Barley se sentó en las ruinas y me miró.

– Bien, ya veo que estás furiosa -dijo en tono provocador-. No te importa que te salve de un peligro inmediato, pero sí que estropee tus planes inmediatos.

Su grosería me dejó sin aliento por un instante.

– ¿Cómo te atreves? -dije por fin, y me alejé entre las piedras. Oí que él se levantaba y me seguía.

– ¿Te habría gustado quedarte en ese tren? -preguntó con voz algo más civilizada.

– Pues claro que no. -No volví la cara-. Pero tú sabes tan bien como yo que mi padre podría estar ya en Saint Matthieu. -Pero Drácula, o quien sea, aún no ha llegado.

– Nos lleva un día de ventaja -repliqué, y miré entre los campos. La iglesia del pueblo se elevaba por encima de una fila lejana de álamos. Todo estaba tan sereno como en un cuadro, y sólo faltaban cabras o vacas.

– En primer lugar -dijo Barley (y le odié por su tono didáctico)-, no sabemos quién iba en ese tren. Tal vez no era el malo en persona. Tiene sus acólitos, según las cartas de tu padre, ¿verdad?

– Peor aún -contesté-. Si era uno de sus esbirros, tal vez esté ya en Saint Matthieu.

– O… -empezó Barley, pero calló. Sabía lo que había estado a punto de decir-. O quizás esté aquí, con nosotros.

– Indicamos con toda precisión dónde nos bajábamos -dije para sacarle del apuro.

– ¿Quién se muestra desagradable ahora? -Barley se detuvo detrás de mí y me pasó un brazo sobre los hombros con bastante torpeza, y me di cuenta de que, al menos, había hablado como si creyera en la historia de mi padre. Las lágrimas que se habían esforzado por no brotar se liberaron y resbalaron sobre mis mejillas-. Venga, venga -dijo. Cuando apoyé la cabeza sobre su hombro, noté la camisa caliente debido al sudor y el sol. Al cabo de un momento, me separé y nos dirigimos a nuestra cena silenciosa en el jardín de la granja.

Helen no dijo nada más durante nuestro viaje de vuelta a la pensión, de modo que me contenté con mirar a los transeúntes por si distinguía alguna señal de hostilidad, y miraba a nuestro alrededor y hacia atrás de vez en cuando para ver si nos seguían. Cuando llegamos a nuestras habitaciones, mi mente se había concentrado de nuevo en la frustrante falta de información sobre cómo buscar a Rossi. ¿Cómo iba a ayudarnos una lista de libros, algunos de los cuales, por lo visto, ni siquiera existían ya?

– Ven a mi habitación -dijo Helen sin más ceremonias en cuanto llegamos a la pensión-. Hemos de hablar en privado.

Su falta de gazmoñería me habría divertido en otro momento, pero ahora su cara era tan decidida que sólo pude preguntarme qué tenía en mente. De todos modos, nade habría podido ser menos seductor que su expresión. La cama de su habitación estaba hecha y sus pocas pertenencias ocultas a la vista. Se sentó en el antepecho de la ventana y me señaló una silla.

– Escucha -dijo, al tiempo que se quitaba los guantes y el sombrero-, he estado

pensando en algo. Tengo la impresión de que hemos topado con una verdadera barrera que nos impide acceder a Rossi.

Asentí con semblante sombrío.

– Le he estado dando vueltas a eso desde hace media hora. Sin embargo, es posible que los amigos de Turgut le proporcionen alguna información.

Ella negó con la cabeza.

– Es una búsqueda inane.

– Inútil -corregí.

– Una búsqueda inútil -se corrigió ella-. Creo que hemos dejado de lado una fuente de información muy importante.

La miré fijamente.

– ¿Cuál?

– Mi madre -anunció-. Tenías razón cuando me preguntaste por ella, cuando aún estábamos en Estados Unidos. He estado pensando en ella todo el día. Conoció al profesor Rossi mucho antes que tú, y yo nunca le pregunté por él, después de que me dijera que era mí padre. No sé por qué, salvo porque era un tema muy doloroso para ella. También… -

Suspiró-. Mi madre es una persona muy simple. No creía que pudiera aumentar mis conocimientos sobre el trabajo de Rossi. Nunca la presioné demasiado, ni siquiera el año pasado, cuando me dijo que Rossi creía en la existencia de Drácula. Sé lo supersticiosa que es. Pero ahora me pregunto si sabe algo que pudiera ayudarnos a encontrarle.

Sus primeras palabras me habían despertado esperanzas. -Pero ¿cómo podemos hablar con ella? ¿No dijiste que no tenía teléfono?

– No tiene.

– Entonces…

Helen apretó los guantes y dio una leve palmada sobre su rodilla. -Tendremos que ir a verla en persona. Vive en una pequeña ciudad a las afueras de Budapest.

– ¿Qué? -Ahora fui yo quien empezó a irritarse-. Ah, muy sencillo. Saltamos a un tren, tú con tu pasaporte húngaro y yo con mi pasaporte estadounidense, y nos dejamos caer a charlar sobre Drácula con tu madre.

Helen sonrió, una reacción inesperada.

– No hay motivos para que te enfades, Paul -dijo-. En Hungría tenemos un proverbio: «Si algo es imposible, significa que puede hacerse».

No tuve otro remedio que reír.

– De acuerdo -dije-. ¿Cuál es el plan? He observado que siempre tienes uno.

– Pues sí, lo tengo. -Alisó sus guantes-. De hecho, confío en que mi tía tenga un plan.

– ¿Tu tía?

Helen miró por la ventana, hacia las viejas casas del otro lado de la calle. Casi había anochecido y la luz del Mediterráneo, que me gustaba cada vez más, estaba tiñendo de oro todas las superficies de la ciudad.

– Mi tía ha trabajado en el Ministerio del Interior húngaro desde 1948 y es una persona bastante importante. Conseguí la beca gracias a ella. En mi país no logras nada sin un tío o una tía. Es la hermana mayor de mi madre, y fue quien la ayudó a huir de Rumanía a Hungría, donde mi tía ya estaba viviendo, justo antes de que yo naciera. Ella y yo estamos muy unidas, y hará cualquier cosa que le pida. Al contrario que mi madre, tiene teléfono, y creo que voy a llamarla.

– ¿Quieres decir que podría conseguir que tu madre se pusiera al teléfono para hablar con nosotros?

Helen gimió.

– Oh, Señor, ¿crees que podríamos hablar con ellas por teléfono de algo privado o

controvertido?

– Lo siento -dije.

– No. Iremos en persona. Mi tía lo arreglará. Así podremos hablar con mi madre. Además -adoptó un tono más suave-, se alegrarán de verme. No está muy lejos de aquí, y hace dos años que no las veo.

– Bien -dije-, estoy dispuesto a hacer casi cualquier cosa por Rossi, aunque me cuesta imaginarme entrando como si tal cosa en la Hungría comunista.

– Ah -dijo Helen-. Entonces aún te costará más imaginarte entrando como si tal cosa, para utilizar tus palabras, en la Rumanía comunista.

Esta vez guardé silencio un momento.

– Lo sé -dije por fin-. Yo también lo he estado pensando. Si resulta que la tumba de Drácula no está en Estambul, ¿dónde podría estar?

Nos callamos un rato, cada uno absorto en sus pensamientos, muy lejos el uno del otro, hasta que Helen se removió.

– Preguntaré a la dueña de la pensión si nos deja llamar desde abajo -dijo-. Mi tía no tardará en llegar a casa del trabajo, y me gustaría hablar con ella cuanto antes.

– ¿Puedo acompañarte? -pregunté-. Al fin y al cabo, esto también me concierne.

– Por supuesto.

Helen se puso los guantes y bajamos a acorralar a la casera en su salón. Nos costó diez minutos explicar nuestras intenciones, pero la exhibición de unas cuantas liras turcas, junto con la promesa de pagar hasta el último céntimo la llamada telefónica, facilitó las cosas.

Helen se sentó en una silla y marcó un laberinto de números. Por fin vi que su cara resplandecía.

– Está sonando. -Me dirigió su hermosa y franca sonrisa-. A mi tía no le va a hacer ni un pelo de gracia -dijo. Entonces su cara cambió de nuevo, como si se pusiera en guardia-. ¿Eva? -dijo-. ¡Elena!

Escuché con atención y deduje que debía estar hablando en húngaro. Sabía al menos que el rumano era una lengua romance, y pensé que podría entender algunas palabras, pero lo que Helen decía sonaba como caballos al galope, una estampida que fui incapaz de detener con el oído ni un segundo. Me pregunté si alguna vez hablaba en rumano con su familia, o si tal vez esa faceta de sus vidas había muerto mucho tiempo antes, debido a la presión de tener que adaptarse. Su tono subía y bajaba, interrumpido a veces por una sonrisa y a veces por un leve fruncimiento del ceño. Por lo visto, su tía Eva, al otro lado de la línea, tenía muchas cosas que decir, y a veces Helen escuchaba con atención, para luego desencadenar otra vez aquel extraño retumbar de cascos de caballo silábico.

Daba la impresión de que Helen había olvidado mi presencia, pero de repente alzó la vista y me dedicó una leve sonrisa irónica y un movimiento de cabeza triunfal, como si el resultado de su conversación fuera favorable. Sonrió al auricular y colgó. Al instante, la dueña de la pensión se abalanzó sobre nosotros, al parecer preocupada por la factura del teléfono, de modo que conté a toda prisa la cantidad acordada, más una pequeña propina, y la deposité en sus manos extendidas. Helen ya estaba camino de su habitación y me hizo un gesto para que la siguiera. Consideré innecesario su secretismo, pero ¿qué sabía yo al fin y al cabo?

– Deprisa, Helen -mascullé, y me derrumbé de nuevo en la butaca- La incertidumbre me está matando.

– Buenas noticias -dijo con calma-. Sabía que mi tía procuraría ayudarnos.

– ¿Qué demonios le dijiste?

Helen sonrió.

– Bien, no he podido revelar gran cosa por teléfono, y he tenido que hacerlo con mucha formalidad, pero le he dicho que estoy en Estambul, trabajando en una investigación académica con un colega, y que necesitamos cinco días en Budapest para concluir nuestra tarea. Le he explicado que eres un profesor norteamericano y que estamos escribiendo un artículo conjunto.

– ¿Sobre qué? -pregunté con cierta aprensión.

– Sobre las relaciones laborales en Europa bajo la ocupación otomana.

– No está mal. No tengo ni idea de eso.

– No pasa nada. -Helen sacudió un poco de pelusa de la rodilla de su pulcra falda negra-. Te explicaré algo sobre el tema.

– Eres digna de tu padre.

Su despreocupada erudición me recordó de repente a Rossi, y el comentario escapó de mi boca antes de pensarlo. La miré enseguida, temeroso de haberla ofendido. Me sorprendió que ésta fuera la primera vez que pensara en ella, con toda naturalidad, como la hija de Rossi, como si en algún momento que no podía concretar hubiera aceptado la idea.