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– Lo prometo -dijo.

Después de la llamada de esa noche, una pesadilla turbó el sueño de Rowan. Se levantó temprano para salir a hacer footing por la playa, mucho antes de que el sol despuntara por los montes de Malibú, y se empleó a fondo en la carrera. Después de ducharse, se metió en el estudio mientras Annette se ocupaba de asuntos pendientes en el comedor.

Un violento asesinato hacía tres días y, después, nada. La calma antes de la tormenta . Aquella idea le hizo estremecerse.

Rowan estaba sentada ante su mesa de trabajo encerrada en su estudio sin dar golpe pero sintiéndose culpable por un crimen que no había cometido. De pronto, oyó llegar los coches. Nadie se acercó a la puerta, de modo que miró por entre las venecianas y vio a los dos agentes de seguridad conversando. El lenguaje corporal daba a entender que se sentían bien juntos. Un equipo.

Ella nunca había gozado de eso. Incluso con sus colegas en el FBI, nunca se había sentido cerca de alguien. No podía. ¿Qué ocurriría si les pasaba algo?

Sonó el timbre. Necesitaba unos minutos más para recobrar la compostura. Quería muchísimo a Roger pero la conversación de la pasada noche, sumada a todo lo demás, le había traído recuerdos que tenía que volver a enterrar, al menos hasta que se encontrara de nuevo a solas.

– Bonito lugar -dijo Tess.

Michael miró a su alrededor, frunciendo el ceño. Apreciaba la estética del lugar pero ahora le preocupaban más los aspectos relacionados con la seguridad.

– Hay muchas ventanas. ¿Dónde están las cortinas?

– El propietario nunca las ha puesto del lado de poniente. -Annette sacudió su melena oscura con un sutil movimiento de la cabeza. Annette era una mujer elegante y atractiva, de ojos azules e inteligentes-. Es un tipo muy excéntrico. Así que a veces por la tarde hace calor. -La productora siempre hablaba con marcadas inflexiones. A veces era irritante.

– Creía que Smith era una mujer.

– Lo es. El propietario es amigo mío, un actor que está rodando una película en Australia. Le alquila la casa a Rowan.

Michael miró a su alrededor, asimilando la distribución del espacio.

Todo era blanco y deslumbrante, y había mucho vidrio. Los muebles, la pintura de las paredes, las alfombras. El único color visible era el de unos cuadros abstractos de colores primarios en tonos fuertes que decoraban las paredes aquí y allá. Estéril. Frío. Él no viviría en un lugar así, de eso estaba seguro.

Se encontraban en un salón amplio, en el nivel inferior de la primera planta. Tres grandes ventanales conformaban el escaparate del mar. A la derecha había una sala de estar, una especie de biblioteca con un bar en una pared. A la izquierda estaba el comedor, en un nivel más elevado, también con vistas al océano. Las tres salas tenían puertas ventanas de doble batiente que daban al balcón.

Aquella casa era una jodida pecera.

– ¿Qué pasa? -preguntó Annette.

– Tenemos que hacer algo con estas ventanas -dijo, con un movimiento del brazo.

– ¿Cómo qué?

– Lo que sea.

– Pero nadie puede ver desde fuera. La casa está orientada hacia el mar.

Michael procuró responder discretamente.

– Es verdad, pero alguien podría estar afuera por la noche, en el balcón, y ver todo el interior, con la casa encendida como un árbol de Navidad, y uno ni siquiera se daría cuenta. -Echó una mirada a su alrededor-. ¿Dónde está la señora Smith?

– Está en su estudio -dijo Annette-. Iré a buscarla.

¿Está sola?, pensó Michael. Ya empezaba a no gustarle el ambiente de aquella misión. No sabía nada acerca de Smith excepto que era una ex agente federal convertida en escritora. Ahora trabajaba en un guión para Annette y vivía en una casa de cristal. Y, desde luego, sabía lo que había leído en los periódicos acerca del asesinato en Denver.

Michael siguió a la productora con la vista mientras se alejaba por el pasillo y se detenía ante la primera puerta de doble batiente. Conocía a Annette y confiaba en ella, pero tomó nota mental para pedirle a Tess que llevara a cabo una breve y discreta investigación sobre la productora y su empresa. Aunque nunca había oído hablar de asesinatos perpetrados para conseguir publicidad, sí sabía de casos de trampas montadas para llamar la atención sobre una joven estrella o sobre una película con malas críticas.

– ¿Rowan? -dijo Annette, desde el pasillo-. Han llegado los de seguridad.

Se oyó una respuesta ininteligible.

Annette se volvió hacia Michael con una media sonrisa.

– Saldrá en unos minutos.

– Oiga, no puede estar ahí sola. Si alguien se ha propuesto matarla, debería estar visible en todo momento. -Pasó junto a Annette y llamó con fuerza a la puerta-. Señora Smith, soy Michael Flynn. Por favor, salga.

– He dicho cinco minutos -respondió ella desde el otro lado.

– No, no está segura ahí dentro.

La oyó reír, y a ese sonido siguió otro, perfectamente reconocible, de un cargador que se introducía en una pistola. El corazón se le aceleró. ¿Estaba sola? Intentó abrir. Estaba cerrado con llave. Entonces vio que uno de los pomos giraba lentamente. Se apartó contra la pared. La puerta se abrió apenas y Michael esperó a que ella saliera. Cuando no apareció, se deslizó junto a la pared y abrió la puerta del todo.

En medio del estudio había una rubia alta con ojos del color del mar. Tenía la mirada ausente, inexpresiva, y llevaba el pelo recogido por atrás.

Lo apuntaba al pecho con una pistola.

– Bang, está usted muerto.

– ¡Baje esa maldita pistola! ¿Qué diablos se ha creído? ¿Qué está haciendo?

– Me estoy protegiendo.

Michael giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta.

– Tess, nos vamos.

– Michael -dijo Tess, mordiéndose el labio.

– Ahora . -Decir que estaba furioso sería poco. Michael no toleraba que nadie lo apuntara con un arma. ¿Acaso estaba loca?

– Por favor, Michael -dijo Annette, poniéndole una mano sobre el brazo-. Rowan está muy afectada. Escucha. Te necesita.

Michael miró a Annette y luego a la rubia que salía del estudio con los brazos cruzados, sosteniendo en una mano una Glock con gesto desenfadado, apuntando al suelo. Se veía que estaba muy tensa, lo cual contradecía su actitud distendida. Era demasiado delgada, pero Michael percibió unos músculos bien cuidados por debajo de las mangas cortas de su blusa. Estaba pálida pero, aún así, era una mujer bella. Tenía la misma expresión perdida que cuando le había apuntado con la maldita pistola. Sin embargo, la intensidad de sus ojos le disuadió de abrir la puerta y largarse. Acababa de entender el sentido de la frase «Los ojos son la ventana del alma». Los ojos de Rowan Smith le decían que estaba asustada pero que era una mujer fuerte, angustiada pero atrevida. Era una combinación cautivadora.

– Le daré diez minutos para explicarse -dijo Michael, entre dientes.

Tardó varios días en encontrar la tienda de flores adecuada. Habría sido mucho más fácil si ella le hubiera dado un nombre.

Las manos enguantadas abrieron el libro por la página que había marcado.

La fachada de la sencilla floristería le recordaba el barrio donde había crecido. Una ventana grande enmarcada por un toldo blanquiverde, y de los marcos de metal desbordaba una variedad de rosas rojas como la sangre recién derramada, helechos que acababan de ser rociados, goteando lágrimas de agua.

Perfecto, hasta las rojas rosas y los helechos regados.

Abrió la puerta de vidrio y sonó una campanilla por encima de su cabeza. Lo acogió el aroma fragmentado de las flores, la tierra y las plantas, y un jovial «Hola, ¿en qué puedo servirle?»

Respiró la esencia de la tierra mientras observaba unos arreglos primaverales de tonos claros junto a la puerta. Esperó a que dos mujeres parlanchinas recogieran sus pedidos en el mostrador y salieran.

Uno de los arreglos llamó su atención. Era un ramo triangular diseñado con exquisito gusto, con unas maravillosas espuelas de caballero rosadas y lilas rodeadas por un conjunto de narcisos de un intenso color amarillo, claveles blancos y rosados y lirios color púrpura temblando bajo el aire acondicionado de la tienda.

Habría sido perfecto para ella en cualquier otra ocasión, pero no para un funeral. Era una lástima.

Buscó otra página en el libro ajado. Aunque se había aprendido el pasaje de memoria, le agradaba ver las palabras. Le procuraban un placer que casi lo mareaba, como si leyera inclinado sobre su hombro mientras ella lo tecleaba en el ordenador.

Lirios de Casa Blanca, claveles, rosas, moluccellas, dragones, gipsófilas, todas de blanco impoluto, enmarcaban el arreglo floral funerario, y unas hojas de plumosus brindaban el contraste con su verde suave, realzando la intensidad del blanco. Las flores, llenas de su fragancia, tan vivas, nunca deberían haberse instalado junto al ataúd cerrado, un ataúd que contenía el cuerpo inerte y descuartizado de una vida segada prematuramente.

– ¿En qué puedo servirle?

Se giró y sonrió a la joven dependienta que se acercó a atenderlo. Menos de treinta años, rubia. Afortunadamente, el texto no abundaba en la descripción de otros rasgos. Aunque había cientos de floristerías en Los Ángeles, habría sido difícil encontrar la conjunción de escenario y víctima si la autora hubiera incluido más detalles. Había tardado seis meses en encontrar una camarera que se llamara Doreen Rodríguez en Denver.

Su vuelo a Portland salía en menos de dos horas.

– Sí, me gustaría comprar una corona funeraria. -Observó que los demás clientes salían de la tienda, charlando, ajenos a él. No tenían ni idea de que acababan de cruzarse con un dios. Esa duplicidad lo llenó de energía, y sonrió a la simpática empleada.

– Lamento su pérdida -dijo la muchacha. En la tarjeta que llevaba prendida decía «Christine».

Doreen no había sido una gran pérdida. En realidad, ni siquiera había opuesto una gran resistencia, pero él no tenía intención alguna de comentar ese detalle con su próxima víctima.

Cerró el libro y describió las flores que quería para la corona. Christine intentó hacer unas cuantas sugerencias y enseñarle otros bellos arreglos, con abundancia de verdes, explicándole que las coronas habían pasado de moda. Él escuchó educadamente.

– Esto es lo que a ella le habría gustado -explicó.

– Lo comprendo -dijo ella, con una sonrisa cálida, y la dosis justa de simpatía en sus bellos ojos azules.