Su rostro también tenía algo familiar. Nunca le había visto, por supuesto, pero me hizo pensar en alguien a quien conocía, con la frustración adicional de no ser capaz de recordar quién demonios era. Esta sensación me persiguió durante aquel primer día en Sofía, me atormentó durante la visita guiada a la ciudad. Sofía era de una belleza extraña, una mezcla de elegancia decimonónica, esplendor medieval y relucientes monumentos nuevos de estilo socialista. En el centro de la ciudad vimos el sombrío mausoleo que alberga el cadáver embalsamado del dictador estalinista Georgi Dimitrov, fallecido cinco años antes. Ranov se quitó el sombrero antes de entrar en el edificio y nos dejó pasar. Nos sumamos a una cola de búlgaros silenciosos que desfilaban ante el ataúd abierto de Dimitrov. La cara del dictador estaba cerúlea, con un frondoso bigote oscuro como el de Ranov. Pensé en Stalin, cuyo cadáver se había reunido con el de Lenin el año anterior en un altar similar de la plaza Roja. Estas culturas ateas se mostraban muy diligentes a la hora de conservar las reliquias de sus santos.

Mi mal presentimiento con respecto a nuestro guía se intensificó cuando le pregunté si podía ponernos en contacto con Anton Stoichev. Le vi encogerse.

– El señor Stoichev es un enemigo del pueblo -nos aseguró con su voz irritable-. ¿Por qué quieren verle? -Y después añadió algo extraño-: Por supuesto, si así lo desean, me encargaré de solucionarlo. Ya no da clases en la universidad. Debido a sus opiniones religiosas, no podíamos confiarle a nuestra juventud. Pero es famoso. ¿Tal vez desean verle por este motivo?

– Han ordenado a Krassimir Ranov que nos conceda todo cuanto pidamos -me dijo Helen en voz baja cuando estuvimos un momento solos, delante del hotel-. ¿Por qué? ¿Por qué cree alguien que es una buena idea?

Nos miramos atemorizados.

– Ojalá lo supiera -dije.

– Hemos de tener mucho cuidado. -La expresión de Helen era seria, lo dijo en voz baja, y no me atreví a besarla en público-. Si te parece, a partir de este momento, no revelaremos otra cosa que nuestros intereses académicos, y lo menos posible, si hemos de hablar de nuestro trabajo delante de él.

– De acuerdo.

55

En estos últimos años me he descubierto recordando una y otra vez la primera vez que vi la casa de Anton Stoichev. Tal vez me produjo una impresión tan profunda debido al contraste entre la Sofía urbana y este refugio que se hallaba en las afueras, o quizá lo recuerdo tan a menudo debido al propio Stoichev, la naturaleza particular y sutil de su presencia. Sin embargo, creo que experimento un definido hálito de esperanza cuando recuerdo la puerta de Stoichev, porque nuestro encuentro con él supuso un paso decisivo en la búsqueda de Rossi.

Mucho después, cuando leía en voz alta información acerca de los monasterios que había extramuros de la Constantinopla bizantina, santuarios adonde sus habitantes escapaban a veces de edictos sobre algún aspecto de los rituales eclesiásticos, donde no estaban protegidos por las grandes murallas de la ciudad, sino un poco a salvo de la tiranía del Estado, pensaba en Stoichev. Su jardín, sus manzanos y cerezos inclinados moteados de blanco, la casa asentada en un patio profundo, sus hojas nuevas y colmenas azules, la doble puerta de madera antigua, la tranquilidad que reinaba en el lugar, el aire de devoción, de retiro deliberado.

Nos quedamos ante la cancela mientras el polvo se posaba alrededor del coche de Ranov.

Helen fue la primera en levantar el tirador de uno de los viejos pestillos. Ranov se demoró con aire hosco, como si detestara que alguien le viera allí, incluso nosotros, y yo me sentía extrañamente clavado al suelo. Por un momento, me sentí hipnotizado por la vibración matutina de hojas y abejas, y por una sensación de miedo inesperada y enfermiza. Quizá Stoichev no nos sería de ayuda, pensé, un callejón sin salida definitivo, en cuyo caso regresaríamos a casa después de haber recorrido un largo camino hacia ninguna parte. Ya lo había imaginado un centenar de veces: el vuelo en silencio a Nueva York desde Sofía o Estambul (me gustaría ver a Turgut una vez más, pensé) y la reorganización de mi vida sin Rossi, las preguntas sobre dónde había estado, los problemas con el departamento derivados de mi larga ausencia, la reanudación de mi tesis sobre los comerciantes holandeses (gente plácida, prosaica) bajo la batuta de un nuevo director infinitamente inferior, y la puerta cerrada del despacho de Rossi. Por encima de todo, temía aquella puerta cerrada, y la consiguiente investigación, el interrogatorio inadecuado de la policía («Bien, señor… Paul, ¿no es cierto? ¿Inició un viaje dos días después de la desaparición del director de su tesis?»), el pequeño y confuso grupo de personas congregado en alguna

especie de funeral, incluso la cuestión de los trabajos de Rossi, sus derechos de autor, sus propiedades.

Regresar con la mano de Helen enlazada en la mía sería un gran consuelo, por supuesto.

Tenía la intención de pedirle que se casara conmigo en cuanto este horror terminara. Antes debía ahorrar un poco de dinero, si podía, y llevarla a Boston para que conociera a mis padres. Sí, regresaría con su mano enlazada en la mía, pero no habría padre a quien pedirla en matrimonio. Vi entre una neblina de pesar que Helen abría la puerta.

La casa de Stoichev se estaba hundiendo en un terreno desigual, en parte patio y en parte huerto. Los cimientos estaban construidos con una piedra de un marrón grisáceo sujeta con estuco blanco. Averigüé más tarde que esta piedra era una especie de granito, con el que se habían construido la mayoría de edificios búlgaros. Sobre los cimientos, las paredes eran de ladrillo, pero ladrillo del más suave dorado rojizo, como si se hubieran empapado de la luz del sol durante generaciones. El tejado era de tejas rojas acanaladas. Tanto el tejado como las paredes se veían algo deteriorados. Daba la impresión de que toda la casa hubiera crecido poco a poco de la tierra, y de que ahora estaba regresando a ella con la misma lentitud, y de que los árboles se habían alzado sobre el edificio para disimular este proceso.

La primera planta había desarrollado una laberíntica ala a un lado, y por la otra se extendía un emparrado, cubierto con los zarcillos de las parras por arriba y cercado por rosas pálidas en la parte inferior. Bajo el emparrado había una mesa de madera y cuatro sillas toscas, y pensé que la sombra de las hojas de parra se harían más profundas aquí cuando el verano avanzara. Al otro lado, y bajo el más venerable de los manzanos, colgaban dos colmenas fantasmales, y cerca de ellas, a pleno sol, había un pequeño jardín donde alguien había dispuesto ya verduras translúcidas en pulcras hileras. Capté el olor a hierbas y tal vez a lavanda, a césped recién cortado y cebollas especiales para freír. Alguien cuidaba de este viejo lugar con cariño, y casi esperaba ver a Stoichev con hábito de monje, arrodillado con su desplantador en el jardín.

Entonces, una voz empezó a cantar en el interior, tal vez cerca de la chimenea desmoronada y las ventanas del primer piso. No era el canto de barítono del ermitaño, sino una voz femenina fuerte y potente, una melodía enérgica que consiguió interesar incluso al hosco Ranov, que estaba a mi lado con el cigarrillo.

– ¿Izvinete! -gritó-. ¿Dobar den!

El canto se interrumpió de repente, seguido de un ruido metálico y un golpe sordo. Se abrió la puerta de la casa y la joven que apareció nos miró fijamente, como si le resultara inexplicable ver gente en el patio.

Yo iba a salir a su encuentro, pero Ranov se me adelantó. Se quitó el sombrero, hizo un gesto con la cabeza y una reverencia y saludó a la joven con un torrente de búlgaro. La muchacha había apoyado la mano en la mejilla y contemplaba a Ranov con una curiosidad que me pareció mezclada con cautela. Cuando la miré con más detenimiento, vi que no era tan joven como había imaginado, pero su energía y vigor me llevaron a pensar que bien podía ser la autora del resplandeciente jardín y los buenos olores de la cocina. Llevaba el pelo retirado de su cara redonda. Tenía un lunar oscuro en la frente. Sus ojos, boca y barbilla parecían los de una niña pequeña y bonita. Un delantal protegía su blusa blanca y la falda azul. Nos inspeccionó con una mirada penetrante que no tenía nada que ver con la inocencia de sus ojos y observé que, tras su veloz interrogatorio, Ranov abría la cartera y le enseñaba una tarjeta. Fuera la hija o el ama de llaves de Stoichev (¿los profesores jubilados tenían amas de casa en los países comunistas?), no era idiota. Tuve la impresión de que Ranov hacía un esfuerzo inusual por mostrarse encantador. Se volvió, sonriente, y nos presentó.

– Esta es Irina Hristova -explicó mientras estrechábamos su mano-. Es la zorrina del profesor Stoichev.

– ¿La zorrina? -pregunté, y por un segundo pensé que se trataba de una metáfora complicada.

– La hija de su hermana -aclaró Ranov.

Encendió otro cigarrillo y ofreció la cajetilla a Irina Hristova, quien la rechazó con un enérgico movimiento de cabeza. Cuando el hombre explicó que veníamos de Estados Unidos, la sorpresa se vio reflejada en los ojos de la joven y nos miró con suma cautela.

Después se puso a reír, aunque no supe por qué. Ranov volvió a fruncir el ceño (creo que no era capaz de aparentar felicidad más de unos pocos minutos seguidos), y ella se volvió y nos dejó entrar.

Una vez más, la casa me pilló por sorpresa. Por fuera podía parecer una bonita granja antigua, pero por dentro, debido a una oscuridad que contrastaba con la luminosidad del exterior, era un museo. La puerta se abría a una amplia sala con chimenea, donde la luz del sol caía sobre las piedras donde se encendía el fuego. Los muebles (cómodas de madera oscura muy trabajadas, provistas de espejos, butacas y bancos suntuosos) ya eran fascinantes de por sí, pero lo que atrajo mi atención y provocó que Helen lanzara una exclamación de admiración fue la rara mezcla de tejidos tradicionales y cuadros primitivos, sobre todo iconos, de una calidad que en muchos casos me parecieron superiores a los que habíamos visto en las iglesias de Sofía. Había Madonas de ojos luminosos y santos tristes de labios delgados, grandes y pequeños, realzados con pintura dorada o recubiertos de plata

batida, apóstoles erguidos en barcas y mártires que padecían con paciencia su martirio.

Estos colores antiguos, intensos y teñidos de humo, se repetían por todas partes en

alfombras y mandiles tejidos con dibujos geométricos, e incluso en un chaleco bordado y un par de pañuelos ribeteados de monedas diminutas. Helen señaló el chaleco, que tenía ristras de bolsillos horizontales cosidos a cada lado.