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Había otras dos chicas mayores. ¿No podría una de ellas haber acudido a las autoridades? Era evidente que habían sufrido los maltratos de Bobby. Ellas mismas habían sido víctimas. Sin embargo, Rowan cargaba con todo el peso, como si hubiera sido la única que podría haber hecho algo y luego desistido.

Ojalá pudiera explicárselo, darle seguridad, decirle que el hecho de que hubiera hecho algo o no, nada tenía que ver con lo que había ocurrido.

– Rowan, nada de eso fue culpa tuya -dijo John, con voz queda.

Ella se encogió de hombros. ¿Habría oído lo que le había dicho?

– Supongo que quiero decir que sabía que Bobby algún día haría algo malo. Algo muy malo.

– ¿Por qué crees que tu padre se vino abajo?

– No lo sé. Es la razón por la que estudié psicología criminal en la universidad. Por eso ingresé en el FBI. Quería respuestas. Y encontré respuestas. Pero no sobre mi padre. Sólo lo habitual: sucede a menudo que los cónyuges maltratadores matan o son asesinados.

John la atrajo hacia él. No soportaba escucharla torturarse a sí misma. El mal no conocía límites. Ricos o pobres, hombres o mujeres, viejos o jóvenes. No sabía qué había impulsado a Robert MacIntosh a matar a su mujer, pero lo había hundido para siempre. Veintitrés años sin hablar, sin siquiera reconocer la presencia de otro ser humano.

Bobby MacIntosh era otra cosa. Si John estaba en lo cierto y el hermano de Rowan era el protagonista de aquel festín sangriento, expertamente diseñado y premeditado que duraba ya tres semanas, tenía el corazón más retorcido y estaba mucho más sano que su padre.

Roger Collins se paseaba de arriba abajo por la sala de espera de Beaumont, la cárcel de máxima seguridad adonde habían trasladado a Bobby MacIntosh hacía un año. El alcaide ordenó llevarlo a una sala de reuniones privada, pero Roger esperaba a Rowan.

Tenía ganas de estrangular a John Flynn pero, al mismo tiempo, temía que su teoría fuera acertada. Que Bobby MacIntosh no estuviera en Beaumont sino en libertad, y que fuera él quien estuviera aterrorizando a Rowan.

Dejando de lado las buenas intenciones, había cometido un grave error. Un error que había costado la vida a siete personas. Y quizá serían más.

A los dieciocho años Bobby MacIntosh era apenas un joven, pero más peligroso que muchos criminales curtidos con décadas de agresiones en su haber. Ningún remordimiento y, desde luego, se refocilaba pensando en la noche de su matanza.

– Mira, mira, mira. Si es el agente especial Roger Collins -había dicho Bobby MacIntosh veintitrés años antes, cuando Roger lo interrogó en la celda de una cárcel de Boston.

Roger estaba al otro lado de los barrotes y miraba al chico que había matado a tres de sus hermanas.

– Lily declarará en tu contra -le había dicho a Bobby, queriendo verlo retorcerse-. Está viva, goza de buena salud y quiere enviarte a la silla eléctrica.

Bobby entrecerró los ojos al tiempo que le lanzaba a Roger una mirada diabólica.

– En Massachusetts no hay pena de muerte. Es inconstitucional -se burló él.

– Qué lástima. Yo pulsaría el interruptor de buena gana. Lily también. Has hecho lo posible por destrozarle la vida, pero ella es fuerte. Más fuerte de lo que crees. Más fuerte de lo que jamás le has reconocido. Cuando suba a declarar, no habrá ni un solo jurado que vote la absolución. Pasarás el resto de tu vida en prisión.

Se había acercado a los barrotes, a sólo centímetros de su cara. Jamás había sentido tanta repugnancia hacia un sospechoso. Después de oír el relato de Lily, Roger odiaba a ese chaval.

– Y si crees que vivirás mucho tiempo entre rejas -añadió, con voz grave y segura-, piénsatelo dos veces.

Bobby se limitó a mirarlo con ojos burlones, y se reclinó cómodamente en el camastro.

– Tú no me conoces -dijo, sacudiendo la cabeza-. Soy un sobreviviente. Y si crees que me pasaré el resto de mi vida en chirona, el que está loco eres tú.

Bobby se sentó, puso las manos sobre las rodillas y frunció el ceño. La ira reconcentrada de su expresión obligó a Roger a tragar saliva sin quererlo. Éste era el hombre que Lily temía, el hermano con que había vivido diez años, un chico que mataba sin remordimientos. Lo hacía por puro placer.

– Mataré a Lily. No ahora. Ni mañana. Algún día. Le cogeré su pescuezo de desnutrida y se lo romperé.

– No cuentes con ello -dijo Roger, apretando los dientes. Dio media vuelta y salió a grandes zancadas de la cárcel. Pero oyó las últimas palabras de Bobby MacIntosh.

– No me subestimes, caraculo.

Al día siguiente, llevó a Lily a ver a su padre. Y la pobre niña se vino abajo por completo y tuvieron que sedarla. Fue entonces cuando Roger pensó que quizá no fuera capaz de subir al banquillo a declarar, o que declarar podría causarle secuelas para el resto de sus días. Y, después de todo lo que había vivido, Collins no quería que tuviera que enfrentarse a más torturas.

Bobby intentó escapar mientras lo trasladaban a una sesión preliminar. Disparó y mató a dos guardias y cayó herido. Mientras lo operaban, Collins rogó a un Dios en el que apenas creía que se lo llevara al infierno, a donde pertenecía de verdad.

Pero el joven asesino sobrevivió.

Afortunadamente, esta vez las circunstancias eran diferentes. Bobby había matado a dos polis. Roger Collins convenció al fiscal del distrito de que Lily no tenía la entereza suficiente para soportar un juicio. Juzgaron a MacIntosh por los asesinatos de los polis en lugar de juzgarlo por el asesinato de su familia. Cadena perpetua, sin posibilidad de libertad condicional.

Maldito estado de Massachusetts. Tendrían que haberle dado la pena de muerte.

Roger le contó a Lily que Bobby había muerto cuando intentaba escapar.

Pensándolo retrospectivamente, era un buen plan. MacIntosh estaba en la cárcel, y a Lily se le ahorraba la angustia del juicio y el miedo a que su hermano estuviera vivo y le hiciera daño. Y así había crecido una chica encantadora. Bella, inteligente y abnegada. Él la había orientado hacia el FBI porque tenía la empatía y la capacidad mental para ser una agente sobresaliente.

Pero después del asesinato de los Franklin, Rowan había renunciado, y Collins se preguntó por primera vez si no se había equivocado con ella. Si no lo había hecho al tomarla en custodia preventiva y convertirse en su apoderado. Estimulándola a romper el contacto con Peter. Convenciéndola de que cambiara de nombre.

Todo lo que Roger Collins había hecho era porque quería a Lily. Rowan era la hija que él y Gracie nunca tendrían. Cuando lo llamaron sus abuelos para decirle que no sabían cómo manejarla a ella ni a Peter, que los niños tenían pesadillas por la noche y que el psiquiatra quería probar una terapia a base de fármacos, Roger tomó una decisión. Se puso en contacto con un poli que le había dicho que él y su mujer estaban dispuestos a adoptar a Lily y a Peter.

Pero después de un periodo de prueba, le habían dicho que se quedaban sólo con Peter.

Rowan no se lo ponía fácil a nadie por aquel entonces. ¿Quién podía culparla? Se torturaba a sí misma por la muerte de Dani. Por no haber salvado a su familia.

Collins decidió acoger a Rowan. Y, desde aquel día, le había mentido.

Un guardia abrió la puerta de la sala de reuniones e hizo pasar a Rowan, a Quinn Peterson y a un hombre de pelo oscuro que, supuso Collins, sería John Flynn.

Una sola mirada a Rowan le bastó a Collins para que dejara de preguntarse si había cometido errores. Ahora tenía la certeza de que sí.

Rowan estaba agitada por su arrebato emocional en el avión, a pesar de que se había propuesto mantener la calma. Le sorprendía que John se hubiera mostrado tan comprensivo, teniendo en cuenta que su hermano había matado al suyo. John la escuchó, le hizo preguntas sencillas y no le había dicho que todo saldría bien.

Ya nada volvería a «salir bien».

Miró a Roger y frunció el ceño.

– Me has mentido.

– Creí que era la mejor solución -dijo él, asintiendo con la cabeza-. Lo siento. Me equivoqué.

Era lo menos que se podía decir. Rowan sacudió la cabeza, sin saber si podría hablar sin derrumbarse. Si hablaba con Roger, sus frases estarían plagadas de maldiciones y veneno. Roger le había mentido, siempre, no había confiado en ella para contarle la verdad. Había pensado que era probable que acabara en un manicomio, como su padre. Quizás habría acabado así. Quizá todavía podía acabar así.

Pero la traición de Roger la marcaría para toda la vida. No sabía si sería capaz de perdonarlo algún día.

Le dio la espalda a Roger y se encontró frente a frente con los ojos verdes y profundos de John. Él la cogió por el brazo y ella se inclinó apenas hacia él para demostrarle que le agradecía su apoyo. Por primera vez durante aquel largo día, Rowan pensó que quizá sobreviviría.

Entró el alcaide, un hombre sorprendentemente pequeño, de calvicie avanzada. Caminaba muy erguido y lucía una sonrisa nerviosa.

– Director adjunto Roger Collins. Soy el alcaide James Cullen. El preso está preparado para su visita. -Luego miró a Rowan y a John-. Señorita Smith, ¿correcto?

Ella asintió con la cabeza.

– Le presento a mi compañero, John Flynn. -¿Compañero? Se le había escapado. Había querido decir guardaespaldas. Ella ni siquiera pertenecía al servicio. Ya no tenía un compañero.

Nadie dijo nada, pero ella percibió un sutil cambio en la actitud de John. No lo miró, pero se preguntó en qué pensaba.

Rowan siguió al alcaide, y John la siguió de cerca, con su discreto talante protector. Roger y Quinn iban detrás. Cruzaron un pasillo largo y ancho, doblaron varias veces y el alcaide tuvo que teclear un código de seguridad en tres puertas diferentes. Los acompañaban dos guardias armados.

A través del espejo trucado que miraba a la sala de interrogatorios, muy iluminada, se veía a un hombre de poco más de cuarenta años, esposado de pies y manos. Tenía el pelo corto, de color rubio pajizo, el mentón pronunciado y ojos azules. Medía y pesaba lo normal, y mostraba la mirada hundida de la derrota que tenían muchos condenados a perpetua.

Se parecía a Bobby MacIntosh. A primera vista, Rowan creyó estar segura de que el hombre encadenado detrás de la mesa era su hermano.

Pero no lo era.

Roger habló, y en su voz grave y temblorosa se adivinaba la rabia. Y el miedo.

– Ése no es MacIntosh.