– Bien. Comprueba eso -dijo el policía a uno de los hombres-. ¿Notaste algo raro en el comportamiento del profesor Rossi?

¿Qué podía decir? Sí, la verdad. Me dijo que los vampiros eran reales, que el conde Drácula camina entre nosotros, que tal vez yo había heredado una maldición por culpa de sus investigaciones, y entonces me pareció que un gigante ocultaba la luz de su lámpara…

– No -contesté-. Nos reunimos para hablar de mi tesis y estuvimos charlando hasta las ocho y media.

– ¿Os fuisteis juntos?

– No. Yo fui el primero en irme, él me acompañó hasta el vestíbulo, y después volvió a entrar en su despacho.

– ¿Viste algo o a alguien sospechoso en las cercanías del edificio cuando te fuiste? ¿Oíste algo?

Vacilé algo. -No, nada. Bien, hubo un breve apagón en la calle. Las farolas se apagaron.

– Sí, ya nos han informado. Pero ¿no viste ni oíste nada anormal?

– No.

– Hasta el momento, eres la última persona que vio al profesor Rossi -insistió el policía-. Piensa bien. Cuando estuviste con él, ¿dijo o hizo algo raro? ¿Habló de depresión, suicidio, cosas por el estilo? ¿Habló de marcharse, de hacer un viaje?

– No, nada por el estilo -dije con sinceridad. El policía me miró con suspicacia.

– Necesito tu nombre y dirección. -Lo anotó todo y se volvió hacia el jefe del

departamento-. ¿Puede dar garantías de este joven?

– Es quien dice que es, desde luego.

– De acuerdo -me dijo el policía-. Quiero que entres conmigo y me digas si ves algo extraño. Sobre todo, algo diferente de hace dos noches. No toques nada. La verdad es que la mayoría de estos casos resultan bastante predecibles, urgencias familiares o colapsos nerviosos no demasiado graves. Es probable que reaparezca dentro de uno o dos días. Lo he visto muchas veces. Pero habiendo sangre en el escritorio no queremos arriesgarnos.

¿Sangre en el escritorio? Sentí que mis piernas flaqueaban, pero me obligué a caminar poco a poco detrás del policía. La habitación tenía el mismo aspecto que las docenas de veces anteriores que la había visto a la luz del día: pulcra, agradable, los muebles dispuestos en plan acogedor, libros y papeles formando pilas exactas sobre las mesas y el escritorio. Me acerqué más. En el escritorio, sobre el papel secante de Rossi, había una mancha oscura. El policía apoyó una mano firme sobre mi hombro.

– La pérdida de sangre no fue suficiente para causar la muerte -dijo-. Tal vez una hemorragia nasal, o de algún otro tipo. ¿Viste si le sangraba la nariz al profesor Rossi cuando estuviste con él? ¿Te pareció enfermo aquella noche?

– No -contesté-. Nunca le vi… sangrar, y nunca me hablaba de su salud.

Comprendí de pronto, con apabullante claridad, que había hablado de nuestras

conversaciones en pasado, como si hubieran terminado para siempre. Sentí un nudo de emoción en la garganta cuando pensé en Rossi despidiéndome risueño en la puerta. ¿Se habría hecho un corte de alguna manera, quizás a propósito, en un momento de inestabilidad, para luego salir corriendo de la habitación y cerrarla con llave? Traté de imaginarle desvariando en un parque, quizá muerto de frío y hambriento, o subiendo a un autobús hacia un destino elegido al azar. Nada de eso encajaba. Rossi era una estructura sólida, el hombre más frío y cuerdo que había conocido.

– Mira con mucho detenimiento.

El policía soltó mi hombro. Me estaba mirando fijamente, e intuí que el jefe del

departamento y los demás estaban acechando detrás de la puerta. Se me ocurrió que, hasta que se demostrara lo contrario, yo sería uno de los sospechosos en caso de que hubieran asesinado a Rossi. Pero Bertrand y Elias responderían por mí, como yo por ellos. Miré todo cuanto contenía la habitación. Fue un ejercicio frustrante. Todo era real, normal, sólido, y Rossi había desaparecido por completo de aquel entorno.

– No -dije por fin-. No veo nada diferente.

– De acuerdo. -El policía me hizo volver hacia las ventanas- Mira hacia arriba. Muy por encima del escritorio, en el techo de yeso blanco, una mancha oscura de unos doce centímetros de largo parecía avanzar de costado, como si apuntara hacia algo en el exterior.

– Eso también parece sangre. No te preocupes. Puede que sea del profesor Rossi, o no. El techo es demasiado alto para que una persona lo alcance con facilidad, aunque sea con un taburete. Lo analizaremos todo. Ahora, piensa. ¿Rossi comentó algo aquella noche acerca de que hubiera entrado un pájaro? ¿Oíste algún ruido cuando te marchaste, como si algo quisiera entrar? ¿Te acuerdas de si estaba abierta la ventana?

– No -dije-. El profesor no habló de nada parecido. Además, las ventanas estaban cerradas, estoy seguro.

No podía apartar los ojos de la mancha. Experimentaba la sensación de que, si me fijaba bien, tal vez leyera algo en su horrible forma jeroglífica.

– Hemos tenido aves en este edificio alguna vez -colaboró el jefe del departamento a nuestra espalda-. Palomas. De vez en cuando, se cuelan por las claraboyas.

– Ésa es una posibilidad -dijo el policía-. Aunque no hemos encontrado deyecciones, es una posibilidad.

– O murciélagos -siguió el jefe del departamento-. Podrían ser murciélagos. Es muy probable que haya todo tipo de cosas vivas en este edificio.

– Bien, ésa es otra posibilidad, sobre todo si Rossi intentó ahuyentar algo con una escoba o un paraguas y se hizo daño -sugirió un profesor desde el umbral de la puerta.

– ¿Alguna vez viste algo parecido a un murciélago o un pájaro aquí? -me volvió a preguntar el policía.

Me costó unos segundos formar la sencilla palabra y expulsarla de mis labios resecos.

– No -dije, pero apenas me enteré de la pregunta. Mis ojos se habían fijado por fin en el extremo interior de la mancha oscura, y en lo que parecía desprenderse de ella. En el último estante de la librería de Rossi, en su fila de «fracasos», faltaba un libro. Una estrecha hendidura negra se abría entre los lomos, en el punto en que el profesor había devuelto el misterioso libro dos noches antes.

Mis colegas salieron conmigo de la habitación, me daban palmaditas en la espalda y decían que no me preocupara. Debía estar blanco como el papel, Me volví hacia el policía, que estaba cerrando con llave la puerta a nuestras espaldas.

– ¿Existe alguna probabilidad de que el profesor Rossi esté en algún hospital, si se cortó o alguien le hirió?

El agente meneó la cabeza.

– Nos hemos puesto en contacto con los hospitales y de momento no hay ni rastro de él.

¿Por qué? ¿Crees que pudo hacerse daño? Dijiste que no parecía deprimido ni albergaba ideas suicidas.

– Desde luego que no.

Respiré hondo y me serené. El techo parecía demasiado alto para que un corte en la muñeca lo pudiera haber manchado. Un triste consuelo.

– Bien, vámonos todos.

Se volvió hacia el jefe del departamento y se alejaron para conversar en voz baja. La gente parada alrededor de la puerta del despacho empezó a dispersarse, y yo me adelanté a ellos.

Necesitaba antes que nada un lugar tranquilo donde sentarme. Los últimos rayos del sol de la tarde primaveral estaban calentando todavía mi banco favorito de la nave de la vieja biblioteca universitaria. A mi alrededor, tres o cuatro estudiantes leían o hablaban en voz baja, y noté que la calma familiar de aquel refugio cultural impregnaba mis huesos. La gran sala de la biblioteca estaba perforada por vitrales, algunos de los cuales daban a salas de lectura y corredores y patios similares a los de un claustro, así que podía ver a gente moviéndose dentro o fuera, o estudiando ante grandes mesas de roble. Era el final de un día normal. El sol no tardaría en abandonar las losas de piedra que yo pisaba, y sumiría al mundo en el crepúsculo, lo cual señalaría que habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde la última vez que había hablado con mi mentor. De momento, el estudio y la actividad prevalecían en la biblioteca, rechazando los límites de la oscuridad.

Debería decirte que, cuando estudiaba en aquel tiempo, me gustaba estar a solas por completo, sin ser molestado, en un silencio monástico. Ya he descrito los cubículos de estudio en los que trabajaba con asiduidad, en la parte alta de las estanterías de la biblioteca, donde tenía mi propio nicho y donde había encontrado aquel libro siniestro que había cambiado mi vida e ideas casi de la noche a la mañana. Dos días ames, a esta misma hora, había estado estudiando aquí solo ocupado y sin miedo, a punto de recoger mis libros sobre Holanda y correr hacia una agradable velada con mi mentor. No había pensado en otra cosa que en lo que Heller y Herbert habían escrito sobre la historia económica de Utrecht el año anterior, y en cómo podría refutarlo en un artículo, tal vez un artículo pergeñado a partir de uno de los capítulos de mi tesis.

De hecho, si había imaginado algún fragmento del pasado, eran esos inocentes y algo codiciosos holandeses debatiendo los pequeños problemas de su gremio, o de pie, con los brazos en jarras, en portales elevados sobre los canales, mirando cómo alzaban hasta el último piso de sus casas provistas de almacén una nueva caja de mercancías. Si había tenido alguna visión del pasado, sólo había visto sus rostros rubicundos y curtidos por la intemperie, las cejas espesas, las manos hábiles, oído el crujido de sus excelentes barcos, percibido el olor de las especias, el alquitrán y las aguas residuales del muelle, y disfrutado del sólido ingenio de su forma de comprar y regatear.

Pero, por lo visto, la historia podía ser algo muy diferente, una salpicadura de sangre cuya agonía no se desvanecía de la noche a la mañana ni con el transcurso de los siglos. Y hoy mis estudios iban a ser de una nueva clase, nueva para mí, pero no para Rossi y para tantos otros que habían elegido su camino entre la misma maleza oscura. Deseaba iniciar este nuevo tipo de investigación entre los alegres murmullos y ruidos de la sala principal, no en las estanterías silenciosas con sus pisadas ocasionales sobre lejanas escaleras. Quería abrir la siguiente fase de mi vida como historiador bajo los ojos ingenuos de jóvenes antropólogos, bibliotecarios canosos, adolescentes que pensaban en partidos de squash o

zapatos blancos nuevos, estudiantes sonrientes e inofensivos profesores eméritos lunáticos, el tráfico habitual de la noche universitaria. Miré una vez más la bulliciosa sala, los retazos de luz solar que desaparecían a toda prisa, la incesante actividad de las puertas de la entrada principal, que se abrían y cerraban sobre goznes de bronce. Después recogí mi sobado maletín, lo abrí y extraje un grueso sobre oscuro, que tenía una leyenda escrita por Rossi: