Estaba mecanografiada con membrete de una universidad y firmada por Rossi. No cabía duda en lo tocante a la firma, pensé. Conocía muy bien sus bes y erres ensortijadas. Y Rossi había estado dando clases en Estados Unidos cuando había sido escrita. Las pocas líneas de la carta confirmaban lo que Turgut nos había contado: él, Rossi, no sabía nada sobre el archivo del sultán Mehmet. Lamentaba decepcionarle y esperaba que el trabajo del profesor Bora saliera adelante. Era una carta muy desconcertante.

A continuación, Turgut sacó un pequeño libro encuadernado en piel envejecida. Me costó no lanzarme sobre él de inmediato, pero esperé inmerso en una fiebre de autocontrol mientras él lo abría con delicadeza y nos enseñaba las páginas en blanco del principio y el final, y después la xilografía del centro, aquel perfil ya familiar, el dragón coronado con las malvadas alas extendidas, y en sus garras la bandera que albergaba una sola y amenazadora palabra. Abrí mi maletín, que había traído conmigo, y saqué mi libro. Turgut puso los dos volúmenes uno al lado del otro sobre el escritorio. Cada uno comparó su tesoro con el otro regalo maléfico y comprobamos que los dos dragones eran iguales, que el suyo llenaba las páginas hasta los bordes, con la imagen más oscura, la mía más desteñida, pero eran iguales, iguales. Incluso había una mancha similar cerca de la punta de la cola del dragón, como si la xilografía hubiera tenido un punto rugoso que hubiera corrido un poco la tinta en cada impresión. Helen meditaba en silencio mientras los examinaba.

– Es notable -susurró Turgut por fin-. Nunca había soñado que un día vería otro libro como éste.

– Y oiría hablar de un tercero -le recordé-. Éste es el tercer libro que yo he visto con mis propios ojos, recuerde. La xilografía del de Rossi también era la misma.

Turgut asintió.

– ¿Y qué puede significar esto, amigos míos? -Pero ya estaba colocando las copias de los mapas al lado de nuestros libros y comparando con un grueso dedo los perfiles de los dragones y el río y las montañas-. Asombroso -murmuró-. Pensar que nunca me había dado cuenta. Es muy similar. Un dragón que es un mapa. Pero un mapa ¿de qué?

Sus ojos brillaban.

– Eso era lo que Rossi vino a descubrir en los archivos de aquí -dije con un suspiro-. Ojalá hubiera dado más pasos para averiguar lo que significaba. -Quizá lo hizo.

La voz de Helen era pensativa, y me volví hacia ella para preguntarle qué quería decir. En aquel momento, la puerta que había entre las siniestras ristras de ajos se abrió más y los dos pegamos un bote. No obstante, en lugar de una terrible aparición, vimos a una menuda y sonriente dama vestida de verde. Era la esposa de Turgut, y todos nos levantamos para saludarla.

– Buenas tardes, querida. -Turgut la invitó a entrar enseguida-. Éstos son mis amigos, los profesores de Estados Unidos de los que te hablé.

Hizo las presentaciones con mucha galantería, y la señora Bora estrechó nuestra mano con una sonrisa afable. Medía exactamente la mitad de Turgut, tenía ojos verdes de largas

pestañas, una delicada nariz aguileña y una mata de rizos rojizos.

– Siento muchísimo no haber venido antes. -Su inglés era lento, pronunciado con

cuidado-. Es probable que mi marido no les haya dado de comer, ¿verdad?

Dijimos que nos había alimentado de maravilla, pero ella meneó la cabeza.

– El señor Bora nunca da bien de comer a nuestros invitados. Le… reñiré!

Agitó un diminuto puño en dirección a su marido, quien parecía muy complacido.

– Le tengo un miedo horroroso a mi esposa -nos dijo-. Es tan feroz como una amazona.

Helen, que le sacaba una cabeza a la señora Bora, sonrió a los dos. Eran irresistibles.

– Y ahora -dijo la señora Bora-, los aburre con sus horribles colecciones. Lo siento.

Al cabo de unos minutos, volvíamos a estar en los divanes, mientras la señora Bora nos

servía café y sonreía. Comprobé que era muy hermosa, delicada como un pájaro, una mujer de modales tranquilos, tal vez de unos cuarenta años. Su inglés era limitado, pero lo hablaba con buen humor, como si su marido tuviera la costumbre de arrastrar hasta su casa a visitantes angloparlantes. Su vestido era sencillo y elegante, y sus gestos exquisitos.

Imaginé a los niños de la guardería donde trabajaba arremolinados a su alrededor. Debían llegarle a la barbilla, pensé. Me pregunté si Turgut y ella tendrían hijos. No había fotografías de niños en la sala, ni pruebas de su existencia, y no quise preguntar.

– ¿Mi marido les ha dado un buen paseo por la ciudad? -estaba preguntando la señora Bora a Helen.

– Sí, lo ha hecho -contestó Helen-. Temo que hoy le hemos robado mucho tiempo.

– No, soy yo quien les ha robado tiempo. -Turgut bebía su café con evidente placer-.

Pero aún nos queda mucho trabajo por hacer. Querida -se volvió hacia su mujer-, vamos a buscar a un profesor desaparecido, de modo que estaré ocupado unos cuantos días.

– ¿Un profesor desaparecido? -La señora Bora le sonrió con calma-. Muy bien, pero antes hemos de cenar. Espero que les apetezca cenar, ¿no?

Se volvió hacia nosotros.

Pensar en más comida era imposible, y procuré no mirar a Helen. Ella, sin embargo, dio la impresión de considerar normal la situación.

– Gracias, señora Bora. Es usted muy amable, pero deberíamos regresar a nuestra pensión porque tenemos una cita a las cinco.

¿De veras? Me dejó perplejo, pero le seguí la corriente.

– Exacto. Otros norteamericanos van a venir para tomar una copa, pero esperamos verles a ustedes cuanto antes.

Turgut asintió.

– Voy a buscar de inmediato en mi biblioteca cualquier cosa que pueda ayudarnos. Hemos de pensar en la posibilidad de que la tumba de Drácula esté en Estambul. Tal vez estos planos sean de alguna zona de la ciudad. Tengo algunos libros antiguos sobre la ciudad y amigos que poseen buenas colecciones sobre Estambul. Buscaré esta noche.

– Drácula. -La señora Bora meneó la cabeza-. Me gusta más Shakespeare que Drácula.

Un interés más saludable. Además -nos dirigió una mirada traviesa-, Shakespeare paga nuestras facturas.

Nos despidieron con gran ceremonia, y Turgut nos obligó a prometer que nos encontraríamos con él en el vestíbulo de nuestra pensión a las nueve de la mañana

siguiente. Traería nueva información si podía y volveríamos al archivo para ver si se había producido alguna novedad. En el ínterin, advirtió, debíamos proceder con gran cautela, espiando cualquier señal de que nos siguieran u otros peligros. Turgut quiso acompañarnos hasta nuestro alojamiento, pero le aseguramos que tomaríamos el trasbordador sin necesidad de su ayuda. Salía dentro de veinte minutos, dijo. Los Bora nos acompañaron hasta la puerta principal del edificio y nos dijeron adiós cogidos de la mano. Miré hacia atrás una o dos veces mientras nos alejábamos por el túnel que formaban en la calle higueras y álamos.

– Creo que es un matrimonio feliz -comenté a Helen, y me arrepentí de inmediato, porque emitió su característica risita burlona.

– Vamos, yanqui -dijo-. Hemos de ocuparnos de nuevos asuntos.

En circunstancias normales, aquel epíteto me habría hecho sonreír, pero esa vez algo me impulsó a volverme y mirarla con un profundo escalofrío. Otra idea había germinado durante esa extraña visita, y yo la había reprimido hasta el último momento. Cuando me volví hacia Helen y ella sostuvo mi mirada, me quedé asombrado por el parecido entre sus pronunciadas pero bellas facciones y aquella imagen, luminosa y atrayente, oculta tras la cortina de Turgut.

33

Cuando el expreso de Perpiñán hubo desaparecido por completo más allá de los árboles plateados y los tejados del pueblo, Barley se puso en acción.

– Bien, él va en el tren y nosotros no.

– Sí -dije-, y sabe exactamente dónde estamos.

– No por mucho tiempo. -Se acercó a la taquilla de los billetes, donde un anciano parecía estar durmiendo de pie, aunque pronto se recuperó, con aspecto mortificado-. El siguiente tren a Perpiñán no sale hasta mañana por la mañana -informó-. Además, no hay servicio de autobuses a una ciudad importante hasta mañana por la tarde. Sólo dan alojamiento en una granja que se halla a medio kilómetro del pueblo. Podemos dormir allí y volver andando para coger el tren de la mañana.

Podía enfadarme o ponerme a llorar.

– Barley, no puedo esperar hasta mañana por la mañana para tomar un tren a Perpiñán.

Perderemos demasiado tiempo.

– Bien, pues no hay nada más -repuso él irritado-. He preguntado por taxis, coches, tractores, carritos tirados por burro, autostop… ¿Qué más quieres que haga?

Atravesamos el pueblo en silencio. La tarde ya estaba avanzada, un día caluroso y

soñoliento, y todas las personas que veíamos en puertas o jardines parecían semiatontadas, como víctimas de un encantamiento. La granja, cuando llegamos, tenía fuera un letrero pintado a mano, y una mesa donde vendían huevos, queso y vino. La mujer que salió, secándose las manos en el proverbial delantal, no pareció sorprendida de vernos. Cuando Barley me presentó como su hermana, sonrió con afabilidad y no hizo preguntas, aunque no llevábamos equipaje. Barley preguntó si tenía sitio para dos personas, y ella contestó «Oui, out», aspirando las vocales, como si estuviera hablando para sí. El corral era de tierra apelmazada, con pocas flores, algunas gallinas y una fila de cubos de plástico bajo el alero, con los establos y la casa de piedra acurrucados a su alrededor de una forma amigable y caprichosa. Podíamos cenar en el jardín que había detrás de la casa, explicó la mujer, y nuestra habitación daba a éste, pues estaba en la parte más antigua del edificio.

Seguimos a nuestra anfitriona en silencio a través de la cocina de vigas bajas, hasta entrar en una pequeña ala donde la ayudante de la cocinera tal vez habría dormido en otra época.

El dormitorio contaba con dos camas individuales en paredes opuestas (lo cual me

tranquilizó), así como un gran armario de madera. El cuarto de baño de al lado tenía un retrete pintado y un lavabo. Todo estaba inmaculado, las cortinas almidonadas, el antiguo bordado colgado en una pared bañado por el sol. Entré en el cuarto de baño y me mojé la cara con agua fría, mientras Barley pagaba a la mujer.

Cuando salí, me sugirió que diéramos un paseo. Antes de una hora no estaría la cena preparada. Al principio no quise abandonar los brazos protectores de la granja, pero el sendero estaba fresco bajo los árboles y paseamos junto a las ruinas de lo que debía haber sido una casa muy bonita. Barley saltó sobre la valla y yo le seguí. Las piedras se habían desmoronado, componiendo un plano de los muros originales, y la torre que aún quedaba en pie dotaba al lugar de un aspecto de grandeza pretérita. Había un poco de heno en un pajar semiabierto al aire libre, como si aún utilizaran el edificio como almacén. Una viga de buen tamaño había caído entre los pesebres de los establos.