Näslund redujo la velocidad.
El paisaje era gris, con neblina. Kurt Wallander miró fijamente aquella abandonada tristeza. Se sentía a gusto con la primavera y el verano de Escania, pero era un extraño en el silencio de los áridos otoño e invierno.
Se echó para atrás y cerró los ojos. Le dolía todo el cuerpo y el brazo le escocía. Además, tenía taquicardia.
«A los divorciados nos dan ataques al corazón. Engordamos y sufrimos por haber sido abandonados. O nos metemos en relaciones nuevas y al final el corazón no puede más.»
Le daba rabia y tristeza pensar en Mona.
Abrió los ojos y volvió a contemplar el paisaje escaniano. Luego leyó los dos informes de las conversaciones entre la policía y las dos hijas de los Lövgren.
No había nada que les permitiera avanzar. Ni enemigos, ni conflictos sin resolver.
Tampoco dinero.
Johannes Lövgren había mantenido a sus hijas al margen de sus recursos económicos.
Kurt Wallander intentó imaginarse al hombre. ¿De qué manera había obrado? ¿Qué era lo que le movía? ¿A qué tenía pensado destinar el dinero cuando hubiera muerto?
Pensar en todo esto le sobresaltó.
En alguna parte debía existir un testamento.
Pero si no estaba en ninguna de las cajas de seguridad, ¿dónde estaría? ¿Tendría el hombre asesinado otra cuenta?
– ¿Cuántas oficinas bancarias hay en Ystad? -preguntó a Näslund.
Näslund conocía bien su ciudad.
– Unas diez -respondió.
– Mañana examinas las que no hayamos visitado. ¿Tendrá Johannes Lövgren otra caja de seguridad? Además quiero saber cómo iba y venía de Lenarp. Taxi, autobuses, todo.
Näslund asintió con la cabeza.
– Puede haber cogido el autobús escolar -dijo. -Alguien tiene que haberle visto.
Pasaron por Tomelilla. Cruzaron la carretera principal hacia Malmö y siguieron hacia el norte.
– ¿Cómo era la casa de Lars Herdin? -preguntó Kurt Wallander.
– Anticuada. Pero limpia y arreglada. Curiosamente estaba cocinando en el microondas. Me invitó a bollos caseros. En una jaula tenía un gran loro. El jardín estaba bien cuidado. Toda la casa parecía bonita. Nada de verjas caídas.
– ¿Qué coche tenía?
– Un Mercedes rojo.
– ¿Un Mercedes?
– Sí, un Mercedes.
– Me pareció entender que no le sobraba el dinero.
– Aquel Mercedes le ha costado más de trescientas mil coronas.
Kurt Wallander pensó un momento.
– Tenemos que averiguar más sobre Lars Herdin -dijo-. Aunque no sepa quién los mató, a lo mejor sabe algo y no es consciente de ello.
– ¿Eso qué tiene que ver con el Mercedes?
– Nada. Sólo intuyo que Lars Herdin es más importante para nosotros que lo que él mismo supone. Además, vale la pena averiguar cómo es que un granjero hoy en día tiene suficiente dinero para comprar un coche de trescientas mil coronas. Tal vez le dieron un recibo donde pone que compró un tractor.
Entraron en Kristianstad y pararon delante de la comisaría en el momento en que empezaba a caer aguanieve. Kurt Wallander notó los primeros picores en la garganta que le anunciaban la proximidad de un resfriado.
«Mierda», pensó. «No puedo caer enfermo ahora. No quiero ver a Mona con mocos y fiebre.»
Entre la policía de Ystad y la de Kristianstad no había más contactos que la cooperación cuando las circunstancias lo requerían. Pero Kurt Wallander conocía bien a varios de los policías después de algunos encuentros regionales. Ante todo, esperaba que Göran Boman estuviera de servicio. Tenía la edad de Wallander y habían hecho buenas migas tomando unas copas de whisky en Tylösand después de una conferencia. Habían soportado una aburridísima jornada de estudio organizada por la delegación de formación de la policía. El objetivo era imbuirlos de la necesidad de una mejor y más eficaz política de personal en sus lugares de trabajo. Por la noche compartieron media botella de whisky y pronto se dieron cuenta de que tenían mucho en común. Por ejemplo, ambos habían encontrado una fuerte resistencia por parte de sus padres cuando optaron por la profesión policial.
Wallander y Näslund entraron en la recepción. La telefonista les informó, curiosamente en un dialecto cantarín del norte, de que Göran Boman estaba de servicio.
– Está haciendo un interrogatorio -dijo la chica-. Pero no tardará mucho.
Kurt Wallander se fue al lavabo. Se sobresaltó al mirarse en el espejo. La rojez de los chichones y rasguños impresionaba. Se lavó la cara con agua fría, mientras sentía la voz de Göran Boman en el pasillo.
El reencuentro fue cordial. Kurt Wallander se dio cuenta de que estaba más que contento de volver a ver a Göran Boman. Fueron a buscar café y se sentaron en su despacho. Wallander vio que tenían exactamente el mismo tipo de escritorio. Pero el despacho de Boman estaba mejor decorado. Más o menos como Anette Brolin había convertido el aséptico despacho que le asignaron.
Göran Boman naturalmente había oído hablar tanto del doble homicidio de Lenarp como del ataque al campo de refugiados y la contribución de Wallander en las labores de salvamento, que la prensa había exagerado. Hablaron un rato sobre los refugiados. Göran Boman tenía la misma impresión que Kurt Wallander de que la recepción de solicitantes de asilo era caótica y estaba mal organizada. También la policía de Kristianstad podía dar muchos ejemplos de expulsiones que sólo habían podido llevar a cabo con mucho esfuerzo. Una semana antes de Navidad, por ejemplo, les llegó un aviso de expulsión de unos ciudadanos búlgaros. Según el Departamento de Inmigración, se encontraban en un campo en Kristianstad. Después de varios días de trabajo, la policía logró saber que los búlgaros estaban en un campo en Arjeplog, a más de mil kilómetros.
Luego pasaron a comentar el motivo real de la visita. Wallander le hizo un resumen detallado.
– Tú quieres que te la encontremos -dijo Göran Boman cuando terminó.
– No estaría mal.
Näslund había permanecido en silencio hasta aquel momento.
– Se me ha ocurrido algo -intervino-. Si Johannes Lövgren tiene un hijo con esta mujer, y suponemos que el niño nació en esta ciudad, entonces podremos encontrarlo en el registro civil. Johannes Lövgren debería constar como el padre del niño, ¿no?
Kurt Wallander asintió con la cabeza.
– Sí -dijo-. Además sabemos más o menos cuándo nació el niño. Nos podemos concentrar en un periodo de diez años, entre el cuarenta y siete y el cincuenta y siete, aproximadamente, si la declaración de Lars Herdin es exacta. Y yo creo que lo es.
– ¿Cuántos niños deben de nacer en diez años en Kristianstad? -preguntó Göran Boman-. Antes de tener los ordenadores habríamos tardado muchísimo tiempo en averiguarlo.
– Existe la posibilidad de que Johannes Lövgren se haya registrado como «padre desconocido» -dijo Kurt Wallander-. Pero si es así repasaremos esos casos minuciosamente.
– ¿Por qué no sacas una orden de busca y captura de la mujer? -preguntó Göran Boman-. Pedirle que se dé a conocer.
– Porque estoy bastante seguro de que no lo haría -dijo Kurt Wallander-. Es una intuición. Tal vez no tan profesional. Pero prefiero hacerlo de esta manera.
– La encontraremos -aseguró Göran Boman-. Vivimos en una sociedad y en un tiempo donde casi es imposible desaparecer. A no ser que te suicides de una manera tan inteligente que el cuerpo desaparezca. Tuvimos un caso así el verano pasado. Por lo menos es lo que pienso que pasó. Un hombre que estaba cansado de todo. Su mujer le denunció como desaparecido. Su barco desapareció. No lo hemos encontrado y no creo que vayamos a encontrarlo. Yo creo que se hundió en el mar con su barco. Pero si esta mujer y el hijo existen, daremos con ellos. Pondré un hombre en el caso enseguida.
A Kurt Wallander le dolía la garganta. Notó que empezaba a sudar.
Lo que más le habría gustado era quedarse discutiendo tranquilamente el doble asesinato con Göran Boman. Tenía el sentimiento de que era un buen policía. Su opinión sería valiosa. Pero estaba demasiado cansado.
Terminaron la conversación. Göran Boman los acompañó hasta el coche.
– La encontraremos -repitió.
– Después de esto nos vemos una noche -sugirió Kurt Wallander-, tranquilamente, y nos tomamos unos whiskies.
Göran Boman asintió con la cabeza.
– Tal vez haya otra jornada de formación sin sentido -dijo.
El aguanieve seguía cayendo. Kurt Wallander notó que la humedad traspasaba sus zapatos. Se metió en el asiento trasero y se acurrucó en el rincón. Pronto estuvo dormido.
No se despertó hasta que Näslund frenó ante la comisaría de Ystad. Se sentía febril y desgraciado. El aguanieve continuaba cayendo y pidió unas aspirinas a Ebba. A pesar de que sabía que debía irse a casa y acostarse, no pudo dejar de hacer un resumen de lo que había pasado durante el día. Además, quería saber lo que Rydberg había averiguado acerca de la vigilancia de los refugiados.
Su mesa estaba llena de mensajes telefónicos. Entre muchos otros había llamado Anette Brolin. Y su padre. Pero Linda no. Tampoco Sten Widén. Repasó las notas y las apartó todas, excepto la de Anette Brolin y la de su padre. Luego llamó a Martinson.
– Bingo -dijo Martinson-. Creo que hemos encontrado el coche. Un coche que encaja con la descripción fue alquilado la semana pasada en una sucursal de Avis en Göteborg. No lo han devuelto como habían quedado. Sólo hay una cosa rara.
– ¿Cuál?
– El coche fue alquilado por una mujer.
– ¿Qué hay de raro en ello?
– Supongo que me cuesta un poco creer que una mujer haya perpetrado el doble asesinato.
– Ahora piensas equivocadamente. Vamos a encontrar el coche y al conductor. Mujer o no. Después ya veremos si tienen algo que ver con esto. Poder tachar a alguien de la investigación es igual de importante que recibir una confirmación. Pero dale el número de la matrícula al camionero, para ver si a pesar de todo reconoce la combinación.
Terminó la conversación y se fue al despacho de Rydberg.
– ¿Cómo va todo? -preguntó.
– Esto no es nada divertido -contestó Rydberg sombríamente.
– ¿Quién ha dicho que el trabajo policial tenga que ser divertido?
Pero Rydberg había hecho un trabajo minucioso, tal y como Wallander había augurado. Sobre un mapa, los diferentes campos estaban marcados con un círculo y Rydberg había hecho un pequeño informe de cada uno de ellos. De momento sugería como primera medida que las patrullas nocturnas los visitaran regularmente según un horario muy ingenioso.