Por fin, el tren empezó a disminuir la velocidad, los frenos se estremecieron y chirriaron, y nos detuvimos. El camarero empujó una palanca y la puerta que había cerca de nosotros se abrió. Dedicó a Barley una mirada conspiratoria. Debía pensar que eran asuntos del corazón y que mi padre, airado, nos perseguía por el tren, o algo por el estilo.

– Baja del tren, pero quédate pegada al vagón -me aconsejó Barley sin alzar la voz, y descendimos al andén. La rústica estación estaba rodeada de árboles plateados, y el aire era tibio y fragante-. ¿Lo ves?

Miré hasta que vi a alguien entre los pasajeros que desembarcaban, casi al final del tren, una figura alta de hombros anchos vestida de negro, una figura con algo de malignidad en todo su ser, provista de una cualidad tenebrosa que me revolvió el estómago. Ahora se tocaba con un sombrero oscuro, de modo que no pude ver su cara. Sostenía un maletín oscuro y algo blanco enrollado, tal vez el periódico.

– Es él.

Intenté no señalar, y Barley, sin pérdida se tiempo, me obligó a subir enseguida al tren.

– Mantente fuera de su vista. Veré adónde va. Está mirando arriba y abajo. -Barley se asomó, mientras yo reculaba cobardemente, con el corazón martilleando en el pecho. Él sujetaba mi brazo con firmeza-. Bien… Se aleja en dirección contraría. No, ahora vuelve.

Mira por las ventanillas. Creo que va a subir al tren otra vez. Dios, qué sangre fría.

Consulta su reloj. Va a subir. Vuelve a bajar y viene hacia aquí. Prepárate. Subiremos y recorreremos todo el tren si hace falta. ¿Estás preparada?

En aquel momento, los ventiladores zumbaron, el tren dio una sacudida y Barley maldijo en voz alta.

– ¡Vuelve a subir! Creo que se ha dado cuenta de que no hemos bajado.

De pronto, me hizo bajar al andén. A nuestro lado, el tren dio otro tirón y se puso en movimiento. Varios pasajeros habían bajado las ventanillas y estaban asomados para fumar o mirar el paisaje. Entre ellos, a varios vagones de distancia, vi una cabeza oscura vuelta en nuestra dirección, un individuo de hombros cuadrados. Pensé que estaba poseído por una furia fría. Después el tren aceleró y dobló una curva. Me volví hacia Barley y los dos nos miramos. A excepción de unos cuantos aldeanos sentados en la pequeña estación rural, estábamos solos en mitad de Francia.

32

Si había esperado que el estudio de Turgut fuera otro sueño oriental, el paraíso de un estudioso otomano, me había equivocado. La habitación a la cual nos condujo era mucho más pequeña que la grande que acabábamos de dejar, pero también de techo alto, y la luz del día que entraba por las dos ventanas realzaba la belleza de los muebles. Había dos paredes revestidas de libros de arriba abajo. Cortinas de terciopelo negro caían hasta el suelo junto a cada ventana y un tapiz de caballos y perros en plena cacería dotaba a la habitación de una sensación de esplendor medieval. Montañas de obras de referencia en inglés descansaban sobre una mesa en el centro de la estancia. Una inmensa colección de Shakespeare ocupaba su propia vitrina cerca del escritorio.

Pero la primera impresión que tuve del estudio de Turgut no fue la superioridad aplastante de la literatura inglesa. Lo que advertí de inmediato, en cambio, era una presencia más tenebrosa, una obsesión que poco a poco se había ido imponiendo a la influencia de las obras inglesas sobre las que escribía. Esta presencia se abalanzó sobre mí de repente como un rostro, un rostro que estaba en todas partes, que sostenía mi mirada con arrogancia desde un grabado que había detrás del escritorio, desde un pedestal que descansaba sobre la mesa, desde un extraño bordado colgado de la pared, desde la tapa de una carpeta, desde un dibujo cercano a una ventana. Era el mismo rostro en todos los casos, reproducido en diferentes posiciones y diferentes medios, pero siempre el rostro medieval, bigotudo, de mejillas hundidas.

Turgut me estaba observando.

– Ah, sabe quién es -dijo en tono sombrío-. Lo he coleccionado de muchas maneras, como puede ver.

Estábamos mirando codo con codo el grabado enmarcado colgado en la pared de detrás del escritorio. Era una reproducción de la xilografía que había visto en casa, pero la cara estaba vuelta por completo hacia el frente, de modo que daba la impresión de que los ojos, negros como la tinta, se clavaban en los nuestros.

– ¿Dónde encontró todas esas imágenes diferentes? -le pregunté.

– En muchas partes. -Turgut indicó el infolio de la mesa-. A veces pedía que me las dibujaran a partir de libros antiguos y a veces las encontraba en tiendas de antigüedades o en subastas. Es extraordinaria la cantidad de imágenes de su rostro que todavía pululan por nuestra ciudad, una vez que te pones a buscarlas. Pensé que si las reunía todas, podría leer en sus ojos el secreto de mi extraño libro vacío. -Suspiró-. Pero estas xilografías son tan toscas, tan… en blanco y negro. No acababan de satisfacerme, así que pedí a un amigo mío artista que las fundiera en una sola para mí.

Nos condujo a un hueco practicado al lado de una ventana, donde unas cortinas cortas, también de terciopelo negro, estaban corridas sobre algo. Experimenté una especie de temor incluso antes de que el hombre subiera la mano para tirar del cordel, y cuando la cortina se

descorrió, mi corazón dio un vuelco. El terciopelo se abrió y dejó al descubierto un óleo de tamaño natural y pletórico de vida, la cabeza y los hombros de un joven viril de cuello grueso. Llevaba el pelo largo. Espesos rizos negros caían sobre sus hombros. El rostro era hermoso y cruel en extremo, de luminosa piel pálida, ojos verdes de un brillo anormal, nariz larga y recta de aletas dilatadas. Sus labios rojos estaban curvados de manera sensual bajo un largo bigote oscuro, pero también apretados con fuerza, como para controlar un tic de la barbilla. Tenía pómulos salientes y espesas cejas negras, bajo un gorro picudo de terciopelo verde oscuro provisto de una pluma blanca y marrón encajada en la parte delantera. Era una cara llena de vida, pero carente por completo de compasión, que rezumaba energía y vitalidad, y al mismo tiempo delataba inestabilidad de carácter. Los ojos constituían el rasgo más inquietante del cuadro. Nos taladraban con una intensidad casi real, y al cabo de un segundo aparté la vista para buscar un poco de alivio. Helen, de pie a mi lado, se acercó un poco más a mi hombro, más para ofrecer solidaridad que para confortarse.

– Mi amigo es un artista muy bueno -dijo en voz baja Turgut-. Ya comprenderán por qué guardo este cuadro detrás de una cortina. No me gusta mirarlo mientras trabajo. – También habría podido decir que no le gustaba que el retrato le mirara, pensé-. Es una idea sobre la apariencia de Vlad Drácula alrededor de 1456, cuando empezó su largo reinado sobre Valaquia. Tenía veinticinco años y era culto según los cánones de su época, además de un jinete excelente. Durante los siguientes veinte años, mató a unos quince mil súbditos, a veces por motivos políticos, a menudo por el placer de verlos morir.

Turgut corrió la cortina de nuevo y yo me alegré de ver desaparecer aquellos ojos terribles y brillantes.

– Tengo otras curiosidades que enseñarles -dijo al tiempo que señalaba una vitrina de madera-. Esto es un sello de la Orden del Dragón que encontré en un mercado de anticuarios cerca del puerto de la ciudad vieja. Y esto es una daga, hecha de plata, que procede de la primera era otomana de Estambul. Creo que se utilizaba para cazar vampiros, porque unas palabras en la funda indican algo por el estilo. Estas cadenas y púas -nos enseñó otra vitrina- eran instrumentos de tortura, me temo, de la propia Valaquia. Y aquí, amigos míos, hay una joya.

Del borde del escritorio tomó una caja de madera con hermosas incrustaciones y abrió el cierre. Dentro, entre pliegues de raso negro herrumbrado, había varias herramientas afiladas que parecían instrumentos quirúrgicos, así como una diminuta pistola de plata y un cuchillo de plata.

– ¿Qué es esto?

Helen extendió una mano vacilante hacia la caja, pero enseguida la retiró.

– Es un auténtico equipo de cazar vampiros, de cien años de antigüedad -informó Turgut con orgullo-. Creo que procede de Bucarest. Un amigo mío, coleccionista de antigüedades, lo compró para mí hace varios años. Había muchos como éste. Los vendían a quienes viajaban por la Europa del Este en los siglos dieciocho y diecinueve. En este espacio de aquí se ponía ajo, pero yo cuelgo los míos.

Señaló con el dedo, y vi con un nuevo escalofrío largas ristras de ajos secos a cada lado de la puerta, encarados hacia su escritorio. Se me ocurrió, al igual que con Rossi la semana anterior, que tal vez el profesor Bora no sólo era meticuloso, sino que también estaba loco.

Años después comprendí mejor esta primera reacción, la cautela que experimenté cuando vi el estudio de Turgut, que bien habría podido ser una habitación del castillo de Drácula, una estancia medieval con instrumentos de tortura. Es un hecho que los historiadores nos interesamos por lo que es, en parte, un reflejo de nosotros, tal vez un aspecto que preferimos no examinar salvo por mediación de la erudición. También es cierto que, a medida que profundizamos en nuestros intereses, cada vez arraigan más en nuestro ser.

Cuando visité una universidad norteamericana (no era la mía) varios años después de esto, me presentaron a uno de los primeros historiadores norteamericanos de la Alemania nazi, uno de los mejores en su especialidad. Vivía en una cómoda casa situada en el límite del campus, donde coleccionaba no sólo libros sobre el tema, sino también la vajilla oficial del

Tercer Reich. Sus perros, dos enormes pastores alemanes, patrullaban el patio delantero día y noche. Mientras tomábamos unas copas en su sala de estar, en compañía de otros miembros de la facultad, me confesó sin el menor asomo de ambigüedad lo mucho que despreciaba los crímenes de Hitler y cuánto deseaba revelar hasta el más ínfimo detalle de ellos al mundo civilizado. Me fui de la fiesta temprano, después de pasar con suma cautela junto a los enormes perros, incapaz de sacudirme de encima mí asco.

– Tal vez piensen que es demasiado -dijo Turgut un poco como disculpándose, como si hubiera captado mi expresión. Aún señalaba los ajos-. Es que no me gusta estar aquí rodeado de estos malvados pensamientos del pasado sin protección, ¿saben? Y ahora permítanme enseñarles lo que ha hecho que les traiga aquí.

Nos invitó a tomar asiento en unas butacas algo desvencijadas tapizadas en damasco. El respaldo de la mía parecía incrustado de… ¿Era hueso? No quise apoyarme en él. Turgut sacó un grueso expediente de una librería. Extrajo de él copias hechas a mano de los documentos que habíamos examinado en los archivos (dibujos similares a los de Rossi, sólo que éstos habían sido ejecutados con más cuidado) y luego una carta, que me tendió.