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Aún me sentía indispuesta y asustada, pero tenía mucho que hacer. Mastiqué dos Trident para quitarme el mal sabor de boca, y traté de borrar el horror de lo que le había hecho a mi madre. Ya no me importaba si la curaba. Mi única preocupación era no haberla matado.: Me puse las gafas de sol y conduje el bananamóvil por la calle Pine. A cada lado había hileras de mansiones coloniales, muchas de las cuales ostentaban la negra placa ¡de hierro que las acreditaba en el Registro Nacional de Lugares Históricos. Pero yo no estaba haciendo turismo. Trataba de seguir a un coche con la matrícula LOONEY 1.

Avanzaba por el tráfico de la ciudad persiguiendo a uno de mis más queridos amigos. Era mi segunda violación de las libertades civiles de Sam y no tenía otra justificación que, como en el caso de mi madre, la más pura necesidad. Tenía que encontrar una explicación al asunto del globo rojo.

A la altura de la calle Dieciséis, Sam giró a la izquierda con su Porsche Carrera sin poner el intermitente. Los hombres nunca usan el intermitente; las mujeres, sí. De Modo que giré bruscamente casi llevándome por delante a una transeúnte lo bastante poco lista como para pasear a su perrito en medio de mi misión de persecución; reduje la velocidad cuando llegamos a un semáforo en rojo.

El Porsche giró en la esquina y se detuvo ante el restaurante The Harvest; se apeó un pasajero. Era un joven vestido con una camisa y pajarita negra, el típico atuendo de un camarero. La coartada cubana de Sam. La puerta se cerró con un sonido que denunciaba el elevado importe del coche y Sam metió la primera.

Reanudé la persecución esperando que Sam regresar a su apartamento, pero el Porsche siguió recto hasta Dieciocho, entró en la calle Vine y luego cogió la autopista 1-95. Extraño. Me coloqué las grandes gafas oscuras sobre la frente y me mantuve detrás de él mientras tanto en tanto miraba por el retrovisor para asegurar de que nadie me seguía.

– Miau – dijo Jammie 17. Levantó la vista de su comida, una galleta Snickers que había encontrado en el suelo del coche y que yo le había troceado conveniente mente.

– ¿Qué quieres? -le pregunté, pero el animal se limitó a andar de un lado al otro del asiento delantero dando pequeños saltitos cuando el coche cogía un bache. Lo empujé, pero se negó a echarse-. Sé bueno o mamá no te j sacará más a pasear.

– Miau -insistió, y deseé que no se tratara de sus intestinos. Su última deposición había llenado una bolsa de golosinas, y había tenido que meterlo todo en mi neceser de maquillaje y arrojarlo por la ventana para no asfixiarme.

Íbamos hacia el norte por la 1-95, yo y Jammie 17 pisándole los talones a Sam, a través de interminables series de vallas publicitarias en los poco vistosos barrios industriales de Filadelfia. Se sucedían los almacenes inmensos y vacíos, destartalados y con las ventanas rotas. Hattie habían vivido un tiempo allí y era difícil creer, dada su innata i bondad, que se había criado en esas grises y desoladas callejuelas. Se había ofrecido para ocuparse de Jammie 17, pero me pareció que ya tenía trabajo suficiente con mi madre.

– -¡Miau!

– -Por favor. --Lo deposité sobre mis piernas y casi rebasé al Carrera mientras lo hacía. Sam dejaba la 1-95 y se dirigía a la rampa de salida de la autopista; su coche circulaba casi paralelamente al mío. Mierda. Lancé el coche a un lado y frené. El Carrera pasó de largo y cogió la rampa, y yo arriesgué la vida dando marcha atrás por el arcén para cogerla. Jammie 17 se había dormido, ajeno a todo.

Aceleré y me lancé por la rampa. ¿Adonde iba Sam? Jamás había pisado esta zona, pese a que mi profesión me había llevado a algunos de los distritos más siniestros de la ciudad. Apreté el acelerador hasta el final de la rampa y miré a la derecha y luego a la izquierda. Demonios, lo había perdido.

Me quité las gafas y giré a la izquierda echando un vistazo en medio de la creciente oscuridad. Estaba anocheciendo, pero aún había luz suficiente para darse cuenta de que este era uno de los peores barrios posibles. Aceleré y fui dejando atrás una sucesión de casas de ladrillo abandonadas, un dramático contraste con las mansiones coloniales de la calle Pine. Estas casas adosadas no formarían parte de ningún registro histórico. Ya eran historia.

La mayoría de estos edificios tenían la fachada recubierta de planchas metálicas o tablones de madera. Algunas de sus ventanas superiores aparecían vacías y oscuras como las cavidades oculares en un cráneo. Los porches que aún sobrevivían se mostraban peligrosamente deteriorados; cada tres manzanas había solares repletos de basura, botellas y escombros. Algunas niñas jugaban en uno r de estos solares, saltando a la cuerda en la acera, una proeza tan admirable como la de cualquier atleta olímpico.

Pero estas chicas jamás llegarían a una olimpiada. Podrían considerarse afortunadas si seguían con vida.

Giré en una esquina buscando a Sam y me pregunté cuándo mi ciudad natal se había convertido en una zona» de guerra. Tenía la misma sensación que en la comisaría, en la División de Homicidios. Solo que ahora sabía del qué lado estaba. No tenía su mismo aspecto, pero me sentía tan marginada como solo puede estarlo una ex rubia despechada. Me preguntaba de qué lado estaría Sam cuando cambió la luz del semáforo.

Avancé y un coche patrulla apareció en el retrovisor. Oh, no. Mantén la calma. Se unió al tráfico que había detrás de mí. Solo nos separaba otro coche, un Trans-Am rojo con los cristales opacos. No podía quitar k ojos del espejo. Me aferré fuertemente al volante. Me apoyé en el respaldo del asiento y Jammie 17 alzó su rostro hacia mí.

– Es el calor -le dije, y volvió a amodorrarse, al parecer menos angustiado que yo. No llevaba ningún documento, no tenía licencia de conducir y nada a nombre de Linda Frost, salvo el carnet de identidad de Grun.

El Trans-Am giró bruscamente a la izquierda en una calle lateral, dejándome sin colchón protector entre los policías y yo. El coche patrulla se me acercó acortando distancias. Sentí que me subía la adrenalina por el miedo. Lo tenía pegado a mi parachoques cuando llegamos al siguiente semáforo, que cambió a rojo. No me decidí a acelerar. Frené con desgana y lamenté haberme teñido el pelo. A los policías les encantan las rubias, en especial a los policías jóvenes como los que tenía detrás de mí, sentados uno al lado del otro como hermanos gemelos.

La luz se puso verde y apreté el acelerador tratando del no dejarme llevar por el pánico. Sabía que actuaba de manera nerviosa. Estaba nerviosa. Los policías seguían detrás de mí cuando la calle se ensanchó con dos carriles. Pude ver que el policía acompañante hablaba por radio. ¿Llamaba para verificar mi matrícula? Oh, Dios santo. El semáforo de la esquina cambió la luz de amarilla a roja cuando llegué allí. ¡Maldita sea! Permanecí en el carril izquierdo, de modo que si se colocaban a mi lado estuvieran lo más lejos posible de mi cara.

Fue exactamente lo que sucedió. Llegué hasta la luz. Ellos se pusieron a mi izquierda. Mantuve la mirada al frente, pero podía sentir que me observaban. Me escrutaban y se hacían preguntas. ¿Qué hacía aquí una pelirroja bien vestida en un bananamóvil recién comprado?

Tenía que hacer algo. Pasar inadvertida. Hasta ahora, había funcionado.

– -Agente --llamé en voz alta dirigiéndome al policía más próximo-. ¡Gracias a Dios que los encuentro! ¿Me podrían ayudar? Creo que me he perdido.

– Creo que sí -dijo sonriente; su compañero se rió y apagó la radio-. ¿A dónde quiere ir?

– A la 1-95 en dirección sur. He llevado a mi gato al veterinario, pero debo haber tomado la salida equivocada al volver. -Cogí a Jammie 17 del pescuezo y el animal maulló-. ¿Verdad que es precioso?

El agente asintió con entusiasmo.

– Diríjase hasta el próximo semáforo y gire a la izquierda. Siga por allí hasta salir a la 95.

– Gracias.

La luz se puso verde. Los policías me adelantaron. Yo respiré hondo, puse a Jammie 17 en mi regazo y seguí al coche sin chistar. Mi escolta policial y yo llegamos al cruce juntos y ellos siguieron recto. Yo giré a la izquierda como me habían señalado y conduje por una calle oscura que estaba cada vez más desierta a medida que avanzaba.

Empezaba a respirar más tranquila cuando lo vi. Allí, a la derecha. Aparcado tras una fila de coches más sencillos estaba el brillante Porsche rojo. La matrícula decía LOONEY 1.

Pegué un frenazo. En el Porsche no había nadie. Miré detrás de mí. El coche patrulla había desaparecido.

Aparqué en un lugar vacío en el lado izquierdo de la calle, cerré las puertas y ventanas y acaricié a Jammie 17 mientras vigilaba el Porsche. Ronroneó plácidamente, ajeno por completo a mis maniobras.

Observaba el Porsche desde mi asiento delantero sin saber en qué casa habría entrado Sam. Estaba demasiado oscuro para ver más allá del coche y la mayoría de las farolas estaban rotas. Me arrellané en el asiento. Los policías habían sido un peligro demasiado próximo. Me sobrevino una oleada de agotamiento. Sentí la bilis que aún tenía en los dientes. Exhausta, eché la cabeza sobre el respaldo.

A esta hora no había niños jugando ni cuerdas para saltar. Todo estaba tranquilo y silencioso. Una bomba de agua perdía líquido, que goteaba hasta un desagüe roñoso que había debajo del Porsche. Me pregunté si no tendría que haber aceptado la pistola que Grady me había ofrecido, pero estaba demasiado cansada como para que me importara. ¿Dónde estaba Sam? Miré la hora. Eran las veintiuna y quince. Cerré los ojos y esperé con una mano sobre Jammie. Hacía días que no dormía. No sabía cuánto más podría aguantar.

La siguiente vez que miré la hora ya eran las once y media. Me había dormido. Me toqué el cuerpo, el pecho. Estaba a salvo. Jammie 17 andaba por el asiento rascándose contra la caja. La calle estaba a oscuras, pero Porsche había desaparecido.

– ¡Maldita sea! -exclamé aferrando el volante. Encendí el motor, puse las luces y arranqué. Fui hasta donde había estado estacionado el coche de Sam y entonces lo vi, sobre la acera.

Caído y hecho un ovillo había un hombre sobre el pavimento. Aunque no podía verlo claramente, supe de quién se trataba.

– -¡Sam! --lo llamé, atemorizada. Giré el volante hacia la acera, frené de golpe y salí del coche. No podría soportar que también le hubiera sucedido algo a Sam.

– -¡Sam! ¡Sam! --Me arrodillé a su lado y le toqué la frente. Estaba sudorosa, ensangrentada y con salpicaduras del pavimento. Me lancé sobre su pecho auscultándolo.