En el año de Nuestro Señor de 1456, Drakula hizo muchas cosas curiosas y terribles.

Cuando fue nombrado señor de Valaquia, mandó quemar a todos los jóvenes que habían ido a su país para aprender el idioma, cuatrocientos de ellos. Ordenó empalar a una familia numerosa y enterrar desnudos hasta el ombligo a muchos de sus súbditos, para luego asaetearlos. Algunos fueron asados y desollados.

Había una nota al pie de la primera página. El tipo de letra era tan fino que casi no la vi.

Cuando miré con más detenimiento, me di cuenta de que era un comentario sobre la palabra «empalado». Afirmaba que Vlad Tepes había aprendido esta forma de tortura de los otomanos. El empalamiento del tipo que practicaba implicaba la penetración del cuerpo con una estaca de madera puntiaguda, por lo general a través del ano o los genitales hacia arriba, de manera que a veces la estaca salía por la boca y a veces por la cabeza.

Por un momento intenté no ver aquellas palabras. Después traté de olvidarlas durante varios minutos, con el libro cerrado.

Lo que más me atormentó aquel día, cuando cerré el cuaderno de notas y me puse el abrigo para ir a casa, no fue la imagen siniestra de Drácula o la descripción del empalamiento, sino el hecho de que estas cosas habían ocurrido de verdad, por lo visto. Si prestaba la suficiente atención, pensé, escucharía los chillidos de los muchachos, de la «familia numerosa» que murió junta. Pese a toda la atención que había dedicado a mi educación en historia, mi padre no me había contado esto: los momentos terribles de la historia eran reales. Ahora comprendo, muchos años más tarde, que no podía decírmelo. Sólo la propia historia puede convencerte de una verdad de este tipo. Y en cuanto has visto esa verdad, cuando la has visto realmente ya no puedes apartar la vista.

Cuando llegué a casa aquella noche, sentía una especie de energía diabólica, y planté cara a mi padre. Estaba leyendo en su biblioteca, mientras la señora Clay se las entendía con los platos de la cena en la cocina. Entré en la biblioteca, cerré la puerta a mi espalda, y me paré frente a su butaca. Sostenía uno de sus queridos volúmenes de Henry James, una clara señal de tensión. No hablé hasta que alzó la vista.

– Hola -dijo, y colocó el punto de libro con una sonrisa-. ¿Deberes de álgebra?

Sus ojos ya estaban ansiosos.

– Quiero que termines la historia -dije.

Guardó silencio y tamborileó con los dedos sobre el brazo de la butaca.

– ¿Por qué no me quieres contar más cosas? -Era la primera vez que me veía como una amenaza para él. Miró el libro que acababa de cerrar. Experimenté la sensación de estar siendo cruel con él de una manera que no podía comprender, pero ya había empezado mi faena de modo que debía terminar-. No quieres que sepa algunos detalles.

Me miró por fin. Su rostro era triste e inescrutable, con la frente arrugada a la luz de la lámpara.

– No, no quiero.

– Sé más de lo que crees -dije, aunque se me antojó una puñalada infantil. No habría querido decirle lo que sabía, en caso de que me lo hubiera preguntado.

Enlazó las manos bajo la barbilla.

– Lo sé -dijo al fin-. Y como sabes algo, te lo tendré que contar todo.

Le miré sorprendida.

– Pues hazlo -dije con determinación.

Bajó la vista de nuevo.

– Te lo contaré, lo antes posible. Pero ahora no. ¡No puedo soportarlo todo de golpe! – soltó mi padre de sopetón-. Ten paciencia conmigo.

Pero la mirada que me dirigió no era acusadora, sino suplicante. Me acerqué a él y rodeé con los brazos su cabeza inclinada.

Marzo iba a ser frío y desapacible en la Toscana, pero mi padre pensó que un breve viaje a la campiña era necesario después de cuatro días de conversaciones (siempre había llamado «conversaciones» a su ocupación) en Milán. Esta vez no me había sido necesario pedirle que me llevara.

– Florencia es maravillosa, sobre todo fuera de temporada -dijo una mañana, mientras íbamos en coche hacia el sur desde Milán-. Me gustaría que la vieras en uno de esos días.

Antes tendrás que aprender algo más acerca de su historia y sus cuadros para quedarte realmente prendada. Pero la campiña toscana es lo mejor. Descansa tus ojos y al mismo tiempo los estimula. Ya lo verás.

Asentí y me arrellané en el asiento del Fiat alquilado. El amor de nu padre por la libertad era contagioso, y me gustaba que se aflojara cuello de la camisa y la corbata cuando nos dirigíamos a un lugar nuevo. El coche zumbaba por la agradable autopista del norte.

– De todos modos, hace años que vengo prometiendo a Massimo y Giulia que iríamos a verlos. Nunca me perdonarían que pasara tan cerca sin hacerlo. -Se reclinó en el asiento y estiró las piernas-. Son un poco raros, excéntricos, por decirlo de alguna manera, pero muy amables. ¿Te apetece?

– Ya te dije que sí -indiqué. Prefería estar sola con mi padre que visitar a desconocidos, cuya presencia siempre sacaba a flote mi natural timidez, pero parecía ansioso por ver a sus viejos amigos. En cualquier caso, el ronroneo del Fiat me estaba adormeciendo. Estaba cansada del viaje en tren. Algo nuevo me había ocurrido aquella mañana, el hilillo de sangre alarmantemente retrasado por el que siempre se preocupaba mi médico, y debido al cual la señora Clay había metido en mi maleta un montón de compresas de algodón. El primer vislumbre de este cambio me había provocado lágrimas de sorpresa en el lavabo del tren, como si alguien me hubiera herido. La mancha que apareció en mis cómodas bragas de algodón se me antojó la huella del pulgar de un asesino. No dije nada a mi padre. Valles surcados por ríos y colinas lejanas coronadas por pueblos se convirtieron en un panorama brumoso al otro lado de la ventanilla del coche, y después en un borrón. Aún seguía adormilada a la hora de comer, cosa que hicimos en una ciudad formada por cafés y bares oscuros mientras los gatos callejeros se aovillaban y desaovillaban alrededor de los portales.

Pero cuando ascendimos con el ocaso hacia uno de los veinte pueblos alzados sobre colinas, que se amontonaban a nuestro alrededor como los temas de un fresco, me descubrí muy despierta. La noche ventosa y nublada mostraba grietas de ocaso en el horizonte.

Hacia el Mediterráneo, dijo mi padre, hacia Gibraltar y otros lugares a los que iríamos algún día. Encima de nosotros se alzaba un pueblo construido sobre soportes de piedra, con calles casi verticales y callejones formando terrazas con estrechos escalones de piedra. Mi padre guiaba el cochecito de un lado a otro, y en una ocasión pasamos ante la puerta de una trattoria que arrojaba luz sobre los adoquines húmedos. Después se desvió con cautela hacia el otro lado de la colina.

– Está por aquí, si no recuerdo mal. -Se desvió entre una hilera de cipreses oscuros por una pista llena de baches-. Villa Montefollinoco, en Monteperduto. Monteperduto es el pueblo, ¿recuerdas?

Lo recordaba. Habíamos mirado el mapa durante el desayuno. Mi padre lo había reseguido con el dedo por encima de su taza de café.

– Aquí, Siena. Es tu punto central. Está en la Toscana. Después, entramos en Umbría. Aquí está Montepulciano, un famoso lugar antiguo, y sobre esta colina siguiente se encuentra nuestro pueblo, Monteperduto.

Los nombres se confundían en mi mente, pero monte significa «montaña», y estábamos entre montañas dignas de una casa de muñecas grande, pequeñas montañas pintadas como si fuesen hijas de los Alpes, que ya había atravesado dos veces.

En la inminente oscuridad la villa parecía pequeña, una granja de piedra con cipreses y olivos apelotonados alrededor de sus tejados rojizos, y un par de postes de piedra inclinados que indicaban un sendero de entrada. Brillaban luces en las ventanas del primer piso, y de repente me sentí cansada, hambrienta, poseída por una irritabilidad adolescente que tendría que disimular delante de mis anfitriones. Mi padre bajó nuestro equipaje del maletero y yo le seguí por el sendero.

– Hasta la campanilla sigue en su sitio -dijo satisfecho, al tiempo que tiraba de una corta cuerda en la entrada y se alisaba su pelo oscuro en la oscuridad.

El hombre que contestó salió como un tornado, abrazó a mi padre, le palmeó con fuerza en la espalda, le besó ruidosamente en ambas mejillas y se agachó demasiado para estrechar mi mano. Su mano era enorme y caliente, y la apoyó sobre mi hombro para guiarme al interior. En el vestíbulo, de techo bajo y lleno de muebles antiguos, vociferó como un animal de granja.

– ¡Giulia! ¡Giulia! ¡Deprisa! ¡La gran invasión! ¡Ven enseguida!

Su inglés era feroz y seguro, potente, clamoroso.

La mujer alta y sonriente que apareció me cayó bien al instante. Tenía el pelo gris, pero con destellos plateados, recogido por atrás de su cara alargada. Sonrió nada más verme y no se agachó para saludarme. Su mano era cálida, como la de su marido, y besó a mi padre en ambas mejillas, mientras agitaba la cabeza y soltaba una parrafada en italiano.

– Y tú -me dijo en inglés- has de tener una habitación para ti sola, y buena, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -contesté, y me gustó el sonido de la frase, y confié en que estaría cerca de la de mi padre, y que tendría una vista del valle circundante, desde el que habíamos ascendido con tanta precipitación.

Después de cenar en el comedor de baldosas, todos los adultos se repantigaron y suspiraron.

– Giulia -dijo mi padre-, cada año cocinas mejor. Eres una de las mejores cocineras de Italia.

– Nonsense, Paolo. -Su inglés tenía resonancias de Oxford y Cambridge- Siempre dices tonterías.

– Puede que sea el chianti. Déjame echar un vistazo a la botella.

– Deja que te vuelva a llenar la copa -intervino Massimo-. ¿Y qué estudias tú,

encantadora hija?

– En mi colegio estudiamos de todo -contesté como una cursi.

– Creo que le gusta la historia -dijo mi padre-. También le gusta viajar.

– ¿Historia? -Massimo volvió a llenar la copa de Giulia, por segunda vez, y después la suya, de un vino color granate o sangre oscura-. Como tú y yo, Paolo. Bautizamos así a tu padre -me dijo en un aparte-, porque no soporto vuestros aburridos patronímicos anglosajones. Lo siento, me es imposible. Paolo, amigo mío, sabes que me dejaste sorprendido cuando me dijiste que abandonabas tu vida académica para participar en conferencias de paz a lo largo y ancho del mundo. Así que le gusta más hablar que leer, me dije. El mundo ha perdido un gran erudito, y ése es tu padre.

Me pasó media copa de vino sin pedir permiso a mi padre, pero lo mezcló con un poco de agua de la jarra que había en la mesa. Me cayó mejor todavía.