurt Wallander-. Empezamos a seguir algunas pistas.
– ¿Hay prevista alguna detención?
– No. Todavía no. Pero las investigaciones en los bancos nos dieron algunos resultados.
Ella asintió con la cabeza.
– El lunes, antes de las diez, si puedes -dijo-. El resto del día tengo arrestos y audiencias.
Quedaron para las nueve.
Kurt Wallander la siguió con la mirada cuando desapareció por el pasillo.
Se sentía extrañamente alegre al volver a su despacho. «Anette Brolin», pensó. «¿Qué no podría pasar en un mundo donde dicen que todo es posible?»
El resto del día lo dedicó a leer diferentes actas de interrogatorios que anteriormente sólo había mirado por encima. El acta definitiva de la autopsia también había llegado. De nuevo se sobresaltó por la increíble violencia a la que habían sido sometidos los dos ancianos. Leyó los informes de las conversaciones con las dos hijas y el resultado de los interrogatorios puerta por puerta en Lenarp.
Todos los informes eran unánimes y se complementaban. Nadie sospechaba que Johannes Lövgren fuera una persona bastante más compleja de lo que aparentaba. El sencillo agricultor tenía una doble personalidad.
Una vez durante la guerra, en el otoño de 1943, lo habían citado ante el tribunal por malos tratos. Pero fue absuelto. Alguien había encontrado una copia de la investigación y la leyó minuciosamente. Pero no vio ningún motivo aparente para la venganza. Más bien parecía una discusión normal en la casa comunal de Erikslund, que había acabado en pelea.
A las tres y media Ebba entró con su traje limpio de la tintorería.
– Eres un ángel -dijo.
– Espero que tengas una noche agradable -le deseó ella sonriendo.
Kurt Wallander se emocionó. Se lo había dicho con el corazón.
Hasta las cinco estuvo rellenando una quiniela, pidió hora para la revisión del coche y pensó en todas las conversaciones importantes que le esperaban el día siguiente. Más tarde escribió una nota para sí mismo, tenía que preparar un informe para cuando volviera Björk.
A las cinco y tres minutos, Tomas Näslund se asomó por la puerta.
– ¿Todavía estás aquí? -preguntó-. Pensaba que te habías marchado.
– ¿Por qué?
– Ebba me lo dijo.
«Ebba me vigila», pensó con una sonrisa. «Mañana le traeré unas flores antes de ir a Simrishamn.»
Näslund entró en el despacho.
– ¿Tienes tiempo? -preguntó.
– No mucho.
– No tardaré. Se trata de ese Klas Månson.
Kurt Wallander tuvo que pensar un momento antes de recordar quién era.
– ¿El que atracó aquella tienda nocturna?
– Ese mismo. Tenemos testigos que lo inculpan a pesar de que llevaba una especie de media sobre la cara. Un tatuaje en la muñeca. No hay duda de que fue él. Pero esta nueva fiscal no está de acuerdo con nosotros.
Kurt Wallander levantó las cejas.
– ¿En qué sentido?
– Piensa que la investigación está mal hecha.
– ¿Lo está?
Näslund lo miró con sorpresa.
– No está peor que cualquier investigación anterior. El asunto está claro, ¿no?
– ¿Qué dijo, pues?
– Que si no podemos presentar pruebas más convincentes, no aceptará un nuevo arresto. ¡Es una mierda que una tía de Estocolmo pueda venir aquí y hacerse la importante!