– También me habría gustado conocer al profesor Stoichev.

Turgut volvió a suspirar y dejó la taza sobre la mesa de latón.

– Eso habría sido magnífico -dije, y sonreí al imaginar a los dos eruditos contrastando opiniones-. Tú y Stoichev habríais podido explicaros mutuamente el imperio otomano y los Balcanes medievales. Tal vez llegarás a conocerle algún día.

El meneó la cabeza.

– No lo creo -dijo-. Las barreras que nos separan son altas y espinosas, como lo eran entre tsar y un bajá, pero si vuelves a hablar con él, o le escribes, salúdale de mi parte.

Era una promesa fácil de hacer.

Selim Aksoy quiso hacernos una pregunta a través de Turgut, y éste le escuchó con

semblante serio.

– Nos estamos preguntando -dijo -si entre tanto caos y peligro viste el libro que

describió el profesor Rossi. Era la vida de san Jorge, ¿no? ¿Lo llevaron los búlgaros a la Universidad de Sofía?

La risa de Helen podía ser sorprendentemente infantil cuando estaba muy alegre, y me reprimí de darle un sonoro beso delante de todos. Apenas había sonreído desde que abandonamos la tumba de Rossi.

– Está en mi maletín -dije-. De momento.

Turgut nos miró fijamente, atónito, y tardó un largo minuto en reanudar su labor de intérprete.

– ¿Y cómo llegó a alojarse en él?

Helen estaba muda, sonriente, así que fui yo quien dio las explicaciones.

– No volví a pensar en ello hasta que estuvimos de vuelta en Sofía, en el hotel.

No, no podía contarles toda la verdad, de modo que me decanté por una versión educada.

La verdad era que, cuando por fin habíamos podido estar solos diez minutos en la

habitación de Helen, la tomé en mis brazos y besé su cabello oscuro, la apreté contra mi hombro, la amoldé a mi cuerpo a través de nuestras ropas de viaje sucias, como si fuera la otra parte de mí (la parte ausente de Platón, supongo), y entonces noté no sólo alivio por haber sobrevivido y poder abrazarnos, así como la belleza de sus largos huesos y su aliento en mi cuello, sino algo muy peculiar en su cuerpo, algo abultado y duro. Retrocedí y la miré aterrado, y vi su sonrisa irónica. Se llevó un dedo a los labios. Era un simple recordatorio.

Ambos sabíamos que debía haber micrófonos ocultos en la habitación.

Al cabo de un segundo, apoyó mis manos sobre los botones de su blusa, que estaba

desaliñada y sucia a causa de nuestras aventuras. La desabotoné sin atreverme a pensar, y se la quité. Ya he dicho que la ropa interior de las mujeres era más complicada en aquella época, con alambres y ganchos secretos, y compartimientos extraños. Una armadura interior. Envuelto en un pañuelo y tibio contra la piel de Helen había un libro, no el gran volumen en folio que había imaginado cuando Rossi nos habló de su existencia, sino uno pequeño que cabía en la palma de la mano. Su cubierta era de oro sobre madera y piel pintados. El oro estaba incrustado de esmeraldas, rubíes, zafiros, lapislázuli y perlas, un pequeño firmamento de joyas, todo en honor de la cara del santo reproducido en el centro.

Sus delicadas facciones bizantinas parecían pintadas unos días antes, en lugar de siglos, y sus grandes ojos tristes daban la impresión de seguir a los míos. Sus cejas se alzaban como finas arcadas sobre ellos, la nariz era larga y recta, la boca triste y severa. El retrato poseía una rotundidad, una perfección, un realismo que yo nunca había visto en el arte bizantino, un aspecto de linaje romano. De no haber estado enamorado ya, habría afirmado que aquél era el rostro más hermoso que había visto en mi vida, pero también celestial, o celestial pero también humano. Sobre el cuello de su túnica vi unas palabras.

– Es griego -dijo Helen. Su voz era menos que un suspiro cerca de mi oído-. San Jorge.

Dentro había pequeñas hojas de pergamino en un estado de conservación increíble, todas cubiertas de una bonita letra medieval, también en griego. Descubrí exquisitas páginas ilustradas: san Jorge clavando su lanza en las fauces de un dragón mientras un grupo de nobles miraban; san Jorge recibiendo una diminuta corona dorada de manos de Cristo, quien se la daba sentado en su trono celestial; san Jorge en su lecho de muerte, llorado por ángeles de alas rojas. Cada una estaba provista de asombrosos detalles en miniatura. Helen asintió y acercó la boca a mi oído de nuevo, sin apenas respirar.

– No soy experta en estas cosas -susurró-, pero creo que podría haber sido hecho para el emperador de Constantinopla, aunque aún no sabemos cuál. Éste es el sello de los emperadores posteriores.

En la parte interior de la portada había pintada un águila bicéfala, el ave que miraba al mismo tiempo hacia el augusto pasado de Bizancio y hacia su futuro ilimitado. No tuvo la suficiente agudeza de vista para contemplar en el futuro la caída del imperio a manos del infiel.

– Eso significa que data al menos de la primera mitad del siglo quince -susurré-. Antes de la conquista.

– Oh, yo creo que es mucho más antiguo -susurró Helen al tiempo que tocaba el sello con delicadeza-. Mi padre…, mi padre decía que era muy antiguo. Este emblema indica Constantine Porphyrogenitus. Reinó en… -consultó un archivo mental- la primera mitad del siglo diez. Detentaba el poder antes de la fundación del Bachkovski manastir. Debieron añadir el águila con posterioridad.

Apenas musité las palabras.

– ¿Quieres decir entonces que tiene más de mil años de antigüedad? -Sujeté el libro con ambas manos y me senté en el borde de la cama de Helen. Ninguno de los dos emitió el menor sonido. Estábamos hablando más o menos con los ojos-. Se halla en perfectas condiciones. ¿Y tú pretendes sacar de contrabando de Bulgaria un tesoro semejante? Estás loca, Helen -le dije con una mirada-. Por no hablar de que pertenece al pueblo búlgaro.

Ella me besó, tomó el libro de mis manos y lo abrió.

– Era un regalo para mi padre -susurró. La parte interior de la portada tenía un profundo bolsillo de piel añadido, y Helen introdujo los dedos con cuidado-. He esperado a mirar esto hasta que pudiéramos hacerlo juntos.

Extrajo un paquete de papel delgado cubierto de una apretada mecanografía. Entonces leímos juntos, en silencio, el doloroso diario de Rossi. Cuando terminamos, ninguno de los dos habló, aunque los dos llorábamos. Por fin, Helen envolvió el libro con el pañuelo y lo devolvió a su escondite, contra su piel.

Turgut sonrió cuando terminé mi versión resumida de la historia.

– Pero debo contarte algo más, y es muy importante -dije. Describí el terrible

encarcelamiento de Rossi en la biblioteca. Escucharon con semblante serio, y cuando llegué al hecho de que Drácula conocía la existencia de una guardia formada por el sultán para perseguirle, Turgut dio un respingo.

– Lo siento -se disculpó.

Se apresuró a traducir a Selim, quien inclinó la cabeza y dijo algo en voz baja. Turgut asintió.

– Dice lo que yo pienso. Esta terrible noticia sólo significa que hemos de ser más diligentes a la hora de perseguir al Empalador y mantener alejada su influencia de nuestra ciudad. Su Gloria el Refugio del Mundo nos lo ordenaría si estuviera vivo. Esto es cierto. ¿Qué haréis con este libro cuando volváis a casa?

– Conozco a alguien que tiene un contacto en una casa de subastas -dije-. Seremos muy cuidadosos, por supuesto, y esperaremos un tiempo sin hacer nada. Supongo que algún museo lo comprará tarde o temprano.

– ¿Y el dinero? -Turgut sacudió la cabeza-. ¿Qué haréis con tanto dinero?

– Lo estamos pensando -dije-. Algo al servicio del bien. Aún no lo sabemos.

Nuestro avión a Nueva York despegaba a las cinco, y Turgut empezó a consultar su reloj en cuanto terminamos nuestro copioso banquete. Tenía que dar una clase nocturna, ay, pero el señor Aksoy nos acompañaría en taxi al aeropuerto. Cuando nos levantamos para marchar, la señora Bora sacó un pañuelo de la más bella seda color crema, bordado en plata, y lo colocó alrededor del cuello de Helen. Ocultaba el estado lamentable de su chaqueta negra y el cuello sucio, y todos lanzamos una exclamación, al menos yo, y no pude haber sido el único. Su cara, sobre el pañuelo, poseía la majestuosidad de una emperatriz.

– Para el día de su boda -dijo la señora Bora, y se puso de puntillas para besarla.

Turgut besó la mano de Helen.

– Pertenecía a mi madre -dijo con sencillez, y Helen se quedó sin habla. Yo hablé por los dos y les estreché la mano. Escribiríamos, pensaríamos en ellos. Como la vida era larga, volveríamos a vernos.

76

Tal vez sea la parte final de mi historia la que me cueste más contar, pues empieza con mucha felicidad, pese a todo. Regresamos con discreción a la universidad y reanudamos nuestro trabajo. La policía me interrogó una vez más, pero dio la impresión de que se conformaban con saber que mi viaje al extranjero había estado relacionado con mi investigación, y no con la desaparición de Rossi. Los periódicos ya se habían hecho eco de su desaparición, que habían transformado en un misterio local al que la universidad procuraba no hacer el menor caso. El jefe de mi departamento también me interrogó, por supuesto, y por supuesto yo no le dije nada, excepto que lamentaba como el que más lo sucedido a Rossi. Helen y yo nos casamos en Boston aquel otoño, en la iglesia que frecuentaban mis padres. Incluso en plena ceremonia no pude evitar fijarme en lo sencilla que era. Echaba de menos el olor a incienso.

Mis padres se quedaron un poco estupefactos por todo esto, claro está, pero se rindieron al encanto de Helen. No hicieron gala de su aspereza proverbial, y cuando íbamos a verlos a Boston, solía descubrir a Helen en la cocina riendo con mi madre, enseñándole a cocinar especialidades húngaras, o hablando de antropología con mi padre en su estrecho estudio.

En cuanto a mí, si bien sentía el dolor de la muerte de Rossi y la frecuente melancolía que parecía provocar en Helen, viví aquel año rebosante de dicha. Terminé mi tesis con un segundo director, cuyo rostro se me antojó borroso durante todo ese tiempo. No era que hubieran dejado de interesarme los comerciantes holandeses. Sólo quería finalizar mis estudios para instalarnos confortablemente en algún sitio. Helen publicó un largo artículo sobre las supersticiones de la Valaquia rural, que fue bien recibido, y empezó una tesis sobre las costumbres transilvanas que todavía perduraban en Hungría.

También escribimos algo más en cuanto regresamos a Estados Unidos: una nota para la madre de Helen, por mediación de tía Eva.