Toman té en la cámara del abad, y después Drácula deposita una bolsa de terciopelo ante el monje.

– Abridla -dice, al tiempo que se alisa el bigote. Está sentado con las musculosas piernas abiertas. La espada omnipresente cuelga todavía a su lado. Al abad te gustaría que Drácula hiciera sus regalos con más humildad, pero abre la bolsa en silencio-. Tesoros turcos – dice Drácula con una amplia sonrisa. Se le ha caído un diente de abajo, pero los demás se ven blancos y fuertes. El abad encuentra dentro de la bolsa joyas de una belleza absoluta, grandes ramilletes de esmeraldas y rubíes, pesados anillos de oro y broches de manufactura otomana, y entre ellos otros objetos, incluida una hermosa cruz de oro engastada de zafiros oscuros. El abad no quiere saber cuál es su procedencia-. Amueblaremos la sacristía y pondremos una nueva pila bautismal -dice Drácula-. Quiero que traigáis artesanos de donde más os plazca. Esto pagará con largura sus servicios, y quedará suficiente para mi tumba.

– ¿Vuestra tumba, mi señor?

El abad clava la mirada respetuosamente en el suelo.

– Sí, eminencia. -Acerca de nuevo la mano al pomo de la espada-. He estado pensando en ello y me gustaría que me enterraran ante el altar, con una losa de mármol encima. Me dispensaréis la mejor ceremonia cantada posible, por supuesto. Mandad que venga un segundo coro a tal efecto. -El abad hace una reverencia, pero el rostro del hombre el brillo calculador en los ojos verdes le acobardan-. Además, haré otras peticiones, que recordaréis con exactitud. Quiero que pinten mi retrato en la losa, sin cruz.

El abad alza la vista sorprendido.

– ¿Sin cruz, mi señor?

– Sin cruz -afirma el príncipe. Mira fijamente al abad, y por un momento éste no se atreve a hacer más preguntas, pero es el consejero espiritual del hombre, y al cabo de otro momento habla.

– Todas las tumbas llevan la marca del sufrimiento de nuestro Salvador, y la vuestra ha de recibir el mismo honor.

El rostro de Drácula se nubla.

– No pienso plegarme durante mucho tiempo a la muerte -dice en voz baja.

– Sólo hay una forma de escapar a la muerte -contesta con valentía el abad-, y es por mediación del Redentor, si Él nos concede Su gracia.

Drácula le mira durante unos segundos, y el abad se esfuerza por no desviar la mirada.

– Tal vez -dice el príncipe por fin-. Pero hace poco conocí a un hombre, un mercader que ha viajado a un monasterio de Occidente. Dijo que existe un lugar en la Galia, la iglesia más antigua de esa parte del mundo, en que algunos monjes han vencido a la muerte mediante métodos secretos. Se ofreció a venderme esos secretos, que ha anotado en un libro.

El abad se estremece.

– Dios nos libre de tales herejías -se apresura a decir-. Estoy seguro, hijo mío, de que habéis rechazado esa tentación.

Drácula sonríe.

– Ya sabéis que soy un amante de los libros.

– Sólo hay un libro verdadero, el que debemos amar con todo nuestro corazón y nuestra alma -dice el abad sin poder apartar la vista de la mano surcada de cicatrices del príncipe y del pomo incrustado con el que juega. Drácula lleva un anillo en el dedo meñique. El abad conoce bien, sin necesidad de mirarlo, el feroz símbolo grabado.

– Vamos. -Para alivio del abad, da la impresión de que Drácula se ha cansado de la discusión, y se levanta con movimientos ágiles y vigorosos-. Quiero ver a vuestros escribas. Pronto les encargaré un trabajo especial.

Entran juntos en el diminuto scriptorium, donde tres monjes están copiando manuscritos al estilo antiguo, y uno talla letras para imprimir una página sobre la vida de san Antonio. La imprenta se alza en una esquina. Es la primera imprenta de Valaquia, y Drácula posa una mano orgullosa sobre ella, una mano pesada y cuadrada. El monje de mayor edad está de pie ante una mesa cercana a la imprenta, tallando un bloque de madera. Drácula se inclina sobre él.

– ¿Qué será esto, padre?

– San Miguel matando al dragón, excelencia -murmura el monje. Los ojos que alza están nublados, casi ocultos bajo las cejas blancas.

– Sería mejor el dragón matando a los infieles -dice Drácula, y lanza una risita.

El monje asiente, pero el abad se estremece una vez más por dentro.

– Tengo un encargo especial para vos -le dice Drácula-. Dejaré un esbozo al señor abad.

Se detiene bajo la luz del sol.

– Me quedaré al servicio y tomaré la comunión. -Sonríe al abad-. ¿Tenéis una cama para mí esta noche en alguna celda?

– Como siempre, mi señor. Esta casa de Dios es vuestro hogar.

– Y ahora, subamos a mi torre.

El abad conoce bien esta costumbre de su amo. A Drácula siempre le gusta contemplar el lago y las orillas circundantes desde el punto más elevado de la iglesia, como si buscara enemigos. Tiene buenos motivos, piensa el abad. Los otomanos aspiran a su cabeza año tras año, el rey de Hungría no le tiene en buena estima, sus propios boyardos le odian y temen.

¿Hay alguien que no sea su enemigo, aparte de los residentes en esta isla? El abad le sigue poco a poco por la escalera de caracol, haciendo acopio de fuerzas para soportar el repique de las campanas, que pronto empezará, y que aquí arriba suenan muy fuerte.

La cúpula de la torre tiene largas aberturas a cada lado. Cuando el abad llega a la cima, Drácula ya está apostado en su sitio favorito, con las manos enlazadas a la espalda en un gesto característico de reflexión, de planificación. El abad le ha visto de esta guisa al frente de sus guerreros, dirigiendo la estrategia del ataque del día siguiente. No parece en absoluto un hombre que corre peligro constantemente, un líder cuya muerte puede acaecer en cualquier momento, que debería estar reflexionando en cada instante sobre la cuestión de su salvación. En cambio, opina el abad, parece como si todo el mundo se desplegara ante él.