– Para balas -se limitó a decir.

Al lado del chaleco colgaban un par de cuchillos. Yo tenía ganas de preguntar quién los había llevado, quién había recibido aquellas balas, quién había portado aquellas dagas.

Alguien había llenado un jarrón de cerámica con rosas y hojas verdes, que parecían henchidas de una vida sobrenatural entre aquellos tesoros marchitos. El suelo estaba muy pulido. Vi otra sala similar al otro lado.

Ranov también estaba mirando a su alrededor, y resopló.

– En mi opinión, al profesor Stoichev no se le debería permitir que guardara tantas posesiones nacionales. Deberían venderse en beneficio del pueblo.

O bien Irina no entendía el inglés, o no se dignó contestar a esto. Salió de la sala seguida por nosotros y subió un estrecho tramo de escaleras. No sé qué esperaba ver al final. Tal vez encontraríamos una guarida sembrada de desperdicios, o tal vez una cueva en la que el viejo profesor invernaba, o quizá, pensé, con aquella ya familiar punzada de desdicha, descubriríamos un pulcro y ordenado despacho como el que había dado cobijo a la mente tumultuosa y espléndida del profesor Rossi. Casi había dejado atrás esta visión, cuando se abrió la puerta al final de la escalera, y un hombre de pelo blanco, menudo pero erguido, salió al rellano. Irina corrió hacia él, agarró su brazo con ambas manos y le habló en un veloz búlgaro mezclado con alguna carcajada.

El anciano se volvió hacia nosotros, sereno, silencioso, con expresión reservada, y por un momento tuve la sensación de que estaba mirando al suelo, aunque nos miraba a nosotros.

Avancé y le ofrecí mi mano. La estrechó con seriedad, se volvió hacia Helen y estrechó la de ella. Era educado, formal, con esa clase de deferencia que no es en realidad deferencia, sino dignidad, y sus grandes ojos oscuros se pasearon entre nosotros, y después se fijó en Ranov, que se había rezagado y contemplaba la escena. En ese momento, nuestro guía subió y también le estrechó la mano, con aire condescendiente, pensé. Era un hombre que me desagradaba más a cada momento que pasaba. Deseaba con todo mi corazón que se marchara para poder hablar a solas con el profesor Stoichev. Me pregunté cómo demonios íbamos a entablar una conversación sincera, averiguar algo gracias a Stoichev, con Ranov acechando como una mosca.

El profesor Stoichev se volvió poco a poco y nos invitó a entrar en la habitación. Era una de las varias que había en el último piso de la casa. Nunca me quedó claro, en el curso de mis dos visitas, dónde dormían sus habitantes. Por lo que yo vi, el último piso de la casa contenía tan sólo la larga y estrecha sala de estar en la que entramos y varias habitaciones más pequeñas a las que se accedía desde ella. Las puertas de estas habitaciones estaban entreabiertas, y la luz del sol penetraba en ellas a través de los árboles verdes que se alzaban ante las ventanas opuestas, y acariciaba los lomos de innumerables libros, libros que tapizaban las paredes y rebosaban de cajas de madera que había en el suelo o formaban pilas sobre las mesas. Entre ellos había documentos sueltos de todas formas y tamaños, muchos de ellos de una gran antigüedad. No, esto no era el pulcro estudio de Rossi, sino una especie de laboratorio atestado, el último piso de una mente de coleccionista. Vi que el sol acariciaba por todas partes pergamino viejo, piel vieja, cubiertas labradas, restos de pan de oro, esquinas de páginas desmenuzadas, encuadernaciones abultadas (maravillosos libros rojos, marrones, de color hueso), libros y rollos de pergamino y manuscritos desordenados. No había nada polvoriento, nada pesado estaba apoyado sobre algo frágil, pero estos libros, estos manuscritos, ocupaban todos los rincones de la casa de Stoichev, y tuve la sensación de estar rodeado por ellos de una forma que ni siquiera había experimentado en los museos, donde objetos tan preciosos habrían estado dispuestos de una manera más metódica y espaciada.

Un mapa primitivo colgaba de una pared, pintado sobre piel, observé con sorpresa. No pude evitar la tentación de acercarme, y Stoichev sonrió.

– ¿Le gusta? -preguntó-. Es el imperio bizantino hacia 1150. Era la primera vez que hablaba, y lo hizo en un inglés sosegado y correcto.

– Cuando Bulgaria todavía se contaba entre sus territorios -musitó Helen.

Stoichev la miró muy complacido.

– Sí, exacto. Creo que este mapa fue hecho en Venecia o Génova y traído a

Constantinopla, tal vez como un regalo para el emperador o alguien de su corte. Éste es una copia que me hizo un amigo.

Helen sonrió y se acarició la barbilla con aire pensativo. Después estuvo a punto de

guiñarle un ojo.

– ¿El emperador Manuel I Comneno tal vez?

Yo me quedé estupefacto, al igual que Stoichev. Helen rió.

– Bizancio era una especie de afición para mí.

El viejo historiador sonrió y le hizo una reverencia, cortés de repente. Indicó las sillas que rodeaban una mesa en el centro de la sala de estar, y todos nos sentamos. Desde donde yo estaba sentado veía el patio de detrás de la casa, que descendía con suavidad hasta la linde de un bosque, y los árboles frutales, algunos ya con pequeños frutos verdes. Las ventanas estaban abiertas y oíamos el zumbido de abejas y el susurro de las hojas. Pensé en lo agradable que debía ser para Stoichev, incluso en el exilio, sentarse allí entre sus manuscritos y leer o escribir y escuchar aquel sonido, que ningún Estado opresor podía apagar, o del que ningún burócrata había optado aún por alejarle. Tal como estaban las cosas, aquel encarcelamiento era una suerte, y tal vez más voluntario de lo que nosotros pensábamos.

Stoichev no dijo nada durante un rato, aunque nos miraba fijamente, y me pregunté qué estaría pensando de nuestra aparición y sí se había planteado descubrir quiénes éramos. Al cabo de unos minutos, pensando que tal vez no nos dirigiría la palabra, le hablé.

– Profesor Stoichev -dije-, le ruego que perdone esta invasión de su soledad. Le

estamos muy agradecidos a usted y a su sobrina por recibirnos.

Miró sus manos sobre la mesa. Eran delicadas y sembradas de las manchas propias de la edad. Después me miró. Sus ojos, como ya he dicho, eran enormes y oscuros, los ojos de un hombre joven, aunque su rostro oliváceo recién afeitado era viejo. Tenía unas orejas enormes, y se proyectaban desde los lados de su cabeza en mitad del pelo corto. De hecho, captaban algo de luz de las ventanas, de modo que parecían transparentes, rosadas alrededor de los bordes como las de un conejo. Aquellos ojos, con su mezcla de dulzura y cautela, poseían una cualidad animal. Tenía los dientes amarillos y torcidos, y uno de delante llevaba una funda de oro. Pero los conservaba todos, y su rostro era sorprendente cuando sonreía, como si un animal salvaje hubiera formado una expresión humana. Era una cara maravillosa, una cara que en su juventud debía de haber poseído un brillo inusual, un gran entusiasmo visible. Tenía que haber sido una cara irresistible.

Stoichev sonrió con tal intensidad que Helen y yo también sonreímos. Irina nos imitó. Se había acomodado en una silla debajo del icono de alguien (supuse que era san Jorge) que estaba atravesando con su espada a un dragón desnutrido.

– Me alegro mucho de que hayan venido a verme -dijo Stoichev-. No recibimos muchos visitantes, y aún menos visitantes que hablen inglés. Estoy muy contento de poder practicar mi inglés con ustedes, aunque no es tan bueno como antes, me temo.

– Su inglés es excelente -dije-. ¿Dónde lo aprendió, si no le importa que se lo pregunte?

– Oh, no me importa -contestó el profesor Stoichev-. Tuve la buena suerte de estudiar en el extranjero cuando era joven, y realicé algunos de mis estudios en Londres. ¿Puedo ayudarles en algo, o sólo deseaban ver mi biblioteca?

Lo dijo con tal sencillez que me pilló por sorpresa.

– Ambas cosas -dije-. Nos gustaría ver su biblioteca y también hacerle algunas preguntas para nuestra investigación. -Hice una pausa para encontrar las palabras adecuadas-. La señorita Rossí y yo estamos muy interesados en la historia de su país en la Edad Media, aunque sé mucho menos al respecto de lo que debería, y hemos estado escribiendo algo… algogo…

Empecé a tartamudear, porque recordé que, pese a la breve introducción de Helen en el avión, yo no sabía nada de la historia de Bulgaria, o tan poco que sólo podía parecerle absurdo a este erudito que era el guardián del pasado de su país, y también porque lo que teníamos que hablar era muy personal, terriblemente improbable, y no quería hacerlo con Ranov sentado a la mesa.

– ¿Así que está interesado en la Bulgaria medieval? -dijo Stoichev, y me pareció que él también miraba en dirección a Ranov.

– Sí -dijo Helen acudiendo con celeridad en mi rescate-. Estamos interesados en la vida monástica de la Bulgaria medieval, y la hemos estado investigando, en la medida de lo posible, con el fin de escribir algunos artículos. En concreto, nos gustaría obtener información sobre la vida en los monasterios de Bulgaria a finales del medievo y sobre algunas de las rutas que seguían los peregrinos para llegar a Bulgaria y también para viajar desde Bulgaria a otros países.

Stoichev sonrió y meneó la cabeza, complacido, de modo que sus grandes y delicadas orejas captaron la luz.

– Un tema excelente -dijo. Clavó la vista en la lejanía, y pensé que debía estar contemplando un pasado tan profundo que debía ser el pozo del tiempo, y que veía con más claridad que nadie en el mundo el período aludido-. ¿Van a escribir sobre algo en particular? Tengo muchos manuscritos que tal vez puedan serles útiles, y será un placer dejárselos examinar, si quieren.

Ranov se removió en su silla, y pensé una vez más en cuánto me disgustaba su vigilancia.

Por suerte, casi toda su atención parecía concentrada en el perfil de Irina, sentada frente a él.

– Bien -dije-, nos gustaría saber más cosas sobre el siglo quince, sobre finales del siglo quince, y la señorita Rossi ha trabajado bastante sobre ese período en su país natal…

– Rumania -intervino Helen-. Pero me crié y estudié en Hungría.

– Ah, sí. Son nuestros vecinos. -El profesor Stoichev se volvió hacia Helen y le dedicó la más cariñosa de las sonrisas-. ¿Y es usted de la Universidad de Budapest?

– Sí -contestó Helen.

– Tal vez conozca a un amigo mío que da clases allí, el profesor Sándor.

– Oh, sí. Es el jefe del Departamento de Historia. Es muy amigo mío.

– Estupendo, estupendo -dijo el profesor Stoichev-. Haga el favor de darle recuerdos de mi parte si tiene la oportunidad.