– ¿Por qué los buenos olores aumentan de intensidad cuando oscurece? -pregunté a mi padre. Era algo que me intrigaba, pero servía también para aplazar cualquier otra conversación. Necesitaba tiempo para recuperarme en un lugar donde hubiera luces y gente hablando, necesitaba, al menos, apartar la vista de las manos envejecidas y temblorosas de mi padre.

– ¿Es eso cierto? -preguntó con aire ausente, pero me aportó cierto alivio. Aferré su mano para impedir que temblara, y él la cerró, todavía ausente, sobre la mía. Era demasiado joven para hacerse viejo. En el interior, las siluetas de las montañas bailaban casi hasta hundirse en el agua, se cernían sobre las playas, casi sobre nuestra isla. Cuando estalló la guerra civil en aquellas montañas costeras casi veinte años después, cerré los ojos y las recordé, estupefacta. Era incapaz de imaginar que sus pendientes albergaran suficiente gente para combatir en una guerra. Parecían absolutamente vírgenes cuando las vi, desprovistas de viviendas humanas, hogar de ruinas desiertas, guardianas sólo del monasterio sobre el mar.

19

Después de que Helen Rossi tirara sobre la mesa el libro de Drácula que sin duda debía considerar nuestra manzana de la discordia, casi esperé que todo el mundo se levantara y huyera, o que alguien gritara «¡Ajá!» y se abalanzara sobre nosotros con intención de matarnos. Nada de esto sucedió, por supuesto, y ella se quedó mirándome con aquella misma expresión de amargo placer. ¿Podía esta mujer, me pregunté poco a poco, con su legado de resentimiento y la venganza erudita que maquinaba contra Rossi, haberle hecho daño, causado su desaparición?

– Señorita Rossi -dije con la mayor calma posible, mientras levantaba el libro de la mesa y lo dejaba boca abajo al lado de mi maletín-, su historia es extraordinaria y debo decir que tardaré un poco en asimilar todo esto. Pero debo decirle también algo importante. – Respiré hondo una, dos veces-. Conozco muy bien al profesor Rossi. Ha sido el director de mi tesis durante dos años y hemos pasado muchas horas juntos, hablando y trabajando.

Estoy seguro de que cuando le conozca, si llega la ocasión, descubrirá a una persona mucho mejor y más bondadosa de lo que imagina en este momento. -Hizo un movimiento como si fuera a hablar, pero yo continué-. La cuestión es…, la cuestión es que, por la forma en que ha hablado de él, usted ignora que el profesor Rossi, su padre, ha desaparecido.

Me miró fijamente y no detecté la menor astucia en su cara, solo confusión. Esta noticia era una sorpresa. El dolor de mi corazón se apaciguó un poco.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó.

– Quiero decir que hace tres noches estaba hablando con él, como de costumbre, y al día siguiente había desaparecido. La policía le está buscando. Por lo visto, desapareció de su despacho, y tal vez resultó herido en él, porque encontraron sangre en su escritorio. Hice un breve resumen de los acontecimientos de aquella noche, empezando por el momento en que le llevé mi extraño libro, pero no dije nada sobre la historia que Rossi me había contado.

La joven me miró, perpleja. -¿Es que quiere gastarme alguna broma?

– No, ni mucho menos. De veras. Casi no he podido comer ni dormir desde entonces.

– ¿La policía tiene alguna idea de su paradero?

– No, que yo sepa.

De repente puso una expresión de astucia.

– ¿Y usted?

Vacilé.

– Es posible. Es una larga historia, y da la impresión de que se alarga a cada hora que pasa.

– Espere. -Me dirigió una dura mirada-. Cuando ayer estaba leyendo aquellas cartas en la biblioteca, dijo que estaban relacionadas con un problema de cierto profesor. ¿Se refería a Rossi?

– Sí.

– ¿Cuál era, o es, ese problema?

– No quiero mezclarla en algo desagradable o peligroso contándole lo poco que sé. -Prometió contestar a mis preguntas después de que yo contestara a las suyas.

De haber tenido ojos azules en lugar de oscuros, su cara habría sido la reproducción de la de Rossi en ese momento. Imaginé que ahora advertía cierta semejanza, una extraña transformación de las facciones británicas de Rossi en la estructura morena y definida de Rumanía, aunque bien habría podido ser el efecto de la afirmación de que era su hija. Pero ¿cómo podía ser su hija si él había negado con contumacia haber estado en Rumanía? Al menos, había dicho que nunca había estado en Snagov. Por otra parte, había dejado el folleto de Rumanía entre sus papeles. Ella me estaba fulminando con la mirada, algo que

Rossi nunca había hecho.

– Es demasiado tarde para decirme que no debería hacer preguntas -continuó-. ¿Qué relación tienen esas cartas con su desaparición?

– Aún no estoy seguro, pero es posible que necesite la ayuda de un experto. No sé qué descubrimientos ha hecho usted en el curso de su investigación. -Una vez más, recibí su mirada cautelosa-. Estoy convencido de que, antes de desaparecer, Rossi estaba seguro de correr peligro.

Tuve la impresión de que estaba tratando de asimilar todo lo que le decía, las noticias sobre un padre al que tan sólo había conocido como un símbolo de desafío.

– ¿Peligro? ¿De qué?

Me lancé al vacío. Rossi me había pedido que no comentara a mis colegas su historia demencial. Yo no lo había hecho, pero ahora, de manera inesperada, se abría ante mí la posibilidad de recibir ayuda de un experto. Esa mujer tal vez sabía ya lo que yo tardaría meses en averiguar. Tal vez incluso tenía razón al pensar que ella sabía más que el propio Rossi. Éste siempre subrayaba la importancia de buscar la ayuda de expertos. Bien, pues ahora lo haría. Perdonadme, recé a las fuerzas del bien, si esto la pone en peligro. Además, existía una especie de lógica peculiar. Si de veras era su hija, quizá tenía más derecho que nadie a conocer la historia de Rossi.

– ¿Qué significa Drácula para usted?

Ella frunció el ceño.

– ¿Qué significa para mí? ¿Como concepto? Mi venganza, supongo. Amargura eterna.

– Sí, eso lo comprendo, pero ¿significa Drácula algo más para usted?

– ¿A qué se refiere?

No sabía si me estaba dando largas o si era sincera.

– Rossi -dije, todavía vacilante-, su padre, estaba…, está, convencido de que Drácula todavía camina sobre la tierra. -Me miró fijamente-. ¿Qué opina de esto? ¿Le parece una locura?

Esperaba que reiría, o que se levantaría y me dejaría con la palabra en la boca como en la biblioteca.

– Es curioso -contestó poco a poco Helen Rossi-. En circunstancias normales diría que es una leyenda rural, supersticiónes basadas en el recuerdo de un tirano sanguinario. Pero lo extraño es que mi madre está absolutamente convencida de lo mismo.

– ¿Su madre?

– Sí. Ya le dije que nació en el campo. Tiene derecho a este tipo de supersticiones, aunque supongo que está menos convencida que sus padres. Pero ¿por qué un eminente estudioso occidental?

Ella era antropóloga, pese a su amarga búsqueda. La forma en que su veloz inteligencia se desentendía de cuestiones personales me resultaba asombrosa.

– Señorita Rossi -dije tras tomar una decisión-, no me cabe la menor duda de que le gustaría examinar la documentación en persona. ¿Por qué no lee las cartas de Rossi? Le advierto con absoluta sinceridad de que toda la gente que ha entrado en contacto con sus documentos sobre el tema se ha visto sometida a algún tipo de amenaza, por lo que yo sé.

Pero si usted no tiene miedo, léalas. Nos ahorrará a los dos el tiempo que tardaría en convencerla de que esta historia es cierta, cosa de la que estoy completamente convencido.

– ¿Ahorrarnos tiempo? -repitió en tono desdeñoso-. ¿Qué piensa hacer con mi tiempo?

Yo estaba demasiado desesperado para dejarme ofender.

– En todo caso, leerá estas cartas con un ojo mejor educado que el mío.

Dio la impresión de que meditaba mi propuesta, con la barbilla apoyada sobre el puño. -De acuerdo -dijo por fin-. Me ha tocado un punto débil. No puedo resistir a la tentación de averiguar más cosas sobre Rossi, sobre todo si eso me permite adelantarle en su investigación. Pero si me parece una locura, le advierto que no me despertará la menor compasión. Sería una suerte para él que le encerraran en un manicomio antes de que tenga la oportunidad de torturarle.

Su sonrisa no era una sonrisa.

– Bien.

Hice caso omiso de su último comentario y de la fea mueca, y me obligué a no mirar sus caninos, que eran más largos de lo normal. No obstante, antes de que concluyera nuestra transacción, debía mentir en un punto.

– Lamento decir que no he traído las cartas. Tenía miedo de llevarlas encima hoy.

De hecho, había tenido mucho miedo de dejarlas en mi apartamento, y estaban escondidas en mi maletín. Pero no estaba dispuesto a sacarlas en el restaurante. No tenía ni idea de si alguien nos estaba espiando… ¿Los amiguitos del siniestro bibliotecario, quizá? También existía otro motivo, que debía poner a prueba antes de que mi corazón se hundiera bajo su desagradable realidad. Debía asegurarme de que Helen Rossi, fuera quien fuera, no estaba confabulada con… Bien, ¿no era posible que el enemigo de su enemigo fuera ya su amigo?

– Tendré que ir a buscarlas a casa. Y deberé pedirle que las lea en mi presencia. Son frágiles y muy valiosas para mí.

– De acuerdo -contestó ella con frialdad-. ¿Podemos encontrarnos mañana por la tarde?

– Demasiado tarde. Me gustaría que las viera de inmediato. Lo siento mucho. Sé que suena raro, pero entenderá mi urgencia cuando las haya leído.

La joven se encogió de hombros.

– Siempre que no me lleve demasiado tiempo.

– No se preocupe. ¿Podemos encontrarnos… en la iglesia de Santa María? -Al fin y al cabo, esta prueba podía llevarla a cabo con la meticulosidad de Rossi. Helen me miró sin inmutarse, sin el menor cambio en su expresión dura e irónica-. Está en Broad Street, a dos manzanas de…

– Sé dónde está -dijo al tiempo que recogía los guantes y se los calzaba. Se arrolló al cuello la bufanda azul, que brilló en torno a su garganta como lapislázuli-. ¿A qué hora?

– Concédame media hora para recoger los papeles en mi apartamento y encontrarnos allí.

– En la iglesia. De acuerdo. Pasaré por la biblioteca a buscar un artículo que necesito hoy.

Le ruego que sea puntual. Tengo muchas cosas que hacer.

Su espalda, cubierta con la chaqueta negra, se veía esbelta y fuerte cuando salió por la puerta del restaurante. Me di cuenta demasiado tarde de que había pagado la cuenta.