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– -Soy íntima de la señora Rosato. Soy su abogada.

– -Dudo que necesite un abogado en el hospital.

– -Vamos, todo el mundo necesita un abogado en el hospital.

Se cruzó de brazos.

– No la encuentro nada graciosa.

– No bromeaba. Estaré allí.

La doctora Hogan se dio media vuelta con la bata al viento y entregué la cartera con Jammie 17 a Hattie como en un glorioso pase de rugby. A mitad del pasillo alcancé a la bata blanca y la seguí a través de una puerta, cuyo cartel de SALA DE RECUPERACIÓN casi me da en las narices.

Entré en una gran sala con hileras de camas con pacientes aparentemente descansando después de una operación. La mayoría eran ancianos en distintos grados de sedación. Tenían enfermedades curables. Tumores que se podían extirpar, heridas que suturar. No sabían la suerte que tenían.

– Entre, por favor -dijo la doctora Hogan mientras abría una gran puerta que dejaba atrás la sala de recuperación.

La seguí y me detuve de súbito en el umbral. Ahí en medio estaba mi madre, echada inmóvil en una camilla y vestida con la bata azul del hospital. Tenía la cara cubierta por una máscara de oxígeno, una sonda clavada en el brazo y una goma para la presión arterial alrededor de la pierna, justo encima del tobillo. Estaba conectada con electrodos a una máquina azul que escupía un fino papel lleno de gráficos, supuestamente para controlar sus constantes vitales.

– -¿Va a pasar? --me preguntó la doctora Hogan.

– -Sí, lo siento. --Entré y cerré la puerta.

– Puede volver a la sala de espera si es demasiado duro para usted. Le aseguro que podemos continuar sin su presencia.

– No, gracias. -Sentí un nudo en el estómago y se me aflojaron las rodillas cuando eché una mirada en derredor de la habitación. Parecía gélida y estaba pintada de un azul chillón. El aire olía a medicinas, sobre la pared había estantes metálicos llenos de botellas y medicamentos. Los otros dos médicos estaban cerca de la cabeza de mi madre, médicos cuyos uniformes blancos los identificaban como anestesistas.

– Caballeros -les dijo la doctora Hogan-, esta es abogada de la señora Rosato, y cree conveniente estar presente durante la intervención.

– Hola -dijo uno de los médicos, y yo le contesté con un movimiento de cabeza mientras él sacaba la máscara de ooxígeno del rostro de mi madre. Dejó una marca rojiza que acotaba sus facciones como una máscara mortuoria.

La doctora Hogan se agachó e inyectó algo en la cánula de la sonda.

– Empecemos, caballeros.

– -¿Qué le ha inyectado? --pregunté.

– Atropina,

– ¿Qué es eso?

– Seca sus secreciones y mantiene abiertas las vías pulmonares. También previene que el corazón se desacelere, el llamado desmayo vagal.

Traté de no marearme y observé cómo la doctora comprobaba los datos en el monitor. Luego preparó otra jeringa y la inyectó en la sonda.

– -¿Y eso?

La doctora Hogan se irguió con la frente fruncida.

– Metohexital. Un anestésico de acción rápida. Es el procedimiento habitual en todos los hospitales en que he trabajado.

– ¿Y es necesario?

– Obviamente estará más cómoda. Ahora, con su permiso, ¿puedo proseguir?

No presioné más. Solo los médicos consideran que una pregunta es un desafio a su autoridad y es obvio que una mujer puede ser tan arrogante como un hombre. De cualquier manera, no importaba; solo importaba una cosa. Me acerqué a la camilla y le cogí una mano, una mano fría, con las venas azuladas y nudosas.

La doctora Hogan tocó un párpado de mi madre y lo levantó.

– Por si le interesa, lo hago para confirmar que la droga ha surtido efecto. El párpado está relajado y eso lo confirma. -Volvió a mirar el monitor, luego preparó otra jeringa y la inyectó-. Esto es succinilcolina. Es un relajante muscular para prevenir convulsiones.

– Pero yo creía que las convulsiones eran necesarias. -Apreté la mano de mi madre más por mí que por ella.

– -En realidad, es un agente paralizador --me comunicó uno de los anestesistas, el que me había saludado--. Inmoviliza el cuerpo, y así evitamos que se lesione durante la intervención.

A veces es mejor no saber algunas cosas. Miré a mi madre, que se paralizaba rápidamente ante mis ojos. Ni un solo movimiento perturbaba la quietud de su cuerpo y, de improviso, una oleada de pequeñas convulsiones se extendió a lo largo él.

– -¿Qué sucede? ¿Qué pasa? -pregunté presa del pánico y aferrándome a su mano.

– Es perfectamente normal -dijo la doctora Hogan-. Cesará en un minuto. Demuestra que la droga funciona. Ahora, por favor, aléjese de la paciente.

Le di un último apretón a mi madre y me aparté. Lo que sucedió a continuación fue tan rápido y horrible que lo percibí como una extraña mezcla de pesadilla y realidad.

Los anestesistas anudaron una cinta elástica alrededor de la frente de mi madre y la doctora Hogan enchufó un pesado cable gris en la máquina azul situada a su izquierda. Al final del cable gris había un asa negra de plástico. Sobre el asa, un botón brillante y rojo. Ese era el botón.; Me pareció que se me paralizaba el corazón.

Un anestesista colocó una goma marrón entre los labios de mi madre. La doctora Hogan sacó un poco de gel de un tubo blanco y lo puso sobre la frente mientras pedía que no tocaran la mesa. Se agachó sobre la cabeza de mi madre cuando uno de los anestesistas apretó un botón de la máquina. Se puso verde como en un semáforo. Adelante.

Pero yo pensaba: «Basta ya. Parad esto. Paradlo ya mismo. No oséis continuar».

La doctora Hogan apretó algo negro contra la cabeza de mi madre, luego tocó el botón rojo y lo mantuvo presionado un momento.

Mi madre hacía muecas apretando la goma en su boca y el cuerpo se le contorsionaba. Yo sentí que a mí también se me contorsionaba la cara. Basta ya. No tenéis derecho. No tengo ningún derecho.

– La descarga solo durará un momento -dijo alguien, y su voz me pareció que resonaba en la distancia.

No pude dejar de mirar. No podía hacer nada. Terminó la descarga eléctrica y empezaron las convulsiones. El cuerpo estaba inmóvil y rígido, pero por debajo de la goma de la presión arterial el pie se movía convulso. Era horrendo y espantoso. Me acordé del torniquete con el globo en el brazo de Bill. No pude contenerme.

– -¿Es normal que suceda eso? Me refiero al pie…

– Sí, se trata de una reacción tónica clónica -respondió un anestesista-. La goma previene que el relajador muscular llegue al pie y entonces podemos observar el progreso de la descarga. Solo durará un momento. Ella está bien.

Pero era mi madre, no la suya, y ella estaba en medio de una tormenta médica. Una tempestad en su cerebro, en su cuerpo. Quise llorar. Quise gritar. No podía creer que esto fuera lo que debía hacerse y ya era demasiado tarde para remediarlo.

– Terminará antes de que usted se dé cuenta -decía el anestesista.

Y así fue, afortunadamente. Justo cuando pensé en arrancar los malditos electrodos, acabaron los temblores en el pie. La intervención había terminado. Ella parecía descansar.

Tuve la sensación de que respiraba por primera vez desde que había llegado. Tenía el estómago revuelto. Llamad a la policía, metedme en la cárcel, nada de eso me quitaría el horror de lo que había presenciado.

– -Ahora dormirá --dijo la doctora Hogan--. Dormirá una media hora. Cuando se despierte, es posible que tenga dolor de cabeza, como si tuviera resaca. Tal vez le duela la mandíbula y se sienta confusa y desorientada. |

Busqué las palabras.

– ¿Puedo hacer algo por ella…?

– No, déjela descansar. -La doctora Hogan echó una ojeada al gráfico que salía de la máquina. La línea de j puntos negros dibujaba una especie de cordillera-. Ha sido una buena descarga.

¿Una buena descarga? Sentí ganas de vomitar y salí de la sala.