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Kurt Wallander no se sentía precisamente un policía feliz cuando entró por las puertas del Hotel Svea en Simrishamn sobre las siete de la mañana del viernes. Caía una densa aguanieve en Escania y la humedad se le había metido dentro de los zapatos al salir del coche e ir hacia el hotel. Además, le dolía la cabeza.
Pidió unas aspirinas a la camarera. Ésta volvió con un vaso de agua en el que había un polvo blanco efervescente.
Al beber el agua notó que le temblaba la mano.
Pensó que era tanto de angustia como de alivio.
Cuando unas horas antes Norén le ordenó salir del coche en el camino que iba de Svaneholm a Slimminge, pensó que todo había acabado. Ya no sería policía. El hecho de conducir en estado de embriaguez le causaría la suspensión inmediata. Y aunque pudiera volver al servicio activo alguna vez, después de haber purgado la condena en la cárcel, nunca podría mirar a sus antiguos colegas a los ojos.
Se le ocurrió que tal vez podría llegar a ser responsable de seguridad en una empresa. O pasar el control de selección de una empresa de vigilancia poco escrupulosa. Pero su carrera de veinte años como policía habría acabado. Y él era policía. Nunca había pensado en sobornar a Peters y a Norén. Sabía que era imposible. Lo que podría hacer era implorar su comprensión. Invocar el espíritu de cuerpo, la camaradería, la amistad que en realidad no existía.
Pero no le hizo falta.
– Ve con Peters y yo llevaré tu coche a casa -dijo Norén.
Kurt Wallander recordaba el alivio, pero también el inconfundible tono de desprecio en la voz de Norén.
Sin mediar palabra se sentó en el asiento trasero del coche de policía. Durante el trayecto hasta la calle Mariagatan de Ystad, Peters mantuvo una actitud de silenciosa reserva.
Norén llegó un momento más tarde, aparcó el coche y le dio las llaves.
– ¿Te ha visto alguien? -preguntó.
– Nadie más que vosotros.
– Has tenido una suerte de mil demonios.
Peters asintió con la cabeza. Entonces Kurt Wallander comprendió que nada se sabría. Norén y Peters cometían una falta grave al protegerle. No tenía ni idea del motivo.
– Gracias -dijo.
– Está bien -replicó Norén.
Y se marcharon.
Kurt Wallander subió a su piso y se bebió lo que quedaba de una botella casi vacía de whisky. Luego dormitó unas horas sobre la cama. Sin pensar, sin soñar. A las seis y cuarto se sentó en el coche de nuevo, después de haberse afeitado apresuradamente.
Claro que sabía que aún estaba ebrio. Pero ya no existía el riesgo de encontrarse con Peters y Norén. Ellos habían acabado su turno a las seis.
Intentó concentrarse en lo que le esperaba. Göran Boman acudiría y juntos se pondrían manos a la obra para encontrar el eslabón perdido en la investigación del doble homicidio de Lenarp.
Apartó todos los demás pensamientos. Los retomaría cuando tuviera más fuerzas. Cuando ya no tuviera resaca y pudiera considerarlo todo con distancia.
Estaba solo en el comedor del hotel. Contempló el mar, que se veía gris entre la aguanieve. Un barco pesquero salía del puerto y Wallander intentó descifrar el número que se veía pintado de negro sobre la quilla.
«Una cerveza», pensó. «Una buena cerveza es lo que necesito ahora mismo.»
La tentación era fuerte. También pensó en pasarse por la tienda de bebidas alcohólicas y comprar algo para la noche.
Sintió que aún no tenía fuerzas para estar sobrio.
«Soy una mierda de policía», pensó.
«Un policía de dudosa reputación.»
La camarera volvió a llenarle la taza de café. Se imaginó que se registraba en el hotel y que ella acudía. Detrás de las cortinas cerradas olvidaría que existía, lo olvidaría todo a su alrededor, se hundiría en un paisaje que nada tenía que ver con la realidad.
Se acabó el café y tomó su portafolios. Todavía le quedaba un rato para estudiar el material de la investigación. Llevado por una sensación de angustia, salió a la recepción y llamó a la comisaría de Ystad. Ebba contestó.
– ¿Lo pasaste bien anoche? -preguntó.
– No podría haber ido mejor -contestó-. Y gracias otra vez por la ayuda con el traje.
– Cuando quieras.
– Estoy llamando desde el Hotel Svea de Simrishamn. Por si hay algo. Más tarde me iré con Boman, el de la policía de Kristianstad. Pero ya te llamaré.
– Todo está tranquilo. No ha pasado nada en los campos de refugiados.
Acabó la conversación y entró en el retrete a lavarse la cara. Evitó mirarse en el espejo. Con las yemas de los dedos notó el chichón en la frente. Le dolía. Pero ya casi no le escocía el brazo.
Sólo cuando se estiraba notaba el dolor del muslo.
Al volver al comedor pidió el desayuno. Mientras comía, ojeó todos sus papeles.
Göran Boman era puntual. A las nueve en punto entró en el comedor.
– ¡Vaya tiempo! -dijo.
– Al menos es mejor que una tormenta de nieve -contestó Kurt Wallander.
Mientras Göran Boman tomaba café comentaron lo que harían durante el día.
– Parece que tenemos suerte -dijo Göran Boman-. A la mujer de Gladsax y a las dos de Kristianstad podremos encontrarlas sin problemas.
Empezaron con la mujer de Gladsax.
– Se llama Anita Hessler -explicó Göran Boman-. Cincuenta y ocho años. Se volvió a casar hace un par de años con un agente inmobiliario.
– ¿Hessler es su nombre de soltera? -preguntó Kurt Wallander.
– Ahora se llama Johanson. Su marido se llama Klas Johanson. Viven en una urbanización en las afueras del pueblo. La hemos investigado un poco. Por lo que parece, es ama de casa.
Miró sus papeles.
– El nueve de marzo de 1951 tuvo un hijo en la maternidad de Kristianstad. A las 4.13, para ser exactos. Por lo que veo es su único hijo. Pero Klas Johanson tiene cuatro hijos de un matrimonio anterior. Además, es seis años más joven que ella.
– Su hijo tiene, por lo tanto, treinta y nueve años -dijo Kurt Wallander.
– Le pusieron el nombre de Stefan -dijo Göran Boman-. Vive en Ǻhus y trabaja como funcionario de hacienda en Kristianstad. Economía estable. Casa adosada, esposa, dos hijos.
– ¿Los funcionarios de hacienda suelen cometer homicidios? -preguntó Kurt Wallander.
– No muy a menudo -contestó Göran Boman.
Se fueron a Gladsax. El aguanieve se había convertido en una llovizna. Justo antes de la entrada del pueblo, Göran Boman giró a la izquierda.
La urbanización destacaba mucho entre las blancas casas bajas del pueblo. Kurt Wallander pensó que parecía un barrio elegante de las afueras de cualquier gran ciudad.
La casa estaba al final de una fila de viviendas. Una imponente antena parabólica descansaba sobre una base de cemento cerca de la casa. El jardín se veía bien cuidado. Se quedaron unos minutos mirando la construcción de ladrillos rojos. Había un Nissan blanco aparcado en la rampa del garaje.
– El marido no estará en casa -dijo Göran Boman-. Tiene su despacho en Simrishamn. Se ve que se ha especializado en vender casas a gente adinerada de Alemania Occidental.
– ¿Eso está permitido? -preguntó Kurt Wallander con asombro.
Göran Boman se encogió de hombros.
– Testaferros -dijo-. Los alemanes del oeste pagan bien y los permisos de compra están en manos suecas. Hay personas en Escania que viven de hacerse responsables de propiedades ilegales.
De repente se movió la cortina. Fue tan leve que sólo un ojo bien entrenado de policía podía notarlo.
– Hay alguien en casa -dijo Kurt Wallander-. ¿Hacemos una visita?
La mujer que abrió era excepcionalmente atractiva. Vestía un traje de deporte amplio, pero irradiaba personalidad. Kurt Wallander pensó enseguida que no parecía sueca.
También pensó que la presentación podría ser tan importante como todas las preguntas juntas.
¿Cómo reaccionaría al decirle que eran policías?
Lo único que pudo ver fue que alzó ligeramente las cejas. Luego sonrió enseñando una perfecta línea de dientes blancos. Kurt Wallander se preguntó si Göran Boman estaba en lo cierto. ¿Tenía cincuenta y ocho años? Si no lo supiera, le habría puesto unos cuarenta y cinco.
– Qué sorpresa -dijo-. Pasen.
Entraron en un salón decorado con gusto. Las paredes estaban cubiertas de librerías repletas. Uno de los televisores más exclusivos de Bang amp; Olufsen descansaba en un rincón. En un acuario nadaban peces atigrados. A Wallander le costaba relacionar aquel salón con Johannes Lövgren. No había nada que permitiera sospechar que habían estado relacionados.
– ¿Puedo invitarles a tomar algo? -preguntó la mujer.
Contestaron negativamente y se sentaron.
– Hemos venido a hacerle unas preguntas rutinarias -empezó Wallander-. Yo me llamo Kurt Wallander y éste es Göran Boman, de la policía de Kristianstad.
– Qué interesante recibir una visita de la policía -dijo la mujer, que continuaba sonriendo-. Aquí en Gladsax nunca pasa nada inesperado.
– Sólo queremos preguntarle si usted conoce a un tal Johannes Lövgren -dijo Kurt Wallander.
Ella lo miró con sorpresa.
– ¿Johannes Lövgren? No. ¿Quién es?
– ¿Está usted segura?
– ¡Claro que estoy segura!
– Fue asesinado junto con su esposa en un pueblo que se llama Lenarp hace unos días. ¿No lo ha visto en los periódicos?
Su asombro parecía genuino.
– Ahora no entiendo nada -dijo-. Recuerdo haber visto algo en los periódicos. Pero ¿qué tiene que ver conmigo?
«No», pensó Kurt Wallander mirando a Göran Boman, que parecía de la misma opinión. «¿Qué tiene que ver ella con Johannes Lövgren?»
– En 1951 usted tuvo un hijo en Kristianstad -dijo Göran Boman-. En todos los documentos usted ha dado la información de padre desconocido. ¿No será por casualidad un hombre llamado Johannes Lövgren ese padre desconocido?
Los miró un buen rato antes de contestar.
– No entiendo por qué lo preguntan -contestó-. Y tampoco entiendo la relación que existe con el granjero asesinado. Pero si les es de alguna ayuda, les diré que el padre de Stefan se llamaba Rune Stierna. Estaba casado con otra. Yo sabía dónde me metía, y elegí darle las gracias por el niño manteniendo su identidad en secreto. Murió hace doce años. Y Stefan tuvo una buena relación con su padre durante toda su juventud.
– Comprendo que las preguntas puedan parecer extrañas -dijo Kurt Wallander-. Pero a veces tenemos que hacerlas.
Preguntaron unas cuantas cosas más al tiempo que tomaban nota. Después acabaron.