RESERVAR PARA EL SIGUIENTE.

¿El siguiente? No lo había mirado con atención dos noches antes. ¿Se refería a reservar la información guardada para la siguiente vez que atacara este proyecto, esta fortaleza oscura?

¿O era yo el «siguiente»? ¿Era una prueba de su locura?

Dentro del sobre abierto vi una pila de papeles de diferentes gramajes y tamaños, muchos desteñidos y en mal estado debido a la antigüedad. Había hojas de papel cebolla impresas con apretadas líneas mecanografiadas. Una gran cantidad de material. Tendría que clasificarlo, decidí. Me acerqué a la mesa de color miel más cercana, contigua al fichero.

Aún había mucha gente a mi alrededor, pero eché una mirada supersticiosa por encima del hombro antes de sacar los documentos y colocarlos sobre la mesa.

Había manejado algunos manuscritos de Tomás Moro dos años antes, y algunas cartas de Hans Albrecht de Amsterdam, y en fechas más recientes había ayudado a catalogar una colección de libros de contabilidad flamencos de la década de 1680. Como historiador, sabía que el orden de cualquier hallazgo archivístico es una parte importante de la lección que imparte. Saqué papel y lápiz, e hice una lista del orden de los materiales a medida que los retiraba. El primer documento, el de encima de todo, lo formaban las hojas de papel cebolla. Como ya dije, estaban mecanografiadas de la manera más pulcra posible, como si fuesen cartas.

El segundo documento era un mapa, dibujado a mano con torpe pulcritud. Ya se estaba descolorando, y las marcas y nombres de lugares destacaban poco en un grueso papel de cuaderno, de aspecto extranjero, arrancado sin duda de alguna vieja libreta. A continuación había dos mapas similares. Después venían tres páginas de notas dispersas escritas a mano, con tinta y muy legibles a primera vista. Luego había un folleto ilustrado que invitaba a los turistas a la «Rumanía romántica» en inglés, que debido a sus adornos art déco parecía un producto de las décadas de 1920 o 1930. Después, dos recibos de un hotel y de las comidas tomadas en él. De Estambul, para ser preciso. Luego un antiguo mapa de carreteras de los Balcanes, impreso de manera deficiente a dos colores. El último objeto era un pequeño sobre color marfil, cerrado y sin inscripción alguna. Lo dejé a un lado heroicamente, sin tocar la solapa.

Eso fue todo. Di la vuelta al sobre marrón, hasta lo sacudí, de modo que ni siquiera una mosca muerta habría pasado desapercibida. Mientras lo estaba haciendo, de repente (y por primera vez) experimenté una sensación que me acompañaría durante todos los posteriores esfuerzos que se me exigieron: sentí la presencia de Rossi, su orgullo por mi minuciosidad, algo así como si su espíritu viviera y me hablara por mediación de los meticulosos métodos que él me había enseñado. Sabía que, como investigador, trabajaba con celeridad, pero también que no desdeñaba ni rechazaba nada, ni un solo documento, ni un archivo, por más lejos que estuviera, y desde luego ninguna idea, por impopular que fuera entre sus colegas.

Su desaparición, y su necesidad de mí, pensé desatinadamente, nos habían convertido casi en iguales. También intuí que me había estado prometiendo este desenlace, esta igualdad, desde el primer momento, y aguardaba el momento en que yo lo alcanzaría.

Ahora tenía ya todos los objetos diseminados sobre la mesa ante mí. Empecé con las cartas, aquellas largas y densas epístolas mecanografiadas en papel cebolla, con pocas erratas y pocas correcciones. Había una copia de cada, y daba la impresión de que ya estaban en orden cronológico. Todas estaban fechadas en diciembre de 1930, hacía más de veinte años.

Cada una llevaba el encabezamiento TRINITY COLLEGE, OXFORD, sin más detalles sobre la dirección. Examiné la primera carta. Contaba la historia del descubrimiento del misterioso libro, y de la investigación inicial en Oxford. La carta estaba firmada: «Le acompaña en su aflicción, Bartholomew Rossi». Y comenzaba (sujeté la hoja de papel cebolla con firmeza, incluso cuando me empezó a temblar un poco la mano), en tono afectuoso:

«Mi querido y desventurado sucesor…»

Mi padre calló de repente, y el temblor de su voz me impelió a efectuar una retirada táctica antes de que se obligara a seguir hablando. Por un mutuo acuerdo no verbalizado, recogimos nuestras chaquetas y atravesamos la pequeña piazza, y fingimos que la fachada de la iglesia aún conservaba cierto interés para nosotros.

7

Mi padre estuvo varias semanas sin ausentarse de Amsterdam, y durante ese tiempo sentí que me protegía de una nueva manera. Un día llegué a casa más tarde de lo habitual, y encontré a la señora Clay hablando por teléfono con él. Me pasó con mi padre al instante.

– ¿Dónde has estado? -preguntó mi padre. Llamaba desde su despacho en el Centro por la Paz y la Democracia-. He telefoneado dos veces y la señora Clay no sabía nada de ti.

La has puesto muy nerviosa.

Más bien me pareció que era él el que estaba nervioso, aunque mantenía la voz serena.

– Estaba leyendo en una nueva cafetería que hay cerca del colegio -expliqué.

– Muy bien -dijo mi padre-. Llama a la señora Clay o avísame a mí cuando vayas a llegar tarde, eso es todo.

No me gustaba la idea, pero dije que lo haría. Mi padre llegó a casa temprano aquella noche y me leyó en voz alta Grandes esperanzas. Después sacamos algunos álbumes de fotografías y los miramos juntos: París, Londres, Boston, mis primeros patines, mi graduación en tercer grado, París, Londres, Roma. Siempre estaba yo sola, delante del Panteón o las puertas del cementerio de Père Lachaise, porque mi padre tomaba las fotos y sólo estábamos él y yo. A las nueve comprobó todas las puertas y ventanas y me fui a la cama.

La siguiente vez que me iba a retrasar llamé a la señora Clay. Le expliqué que algunos compañeros de clase y yo íbamos a hacer los deberes juntos mientras merendábamos. Dijo que le parecía bien. Colgué y me fui sola a la biblioteca de la universidad. Johann Binnerts, el bibliotecario de la colección medieval de Amsterdam, ya se estaba acosumbrando a verme, pensé. Al menos, sonreía con gravedad siempre que yo le hacía una nueva pregunta, y siempre me preguntaba por mis trabajos de historia. El señor Binnerts me encontró un pasaje de un texto del siglo XIX que me complació sobremanera, y pasé un rato tomando notas. Ahora tengo una copia del texto en mi estudio de Oxford. Volví a encontrar el libro hace años en una librería: Historia de Europa Central, de lord Gelling. Después de tantos años le he tomado cariño, aunque nunca lo abro sin un mal presagio. Recuerdo muy bien la visión de mi propia mano, suave y joven, copiando párrafos en mi cuaderno escolar:

Además de desplegar una gran crueldad, Vlad Drácula poseía gran valor. Su osadía era tal que en 1462 cruzó el Danubio y atacó de noche a caballo el campamento del mismísimo sultán Mehmet II y su ejército, que se había congregado allí para atacar Valaquia. Durante esta incursión Drácula mató a varios miles de turcos, y el sultán escapó en el último instante gracias a que la guardia otomana obligó a los valacos a retroceder.

Una cantidad similar de material podría desenterrarse en relación con el nombre de cualquier gran señor feudal de esta época en Europa. Más que ésta, en muchos casos, y mucho más, en unos pocos. Lo extraordinario de la información disponible sobre Drácula es su longevidad, es decir, su rechazo a morir como presencia histórica, la persistencia de su leyenda. Las pocas fuentes disponibles en Inglaterra se refieren directa o indirectamente a otras fuentes, cuya diversidad despertaría la curiosidad de cualquier historiador. Da la impresión de haber sido famoso en Europa incluso en vida, un gran logro en unos tiempos en que Europa era un mundo inmenso y, según nuestros criterios actuales, desarticulado, cuyos gobiernos se comunicaban mediante emisarios a caballo y cargueros fluviales, y cuando la crueldad más horripilante era una característica habitual entre la nobleza. La fama de Drácula no terminó con su misteriosa muerte y extraño entierro en 1476, sino que da la impresión de haber continuado casi incólume hasta que se eclipsó debido al brillo del Siglo de las Luces en Occidente.

La entrada sobre Drácula terminaba aquí. Ya tenía suficiente historia para reflexionar durante un día, pero entré en la sección de literatura inglesa y me alegró descubrir que la biblioteca poseía un ejemplar del Drácula de Bram Stoker. De hecho, me costó unas cuantas visitas leerlo. Ignoraba si estaba permitido sacar libros de aquella zona, pero aunque hubiera podido, no habría querido llevarlo a casa, donde me habría enfrentado a la difícil elección de esconderlo, o dejarlo con cuidado a la vista. En cambio, leí Drácula sentada en una silla junto a una ventana de la biblioteca. Si miraba fuera, veía uno de mis canales favoritos, el Singel, con su mercado de flores y gente comprando arenques en un puesto callejero. Era un lugar maravillosamente aislado, y la parte posterior de una estantería me protegía de los demás lectores de la sala.

Allí, en aquella sala, permití poco a poco que el horror gótico de Stoker, alternado con amables historias de amor victorianas, me absorbiera. Ignoro qué deseaba yo del libro.

Según mi padre, el profesor Rossi lo había considerado una fuente de información inútil sobre el verdadero Drácula. El repulsivo y elegante conde de la novela era una figura atrayente, pensaba yo, aunque no tuviera nada en común con Vlad Tepes. Pero el propio Rossi estaba convencido de que Drácula se había convertido en uno de los No Muertos en vida, en el curso de la historia. Me pregunté si una novela poseería el poder de conseguir que algo tan extraño ocurriera en realidad. Al fin y al cabo. Rossi había hecho su descubrimiento mucho después de la publicación de Drácula. Por otra parte, Vlad Drácula había sido una fuerza del mal casi cuatrocientos años antes del nacimiento de Stoker. Era muy desconcertante.

¿Acaso no había dicho también el profesor Rossi que Stoker había desenterrado montones de información útil sobre el mito de los vampiros? Yo nunca había visto una película de vampiros (a mi padre no le gustaba el terror de ningún tipo), y las convenciones de la narración eran nuevas para mí. Según Stoker, un vampiro sólo podía atacar a sus víctimas entre el ocaso y el amanecer. El vampiro vivía indefinidamente, se alimentaba de la sangre de los mortales y los convertía a su vez en No Muertos. Podía adoptar la forma de un murciélagos, de un lobo o de niebla. Era posible repelerlo con ajos o un crucifijo. Se le podía destruir atravesándole el corazón con una estaca y llenando su boca de ajos, mientras dormía en su ataúd durante el día. También se le podía destruir disparándole una bala de plata en el corazón.