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Mi primera impresión de Bulgaria (y mi recuerdo posterior de ella) fue de montañas vistas desde el aire, montañas altas y profundas, de un verdor oscuro y casi vírgenes de carreteras, aunque de vez en cuando una cinta marrón corría entre pueblos o a lo largo de precipicios.

Helen iba sentada en silencio a mi lado, los ojos clavados en la pequeña ventanilla del avión, con su mano apoyada sobre la mía bajo la protección de mí chaqueta doblada. Sentía la calidez de su palma, los delgados dedos algo fríos, la ausencia de anillos. De vez en cuando distinguíamos venas centelleantes en las gargantas de las montañas, que debían ser ríos, pensé, y me esforcé en ver, sin la menor esperanza, la configuración de una cola ensortijada de dragón que pudiera solucionar nuestro rompecabezas. Nada, por supuesto, coincidía con los contornos que ya me conocía con los ojos cerrados.

Ni nada lo iba a hacer, me recordé, aunque sólo fuera para calmar la esperanza que se despertaba en mí de manera incontrolada al ver aquellas antiguas montañas. Su oscuridad; su aspecto de no haber sido tocadas por la historia moderna; su misteriosa falta de ciudades, pueblos o zonas industrializadas. Todo ello me daba esperanzas. Pensé que, cuanto más escondido estuviera el pasado de este país, mejor se conservaría. Los monjes cuya senda perdida buscábamos habían atravesado montañas como éstas, tal vez estos mismos picos, aunque desconocíamos su ruta. Se lo dije a Helen, pues quería oír verbalizadas mis esperanzas. Ella negó con la cabeza.

– No sabemos con seguridad que llegaran a Bulgaria, ni siquiera si partieron en esta dirección -me recordó, pero suavizó el tono académico de su voz acariciando mi mano bajo la chaqueta.

– No sé nada de la historia de Bulgaria -dije-. Voy a ir muy perdido.

Helen sonrió.

– Yo tampoco soy una experta, pero puedo decirte que los eslavos emigraron a esta zona desde el norte durante los siglos seis y siete, y una tribu turca llamada los búlgaros vino aquí en el siglo siete. Se unieron contra el imperio bizantino, sabiamente, y su primer gobernante fue un búlgaro llamado Asparuh. El zar Boris I convirtió el cristianismo en religión oficial en el siglo nueve. Al parecer, es un gran héroe del país, pese a eso. Los bizantinos gobernaron desde el siglo once hasta principios del trece, y después Bulgaria se hizo muy poderosa hasta que los otomanos la aplastaron en 1393.

– ¿Cuándo fueron expulsados los otomanos? -pregunté interesado. Daba la impresión de que nos los encontrábamos por todas partes.

– No fue hasta 1878 -admitió Helen-. Rusia ayudó a Bulgaria a expulsarlos.

– Y después Bulgaria se alineó con el Eje en ambas guerras.

– Sí, y el ejército soviético desencadenó una gloriosa revolución justo después de la guerra.

¿Qué haríamos sin el ejército soviético?

Helen me dedicó su sonrisa más amarga y radiante, pero yo le apreté la mano.

– Baja la voz -dije-. Si no tienes cuidado, tendré que ser cauteloso por los dos.

El aeropuerto de Sofía era diminuto. Había esperado un lugar digno del comunismo moderno, pero bajamos a una pista modesta y la atravesamos con los demás pasajeros. Casi todos eran búlgaros, me pareció, y traté de entender algo de sus conversaciones. Eran gentes bien parecidas, algunas sorprendentemente guapas, y sus rostros variaban desde los eslavos pálidos de ojos oscuros hasta el bronce de Oriente Próximo, un caleidoscopio de tonos intensos y cejas negras hirsutas, narices largas y anchas, aguileñas o ganchudas, jovencitas de pelo negro rizado y frente noble, y ancianos enérgicos desdentados. Sonreían o reían y hablaban animadamente entre sí. Un hombre alto gesticulaba a su acompañante con un periódico doblado. Sus ropas no eran occidentales, aunque hubiera sido difícil describir el corte de los trajes y faldas, los pesados zapatos y los sombreros oscuros, todos desconocidos para mí.

También me pareció percibir una felicidad apenas disimulada entre esta gente cuando sus pies tocaron suelo (o asfalto) búlgaro, y esto alteró la imagen que me había forjado de una nación aliada de los soviéticos al cien por cien, mano derecha de Stalin incluso ahora, un año después de su muerte, un país triste, atrapado en fantasías que tal vez nunca superaría.

Las dificultades de obtener un visado búlgaro en Estambul (un paso facilitado en gran parte por los fondos del sultán que manejaba Turgut, y en parte por las llamadas de tía Eva a su equivalente búlgaro) sólo habían servido para aumentar el nerviosismo que me causaba este país, y los burócratas adustos que al final, a regañadientes, habían sellado nuestros pasaportes en Budapest ya se me habían antojado embalsamados en la opresión. Helen me había confesado que el mismo hecho de que la embajada búlgara nos hubiera concedido visados la ponía nerviosa.

Los búlgaros auténticos, sin embargo, parecían constituir una raza diferente por completo.

Al entrar en el edificio del aeropuerto, nos encontramos con las colas de la aduana, y aquí aún era mayor el estruendo de carcajadas y conversaciones, y vimos que los parientes saludaban con las manos desde detrás de las barreras y llamaban a gritos. La gente que nos rodeaba estaba declarando pequeñas cantidades de dinero y recuerdos de Estambul y de destinos anteriores, y cuando nos llegó el turno hicimos lo propio.

Las cejas del joven oficial de aduanas desaparecieron bajo su gorra al ver nuestros

pasaportes, y los dejó a un lado para consultar unos minutos con otro oficial.

– Maldita sea -masculló Helen.

Varios oficiales uniformados se congregaron alrededor de nosotros y el de más edad y aspecto más pomposo empezó a interrogarnos en alemán, francés y, por fin, en un inglés deficiente. Tal como nos había aconsejado tía Eva, saqué con calma nuestra carta improvisada de la Universidad de Budapest, la cual imploraba al Gobierno búlgaro que nos dejara entrar por motivos académicos importantes, así como la carta que tía Eva había obtenido para nosotros de un amigo que tenía en la embajada búlgara.

No sé qué dedujo el oficial de la carta académica y su extravagante mezcla de inglés, húngaro y francés, pero la carta de la embajada estaba en búlgaro y llevaba el sello de la embajada. El oficial la leyó en silencio, con el ceño fruncido, y después su rostro adoptó una expresión sorprendida, incluso estupefacta, y nos miró con algo parecido al asombro.

Eso me puso todavía más nervioso que su anterior hostilidad, y pensé que Eva había sido un poco vaga acerca del contenido de la carta de la embajada. No podía preguntar qué ponía, por supuesto, y me sentí muy desconcertado cuando el oficial sonrió y me dio una palmada en el hombro. Se dirigió a una cabina telefónica, y tras considerables esfuerzos dio la impresión de que había logrado ponerse en contacto con alguien. No me gustó su forma de sonreír ni su manera de mirarnos al cabo de unos segundos. Helen se removió inquieta a mi lado, y caí en la cuenta de que debía estar entendiendo más cosas que yo. El oficial colgó por fin con un gesto elegante, nos prestó ayuda para reunirnos con nuestras maletas polvorientas y nos condujo a un bar del aeropuerto, donde nos invitó a un vasito de un brandy fortísimo llamado rakiya, que se tomó de un trago. Nos preguntó en varios idiomas mal hablados cuánto tiempo llevábamos comprometidos con la revolución, cuándo

nos habíamos afiliado al Partido, y así sucesivamente, nada de lo cual contribuyó a

tranquilizarme, sino a atormentarme todavía más por las posibles incorrecciones de nuestra carta de presentación. No obstante, imité a Helen y me limité a sonreír, o a soltar comentarios neutrales. El oficial brindó por la amistad entre los trabajadores de todas las naciones y volvió a llenar nuestros vasos, así como el de él. Si alguno de nosotros hacía algún comentario (alguna perogrullada sobre la visita a su hermoso país, por ejemplo), meneaba la cabeza con una amplia sonrisa, como si contradijera nuestras afirmaciones. Yo me puse nervioso, hasta que Helen me susurró lo que había leído sobre la idiosincrasia de esta cultura: los búlgaros negaban con la cabeza para expresar su acuerdo y asentían en señal de desacuerdo.

Cuando habíamos bebido exactamente tanta rakiya cuanto yo podía tolerar con impunidad, nos salvó la aparición de un hombre de expresión avinagrada con traje oscuro y sombrero.

Parecía sólo un poco mayor que yo, y habría sido guapo de no ser porque ninguna expresión de placer cruzaba su rostro en momento alguno. Su bigote oscuro apenas cubría los labios desaprobadores y el flequillo de pelo negro que caía sobre su frente no ocultaba su ceño fruncido. El oficial le saludó con deferencia y le presentó como el guía que nos habían asignado en Bulgaria, y explicó que se trataba de un privilegio, porque Krassimir Ranov era una persona muy respetada en el Gobierno búlgaro, relacionada con la Universidad de Sofía, y conocía mejor que nadie los lugares interesantes de su antiguo y glorioso país.

Estreché la mano fría como un pescado del hombre entre una neblina de brandy y lamenté mucho no poder visitar Bulgaria sin guía. Helen parecía menos sorprendida por todo esto, y le saludó, en mi opinión, con la mezcla correcta de aburrimiento y desdén. El señor Ranov aún no había pronunciado palabra, pero dio la impresión de albergar una gran antipatía por Helen, incluso antes de que el oficial informara en voz demasiado alta de que era húngara y estaba estudiando en Estados Unidos. Esta explicación provocó que su bigote se agitara sobre una sombría sonrisa.

– Profesor, madame -dijo (sus primeras palabras), y nos dio la espalda. El oficial de aduanas sonrió, nos estrechó la mano, me palmeó los hombros como si ya fuéramos viejos amigos y después indicó con un gesto que debíamos seguir a Ranov.

Al salir del aeropuerto, Ranov detuvo un taxi, cuyo interior era el más anticuado que yo había visto jamás en un vehículo, con asientos de tela negra rellena de algo que habría podido ser pelo de caballo, y nos dijo desde el asiento delantero que nos habían reservado habitaciones en un hotel de excelente reputación.

– Creo que lo encontrarán cómodo, y tiene un excelente restaurante. Mañana desayunaremos juntos allí y me explicarán la naturaleza de su investigación y en qué puedo ayudarles para terminarla. Sin duda desearán conocer a sus colegas de la Universidad de Sofía y de los ministerios pertinentes. Después les organizaremos un breve viaje por algunos lugares históricos de Bulgaria.

Sonrió con amargura y yo le miré con creciente horror. Su inglés era demasiado bueno. Pese a su marcado acento, poseía el sonido correcto pero monótono de uno de esos discos con los que puedes aprender un idioma en treinta días.