Entramos con sigilo, en dirección al patio y los claustros. La fuente de mármol rojo

burbujeaba de manera audible en el centro. Descubrí las delicadas columnas en forma de sacacorchos que recordaba, los largos claustros, la rosaleda al final. La luz dorada había desaparecido, sustituida por sombras de un umbrío profundo. No se veía a nadie.

– ¿Crees que deberíamos volver a Les Bains? -susurré a Barley.

Estaba a punto de contestar cuando captamos un sonido, unos cánticos, procedente de la iglesia, al otro lado del claustro. Sus puertas estaban cerradas, pero oímos que se estaba celebrando un servicio religioso, con intervalos de silencio.

– Todos están ahí dentro -dijo Barley-. Tal vez tu padre también.

Pero yo abrigaba mis dudas.

– Si está aquí, lo más probable es que haya bajado…

Callé y paseé la mirada alrededor del patio. Habían transcurrido casi dos años desde la última vez que había estado allí con mi padre (mi segunda visita, como sabía ahora), y por un momento no logré acordarme de dónde estaba la entrada de la cripta. De pronto, vi el umbral, como si se hubiera abierto en el cercano muro de los claustros sin que yo me diera cuenta. Recordé entonces los peculiares animales tallados en piedra: grifos y leones, dragones y aves, animales extraños que era incapaz de identificar, híbridos del bien y el mal.

Barley y yo miramos hacia la iglesia, pero las puertas estaban bien cerradas, y nos

encaminamos con sigilo hacia la puerta de la cripta. Cuando paramos un momento bajo la mirada de aquellas bestias petrificadas, sólo pude ver las sombras a las que íbamos a descender, y mi corazón se encogió. Después recordé que mi padre podía estar allí abajo, tal vez en una situación terrible. Además, Barley sujetaba mi mano todavía, larguirucho y desafiante a mi lado. Casi esperaba oírle mascullar algo acerca de las cosas raras en que se metía mi familia, pero estaba tenso junto a mí, dispuesto a lo que fuera.

– No tenemos luz -susurró.

– Bien, pues no podemos entrar en la iglesia para coger una vela -señalé de forma innecesaria.

– Tengo mi encendedor.

Barley lo sacó del bolsillo. No sabía que fumaba. Lo encendió un segundo, lo sostuvo sobre los escalones y descendimos juntos hacia la oscuridad.

Al principio, la penumbra era casi absoluta, y bajamos a tientas los antiguos peldaños.

Después vimos una luz que parpadeaba en las profundidades de la cripta (no se trataba del mechero de Barley, que encendía cada pocos segundos), y yo tenía un miedo tremendo. La luz espectral era aún peor que la oscuridad. Barley aferró mí mano hasta que la sentí quedarse sin vida. La escalera se curvaba al final, y cuando doblamos el último recodo, recordé que mi padre había dicho que ésa había sido la nave de la iglesia primitiva. Vimos el gran sarcófago de piedra del abad. Vimos la oscura cruz tallada en el antiguo ábside, la bóveda baja sobre nosotros, una de las primeras expresiones del románico de toda Europa.

Todo esto lo vi de refilón, porque en aquel preciso momento una sombra se desprendió de las sombras más profundas, al otro lado del sarcófago, y se incorporó: un hombre que sostenía un farol. Era mi padre. Su rostro aparecía demacrado a la luz fluctuante. Creo que nos vio en el mismo instante que nosotros le vimos a él.

– ¡Dios mío! -Nos miramos-. ¿Qué estáis haciendo aquí? – preguntó en voz baja mirándonos a Barley y a mí, con el farol levantado ante nuestras caras. Su tono era feroz, henchido de ira, miedo, amor. Solté la mano de Barley y corrí hacia mi padre, rodeé el sarcófago y él me abrazó-. Jesús -dijo, y acarició mi pelo un segundo-. Éste es el último lugar donde deberías estar.

– Leímos el capítulo en el archivo de Oxford -susurré-. Tenía miedo de que estuvieras…

No pude terminar. Ahora que le había encontrado, y estaba vivo, y tenía el mismo aspecto de siempre, me sentía temblar de la cabeza a los pies.

– Salid de aquí -dijo, y luego me atrajo hacia sí-. No, es demasiado tarde… No quiero que salgas sola de este lugar. Faltan pocos minutos para que se ponga el sol. Coge esto – dirigió la luz hacia mí-, y tú, ayúdame con la losa -dijo a Barley.

Le obedeció al instante, aunque vi que sus rodillas también temblaban, y le ayudó a apartar la losa del gran sarcófago. Vi entonces que mi padre había apoyado una larga estaca contra la pared. Debía estar preparado para enfrentarse a un horror largo tiempo buscado en aquel ataúd de piedra, pero no para lo que vio. Levanté el farol, atrapada entre el deseo de mirar y el de no mirar, y todos contemplamos el espacio vacío, el polvo.

– Oh, Dios -dijo. Era una nota que nunca había percibido en su voz, un sonido de

absoluta desesperación, y recordé que ya había contemplado antes ese vacío. Avanzó dando tumbos y oí que la estaca caía sobre la piedra con estruendo. Pensé que iba a llorar, o a mesarse los cabellos, inclinado sobre la tumba vacía, pero su dolor le había paralizado-.

Dios -repitió, casi en un susurro-. Pensaba que había encontrado el lugar correcto, la fecha correcta, por fin… Pensaba…

No terminó, porque de las sombras del antiguo crucero, adonde no llegaba la menor luz, surgió una figura como nunca habíamos visto. Era una presencia tan extraña que no habría podido gritar aunque mi garganta no se hubiera cerrado al instante. Mi farol iluminó sus píes y piernas, un brazo y un hombro, pero no la cara oculta en las sombras, y yo estaba demasiado aterrorizada para levantar más la luz. Me encogí contra mi padre, al igual que Barley, de manera que todos nos parapetamos más o menos tras la barrera del sarcófago vacío.

La figura se acercó un poco más y se detuvo, sin mostrar todavía la cara. Para entonces ya había visto que tenía la forma de un hombre, pero no se movía como un ser humano. Iba calzado con botas negras estrechas, diferentes de una manera indescriptible de cualquier bota que hubiera visto hasta entonces, y pisaron el suelo en silencio cuando la figura avanzó. Alrededor de ellas caía una capa, o tal vez una sombra más amplia, y sus poderosas piernas estaban envueltas en terciopelo oscuro. No era tan alto como mi padre, pero sus hombros, bajo la pesada capa, eran anchos, y su contorno borroso proyectaba la impresión de una estatura superior. La capa debía tener una capucha, porque su rostro era una sombra.

Después de aquel segundo horroroso, vi sus manos, blancas como el hueso en contraste con sus ropas oscuras, con un anillo incrustado de joyas en un dedo.

Era tan real, estaba tan cerca de nosotros, que yo no podía respirar. De hecho, empecé a pensar que, si podía obligarme a caminar hacia él, sería capaz de volver a respirar, y después empecé a desear acercarme un poco más. Palpé el cuchillo de plata en mi bolsillo, pero nada habría podido convencerme de empuñarlo. Algo brillaba donde debía estar su cara (¿ojos enrojecidos, dientes, una sonrisa?), y después habló con un borbollón de palabras. Lo llamo borbollón porque nunca había oído un sonido semejante, un caudal gutural de palabras que habrían podido ser muchos idiomas a la vez, o un idioma extraño que yo nunca había oído. Al cabo de un momento se resolvió en palabras que podía entender, y experimenté la sensación de que eran palabras que conocía con mi sangre, no con mis oídos.

– Buenas noches. Le felicito.

Al oír esto mi padre pareció volver a la vida. No sé cómo encontró fuerzas para hablar.

– ¿Dónde está ella? -gritó. Su voz tembló de miedo y furia.

– Es usted un estudioso extraordinario.

No sé por qué, pero en aquel momento dio la impresión de que mi cuerpo se movía hacia él por voluntad propia. Mi padre levantó la mano casi al mismo tiempo y me agarró con fuerza, de manera que el farol osciló y sombras y luces terribles bailaron alrededor de nosotros. En aquel segundo de luz, vi un detalle de la cara de Drácula, tan sólo una curva del caído bigote moreno, un pómulo que habría podido ser un hueso desnudo.

– Ha sido el más decidido de todos. Venga conmigo y le proporcionaré conocimientos suficientes para diez mil vidas.

Yo aún no sabía cómo podía entenderle, pero pensé que estaba interpelando a mi padre.

– ¡No! -grité.

Estaba tan aterrorizada por haber hablado a la figura que, por un momento, sentí que la conciencia oscilaba en mi interior. Intuí que la presencia nos estaba sonriendo, aunque no podía ver su cara con claridad.

– Venga conmigo, o deje que venga su hija.

– ¿Qué? -me preguntó mi padre, en voz casi inaudible. Fue entonces cuando comprendí que no entendía las palabras de Drácula, y tal vez ni siquiera podía oírle. Mi padre estaba reaccionando a mi grito.

Dio la impresión de que la figura reflexionaba un momento en silencio. Removió sus extrañas botas sobre la piedra. Algo en su forma, bajo los antiguos ropajes, no sólo era espantoso, sino elegante, una vieja costumbre del poder.

– He esperado mucho tiempo a un estudioso de su talento.

La voz era suave, infinitamente peligrosa. Parecía que la oscuridad surgiera de la oscura figura.

– Venga conmigo por voluntad propia.

Ahora tuve la impresión de que mi padre se inclinaba un poco hacia delante, sin soltar mi brazo. Por lo visto, intuía lo que no podía entender. Los hombros de Drácula se agitaron.

Desplazó su terrible peso de un pie al otro. La presencia de su cuerpo era como la presencia de la muerte, pero estaba vivo y se movía.

– No me haga esperar. Si no viene, yo iré a por usted.

En aquel momento tuve la impresión de que mi padre hacía acopio de fuerzas.

– ¿Dónde está ella? -gritó-. ¿Dónde está Helen?

La figura se irguió en toda su estatura y vi un destello colérico de dientes, hueso, ojo, la sombra de la capucha que oscilaba de nuevo sobre su rostro, su mano inhumana apretada al borde de la luz. Me llegó la terrible sensación de un animal dispuesto a saltar, a lanzarse sobre nosotros, incluso antes de que se moviera. Después oímos unas pisadas en la escalera, detrás de él, y percibimos un movimiento fugaz en el aire, porque no pudimos verlo.

Levanté el farol con un chillido que se me antojó ajeno a mí, y vi la cara de Drácula, que nunca podré olvidar. Después, ante mi estupor, vi otra figura de pie a su espalda. Esta segunda persona acababa de bajar la escalera, una forma oscura y rudimentaria como la de él, pero más voluminosa, con el perfil de un hombre vivo. El hombre se movía con rapidez y portaba algo brillante en su mano alzada, pero Drácula ya había advertido su presencia, de modo que se volvió con la mano extendida y alejó de un empellón al hombre. La fuerza de Drácula debía ser prodigiosa, porque de repente la poderosa figura humana se estrelló contra la pared de la cripta. Oímos un golpe sordo y después un gemido. Drácula se volvió hacia nosotros y después hacia el hombre que gemía.