Mientras hablaba, reparé otra vez en la peculiar claridad y frialdad de su voz, y en aquella vibración que aleteaba en sus profundidades, como el cascabeleo de una serpiente o el sonido del agua fría corriendo sobre las piedras.

– Su segunda tarea será mucho más amplia. De hecho, durará para siempre. Cuando conozca mi biblioteca y sus propósitos con la misma intimidad que yo, saldrá al mundo bajo mis órdenes y buscará nuevas adquisiciones, y también antiguas, porque nunca dejaré de coleccionar obras del pasado. Pondré muchos archivistas a su disposición, los mejores, y usted aportará más para que trabajen a nuestras órdenes.

Las dimensiones de esta visión, y su completo significado, si no había entendido mal, se derramaron sobre mí como un sudor frío. Encontré la voz, pero vacilante.

– ¿Por qué no continúa haciéndolo solo?

Sonrió en dirección al fuego, y de nuevo vi el destello de una cara diferente: el perro, el lobo.

– Ahora he de ocuparme de otras cosas. El mundo está cambiando, y yo tengo la intención de cambiar con él. Puede que pronto deje de necesitar esta forma -indicó con una mano lenta los ropajes medievales, el gran poder muerto de sus extremidades- para conseguir mis ambiciones. Pero la biblioteca es preciosa para mí, y me gustaría verla crecer. Además, desde hace tiempo pienso que cada vez hay menos seguridad aquí. Varios historiadores han estado a plinto de descubrirla, y usted lo habría hecho si le hubiera dejado en paz el tiempo suficiente. Pero yo le necesitaba aquí, ahora. Intuyo un peligro que se acerca, y hay que catalogar la biblioteca antes de trasladarla.

Por un momento, fingir otra vez que estaba soñando me resultó de ayuda.

– ¿Adónde la trasladará?

¿Y me iré yo con ella?, tendría que haber añadido.

– A un lugar antiguo, mucho más antiguo que éste, que conserva muchos recuerdos hermosos para mí. Un lugar remoto, pero más próximo a las grandes ciudades modernas, al que pueda ir y venir con facilidad. Instalaremos la biblioteca allí y usted aumentará su volumen notablemente. -Me miró con una especie de confianza que habría podido pasar por afecto en un rostro humano. Después se levantó con un movimiento extraño y vigoroso-. Ya hemos conversado bastante por esta noche. Usted está cansado.

Utilizaremos estas horas para leer un poco, como es mi costumbre, y después saldremos.

Cuando llegue la mañana, ha de tomar papel y plumas, que encontrará cerca de la imprenta, y empezará a catalogar. Mis libros ya están agrupados por categorías, antes que por siglos o décadas. Ya lo verá. También hay una máquina de escribir, que me he encargado de facilitarle. Tal vez desee compilar el catálogo en latín, pero eso lo dejo a su discreción. Por supuesto, goza de absoluta libertad, ahora y en cualquier momento, para leer lo que le plazca.

Con esto se levantó de la butaca y eligió un libro de la mesa, y luego volvió a sentarse con él. Tuve miedo de no imitarle con diligencia, de modo que cogí el primer volumen que cayó en mis manos. Era una de las primeras ediciones de El príncipe de Maquiavelo, acompañado de una serie de discursos sobre moralidad que yo nunca había visto ni de los que había oído hablar. En el estado de ánimo en que me hallaba no pude ni empezar a descifrarlo, pero contemplé el tipo de imprenta y pasé una o dos páginas al azar. Drácula parecía absorto en su libro. Le miré de reojo, y me pregunté cómo se había acostumbrado a esa existencia subterránea y nocturna, la vida de un erudito, después de una vida de guerra y acción.

Por fin se levantó y dejó su libro a un lado. Se internó en las tinieblas de la gran sala sin decir palabra, de manera que ya no pude distinguir su forma. Después oí una especie de ruido seco, como el de un animal arrastrándose sobre tierra desmenuzada o como el chasquido de una cerilla, aunque no apareció ninguna luz, y me sentí muy solo. Agucé el oído, pero no supe en qué dirección se había ido. Esta noche, al menos, no se iba a ensañar conmigo. Me pregunté temeroso qué me estaba reservando, cuando habría podido convertirme en su sicario en un abrir y cerrar de ojos, al tiempo que saciaba su sed. Estuve sentado unas horas, levantándome de vez en cuando para estirar mi cuerpo dolorido. No me atreví a dormir durante el transcurso de la noche, pero debí adormecerme un poco pese a mi resistencia justo antes del amanecer, porque desperté de repente y sentí un cambio en el aire, aunque no entraba ninguna luz en la cámara sumida en las tinieblas. Vi la forma de Drácula, cubierta con su capa, acercarse al fuego.

– Buenos días -dijo sin alzar la voz, y se encaminó hacia la pared oscura donde estaba mi sarcófago. Yo me había puesto en pie, espoleado por su presencia. Una vez más, no pude verle, y un profundo silencio envolvió mis oídos.

Al cabo de un largo rato levanté mi vela y volvía encender el candelabro, así como otros que estaban fijados a las paredes. Descubrí en muchas de las mesas lámparas de cerámica o pequeños faroles de hierro, y encendí unos cuantos. La iluminación significó un alivio para mí, pero me pregunté si alguna vez volvería a ver la luz del día, o si va había empezado una eternidad de oscuridad y llamas de vela oscilantes. Esta perspectiva se extendía ante mí como una variación del infierno. Al menos ahora podía ver algo más de la cámara. Era muy profunda en todas direcciones, y las paredes estaban tapizadas de grandes armarios y estanterías. Vi por todas partes libros, cajas, rollos de pergamino, manuscritos, montañas e hileras de la inmensa colección de Drácula. Junto a una pared se alzaban las formas oscuras de tres sarcófagos. Me acerqué con mi luz. Los dos más pequeños estaban vacíos. En uno de ellos debía haberme despertado yo.

Entonces vi el mayor sarcófago de todos, una gran tumba más señorial que las demás, enorme a la luz de las velas, de nobles proporciones. En un lado había una palabra, tallada en letras latinas: DRÁCULA. Levanté mi vela y miré el interior, contra mi voluntad. El gran cuerpo yacía inerte. Por primera vez pude ver su rostro cruel y hermético con toda claridad, y seguí contemplándolo pese a mi repugnancia. Tenía el ceño muy fruncido, como a causa de un sueño perturbador, los ojos abiertos y fijos, de modo que parecía más muerto que dormido, la piel de un amarillo cerúleo, las largas pestañas inmóviles, sus facciones, fuertes y casi hermosas, translúcidas. Una cascada de largo pelo negro caía alrededor de sus hombros y llenaba los costados del sarcófago. Lo más horrible era el intenso color de sus mejillas y labios, y el aspecto pletórico de su rostro y su forma, que no poseía a la luz del fuego. Me había perdonado la vida por un tiempo, cierto, pero por la noche, en algún lugar, se había saciado. El pequeño punto de mi sangre había desaparecido de sus labios. Habían adquirido un tono rubí bajo el bigote oscuro. Parecía tan lleno de vida y salud artificiales que se me heló la sangre en las venas al ver que no respiraba. Su pecho no subía ni bajaba.

También era extraño verle vestido de manera diferente, con prendas de tan excelente calidad como las que había visto antes, túnica y botas de un rojo profundo, capa y gorro de terciopelo púrpura. El manto se veía un poco raído sobre los hombros, y el gorro iba provisto de una pluma marrón. Brillaban joyas en el cuello de la túnica.

Me quedé mirando hasta que tan extraña visión estuvo a punto de provocarme un desmayo, y después retrocedí un paso para intentar serenarme. Aún era temprano. Me quedaban algunas horas hasta la puesta de sol. Primero buscaría una forma de escapar y después un medio de destruir al ser mientras dormía, de forma que, triunfara o no en mi intentona, pudiera huir de inmediato. Así la luz con firmeza. Baste decir que busqué durante más de dos horas en la gran cámara de piedra, y no descubrí ninguna ruta de escape. En un extremo, enfrente del hogar, había una gran puerta de madera con candado de hierro, con el cual forcejeé hasta terminar cansado y dolorido. No se movió un ápice. De hecho, creo que llevaba muchos años sin abrirse. No había otros medios de salir, ni otra puerta, ni túnel, ni piedra suelta, ni abertura de ningún tipo. No había ventanas, por supuesto, y me convencí

de que nos hallábamos a una gran profundidad. El único hueco de las paredes era el que albergaba los tres sarcófagos, y sus piedras también eran inamovibles. Fue un tormento para mí palpar aquella pared delante de la cara inmóvil de Drácula, con sus enormes ojos abiertos. Aunque no se movieron en ningún momento, intuí que debían poseer algún poder secreto de ver y maldecir.

Me senté de nuevo junto al fuego para recuperar mis fuerzas desfallecientes. Mientras me calentaba las manos observé que el fuego nunca perdía fuerza, si bien consumía ramas y troncos reales, y proyectaba un calor palpable y reconfortante. También me di cuenta por primera vez de que no echaba humo. ¿Había estado ardiendo toda la noche? Pasé una mano sobre mi cara a modo de advertencia. Necesitaba hasta el último átomo de cordura. De hecho (en ese momento tomé la decisión), convertiría en un deber mantener intacta mi fibra mental y moral hasta el último momento. Eso sería mi sostén, mi último recurso.

Una vez serenado, reanudé mi investigación de manera sistemática, en busca de cualquier manera de destruir a mi monstruoso anfitrión. Si lo lograba, de todos modos moriría aquí solo, sin escapatoria, pero él nunca más abandonaría esta cámara para sembrar el terror en el mundo exterior. Pensé fugazmente, y no por primera vez, en el consuelo del suicidio, pero no me lo podía permitir. Ya estaba corriendo el peligro de convertirme en algo similar a Drácula, y la leyenda afirmaba que cualquier suicida podía transformarse en No Muerto sin la contaminación añadida que yo había recibido, una leyenda cruel, pero debía hacerle caso. Esa vía me estaba prohibida. Registré hasta el último rincón de la sala, abrí cajones y cajas, investigué en estantes, con mi vela en alto. Era improbable que el inteligente príncipe me hubiera dejado algún arma susceptible de ser utilizada contra él, pero tenía que buscar.

No encontré nada, ni siquiera un trozo de madera que pudiera utilizar a modo de estaca.

Por fin, volví hacia el gran sarcófago central, temeroso del último recurso que contenía: el cuchillo que el propio Drácula portaba al cinto. Su mano surcada de cicatrices se cerraba sobre el pomo. Era posible que el cuchillo fuera de plata, en cuyo caso podría hundirlo en su corazón si me sentía con fuerzas. Me senté un momento para hacer acopio de valentía y para vencer mi repulsión. Después me levanté y acerqué con cautela mi mano al cuchillo, mientras sostenía en alto la vela. Mi roce no produjo ninguna reacción en el rostro rígido, si bien dio la impresión de que su cruel expresión se acentuaba. Pero descubrí aterrorizado que la gran mano estaba cerrada sobre el pomo por un motivo. Tendría que abrirla para liberar el arma. Apoyé mi mano sobre la de Drácula, y sentir su tacto significó un horror indescriptible que no deseo a nadie más. Su mano estaba cerrada como una piedra sobre el pomo del cuchillo. No podía abrirla, ni siquiera moverla. Habría sido como intentar arrancar un cuchillo de mármol de la mano de una estatua. Daba la impresión de que los ojos destilaban odio. ¿Se acordaría de esto más tarde, cuando se despertara? Me rendí, agotado y asqueado hasta extremos inconcebibles, y me senté otra vez en el suelo con mi vela.