20
La iglesia de Santa María -dijo mi padre- era un pequeño ejemplo sin pretensiones de arquitectura victoriana que se alzaba en el límite de la parte antigua del campus. Había pasado cientos de veces por delante sin entrar nunca, pero en ese momento me pareció que una iglesia católica era el acompañante ideal de aquellos horrores. ¿Acaso no se las veía el catolicismo con la sangre y la resurrección de la carne a diario? ¿No era experto en supersticiones? Dudaba de que las sencillas capillas protestantes de la universidad fueran de mucha ayuda. No parecían cualificadas para combatir a los No Muertos. Estaba seguro de que aquellas grandes iglesias puritanas cuadradas de la ciudad serían impotentes ante un vampiro europeo. Un poco de quema de brujas estaba más en su línea, algo limitado a los vecinos. Yo iba a presentarme en Santa María mucho antes que mi reacia invitada, eso estaba claro. ¿Llegaría ella a hacer acto de aparición? Eso significaba la mitad del examen.
Santa María estaba abierta, por suerte, y su interior olía a cera y tapicería polvorienta. Dos ancianas tocadas con sombreros adornados con flores falsas estaban disponiendo flores verdaderas en el altar tallado. Entré con cierta torpeza y me acomodé en un banco de la parte de atrás, desde el cual podía ver las puertas sin que me vieran los que entraban. Fue una espera larga, pero el interior silencioso y la conversación entre susurros de las ancianas me calmó un poco. Empecé a sentirme cansado por primera vez, después de acostarme tarde la noche anterior. Por fin, la puerta principal se abrió sobre sus goznes de noventa años y Helen Rossi vaciló un momento, miró hacia atrás y entró. La luz del sol que penetraba por los ventanales laterales tiñó de malva y turquesa su ropa.
Vi que paseaba la vista alrededor de la entrada alfombrada. Al no ver a nadie, avanzó. Me esforcé por captar alguna señal extraña, siniestras arrugas en la piel o cambios de color en su rostro enérgico, lo que fuera, no sabía qué, cualquier cosa que revelara alergia al viejo enemigo de Drácula, la iglesia. Tal vez una reliquia victoriana no sería suficiente para espantar a las fuerzas de las tinieblas, pensé sin convicción. Pero, al parecer, el edificio albergaba un poder capaz de convencer a Helen Rossi, porque al cabo de un momento avanzó entre los colores radiantes del ventanal hacia el frente Avergonzado en cierta manera por espiarla de aquella forma, vi que se quitaba un guante y hundía una mano en la pila, y después se tocaba la frente. El gesto fue tierno. Su rostro estaba serio. Bien, yo estaba haciendo aquello por Rossi. Y ahora sabía con absoluta seguridad que Helen Rossi no era una vrykolakas, por dura y siniestra que fuera su apariencia en ocasiones.
Se internó en la nave y retrocedió unos pasos al ver que me levantaba.
– ¿Ha traído las cartas? -susurró, y sus ojos me lanzaron una mirada acusadora-. He de volver a mi departamento a la una.
Volvió a mirar alrededor de ella.
– ¿Qué pasa? -pregunté al punto, y un nerviosismo instintivo erizó mis brazos. Daba la impresión de que había desarrollado un sexto sentido morboso durante los dos últimos días-. ¿Tiene miedo de algo?
– No -dijo en un susurro. Estrujó los guantes en una mano, de forma que se me antojaron una flor contra su vestido oscuro-. Sólo me preguntaba… ¿Acaba de entrar alguien?
– No.
Yo también miré a mi alrededor. La iglesia estaba agradablemente vacía, a excepción de las dos ancianas del altar.
– Alguien me estaba siguiendo -dijo la joven en la misma voz baja. Su rostro, enmarcado por la mata de espeso cabello oscuro, albergaba una extraña expresión, una mezcla de suspicacia y bravuconería. Por primera vez me pregunté cuánto le habría costado aprender a ser valiente-. Creo que me estaba siguiendo. Un hombre menudo y delgado, vestido con ropa raída. Chaqueta de tweed, corbata verde.
– ¿Está segura? ¿Dónde le vio?
– En el fichero -dijo la joven sin alzar la voz-. Fui a verificar su historia sobre las fichas desaparecidas. No estaba segura de creerla. -Hablaba desapasionadamente, sin disculparse-. Le vi allí, y enseguida me di cuenta de que me estaba siguiendo, pero de lejos, por Broad Street. ¿Le conoce?
– Sí -dije desalentado-. Es un bibliotecario.
– ¿Un bibliotecario?
Dio la impresión de que esperaba algo más, pero no me decidí a hablarle de la herida que había visto en el cuello del hombre. Era demasiado increíble, demasiado extraño. Si se lo decía, creería que estaba loco.
– Parece sospechar de todos mis movimientos. Ha de mantenerse alejada de él -afirmé-. Le contaré algo más sobre ese hombre en otro momento. Venga, siéntese y póngase cómoda. Tenga las cartas.
Le hice sitio en uno de los bancos almohadillados de terciopelo y abrí mi maletín. Su rostro se concentró al instante. Levantó el paquete con manos cautelosas y sacó las cartas casi con reverencia, como yo había hecho el día anterior. Sólo pude preguntarme qué sensación experimentaría al ver en algunas de ellas la letra del supuesto padre que sólo conocía como instigador de su ira. La miré por encima de sus hombros. Sí, era una letra firme, amable, vertical. Tal vez ya había conseguido que su hija le imaginara como un ser casi humano.
Después pensé que no debía seguir mirando, y me incorporé.
– Me pasearé por aquí y le concederé el tiempo que necesite. Si hay algo que pueda explicarle, o si necesita ayuda…
Asintió con aire ausente, los ojos clavados en la primera carta, y me alejé. Sabía que trataría con cuidado mis preciados papeles, y que ya estaba leyendo las líneas de Rossi con gran celeridad. Dediqué la siguiente media hora a examinar el altar tallado, los cuadros de la capilla, las colgaduras con borlas del pulpito, la figura de la madre agotada y su hijo inquieto. Uno de los cuadros llamó en particular mi atención: un macabro Lázaro prerrafaelita, levantándose tambaleante de la tumba en brazos de sus hermanas, los tobillos verdegrisáceos y las ropas funerarias sucias. El rostro, descolorido después de un siglo de humo e incienso, tenía aspecto amargado y cansado, como si lo último que sintiera después de haber sido llamado de entre los muertos fuera gratitud. El Cristo que se erguía impaciente en la entrada de la tumba, con la mano alzada, tenía un semblante que expresaba maldad pura, codiciosa y vehemente. Parpadeé y di media vuelta. No cabía duda de que la falta de sueño estaba emponzoñando mis pensamientos.
– Ya he terminado -dijo Helen Rossi a mi espalda. Habló en voz baja, con la cara pálida y cansada-. Tenía razón -dijo-. No habla de su relación con mi madre, ni de su viaje a Rumanía. Me dijo la verdad al respecto. No puedo comprenderlo. Tiene que haber ocurrido durante el mismo período, el mismo viaje al continente, porque yo nací nueve meses spués.
– Lo siento.
Su rostro sombrío no había pedido compasión, pero yo la sentía.
– Ojalá pudiera proporcionarle algunas pistas, pero ya ve cómo son las cosas. Tampoco
tengo explicaciones.
– Al menos nos creemos mutuamente, ¿verdad? -Al decirme esto, me miró fijamente.
Me sorprendió descubrir que sentía placer en mitad de tanto dolor y aprensión.
– ¿De veras?
– Sí. No sé si algo llamado Drácula existe, o qué es, pero le creo cuando dice que Rossi, mi padre, se sentía en peligro. Está claro que se sintió así hace muchos años, de modo que, ¿por qué no iban a regresar sus temores cuando vio su libro, una coincidencia incómoda y un recordatorio del pasado?
– ¿Qué opina de su desaparición?
La joven meneó la cabeza.
– Pudo ser un colapso nervioso, por supuesto, pero ahora comprendo lo que quiere decir.
Sus cartas llevan el sello de… -vaciló- una mente intrépida y lógica, al igual que sus demás obras. Ademas, se pueden deducir muchas cosas a partir de los libros de un historiador. Lo sé muy bien. Son el fruto de los esfuerzos de una mente preclara y lúcida.
Caminamos hacia donde estaban las cartas y mi maletín. Me ponía nervioso dejarlas abandonadas, aunque fuera por unos pocos minutos. Ella había guardado todo el material en el sobre, en su orden original, no me cabía duda. Nos sentamos juntos en el banco, casi como camaradas.
– Digamos que podría existir una fuerza sobrenatural implicada en esta desaparición – aventuré-. No puedo creer que yo esté haciendo esto. ¿Qué me aconseja que haga a continuación?
– Bien -empezó. Su perfil era afilado y pensativo, cerca de mí a la tenue luz-. No creo que esto le sirva de mucha ayuda en una investigación moderna, pero si tuviera que obedecer los dictados del mito de Drácula, supondría que Rossi fue atacado y secuestrado por un vampiro, que o bien le mató o, lo que es más probable, le contagió la maldición de los No Muertos. Y como ya sabe, si una persona es mordida tres veces por Drácula o por uno de sus discípulos, se convierte en vampiro para siempre. Así que si ya le habían mordido una vez, tendrá usted que descubrir su paradero lo antes posible.
– Pero ¿por qué Drácula iba a presentarse aquí, de entre todos los lugares? ¿Para qué raptar a Rossi? ¿Por qué no atacarle y corromperle sin que nadie notara el cambio?
– No lo sé -dijo la joven, y meneó la cabeza-. Se trata de un comportamiento extraño, según la tradición popular. Rossi debía ser, si estuviéramos hablando de acontecimientos sobrenaturales, de especial interés para Vlad Drácula. Hasta es posible que significara una amenaza para él.
– ¿Cree que el hecho de haber encontrado yo ese libro y enseñárselo a Rossi tuvo algo que ver con su desaparición?
– La lógica me dice que es una idea absurda. Pero… -Dobló los guantes pulcramente sobre el regazo de su falda negra-. Me pregunto si no estaremos olvidando otra fuente de información.
Sus labios se relajaron. Le di las gracias en silencio por aquel plural.
– ¿Cuál?
Suspiró y desdobló los guantes.
– Mi madre.
– ¿Su madre? ¿Qué va a saber ella de…?
Sólo había empezado mi ristra de preguntas, cuando un cambio en la luz y la corriente de aire me impelió a volver la cabeza. Desde donde estábamos sentados veíamos las puertas de la iglesia sin que nos pudieran ver los que entraban, la posición estratégica que había elegido para vigilar la llegada de Helen. Una mano se introdujo entre ambas puertas, y luego apareció una cara huesuda y puntiaguda. El siniestro bibliotecario se introdujo en la iglesia.
No puedo describirte la sensación que experimenté en aquella silenciosa iglesia cuando el rostro del bibliotecario apareció entre las puertas. Me vino la repentina imagen de un animal de nariz afilada, algo furtivo y concentrado siempre en olfatear, una comadreja o una rata. A mi lado, Helen se había quedado petrificada, con la vista clavada en la puerta. De un momento a otro localizaría nuestro olor. Pero calculé que nos quedaban uno o dos segundos, de modo que recogí el maletín y el fajo de papeles con un brazo, agarré a Helen con el otro (no quedaba tiempo para pedirle permiso) y la arrastré desde el extremo del banco hasta el pasillo lateral. Había una puerta abierta, que daba acceso a una pequeña cámara, entramos y la cerramos en silencio. No había manera de asegurarla con llave desde dentro, observé angustiado, aunque el ojo de la cerradura era muy grande, con reborde de hierro.